Toma uno

shinhy_flakes

Jinete Volad@r
Miron
Bakala
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Para el día de brujas teníamos que ir a un evento a la casa de mi hermano. Por desgracia, en mi colonia se está adoptando poco a poco la peor parte de la tradición anglosajona: si no estás en casa para repartir dulces el día de brujas, quedabas expuesto al vandalismo infantil. No era tan severo como lo era del otro lado de la frontera, pero igual te tocaba los huevos tener que lidiar con ello.
El «truco o trato» llevaba mucho filtrándose en nuestro país, pero en esta colonia la costumbre ya ha sido más o menos replicada de una manera cabal. En las inmediaciones del establecimiento comercial Plaza Juárez Mall tienes que andarte con cuidado para no arroyar a un diablito o una brujita durante la noche del 31 de octubre, debido al volumen tan «norteamericano» de chiquillos que corren desbocados por aceras y calles por igual. De cierta forma, el establecimiento lo comenzó todo: sus locales fueron los primeros en el área en ofrecer golosinas a los niños de las casas circundantes, por lo que se llenaba de criaturas extrañas a tal grado que la circulación se dificultaba. Así fue como la infección entró en el corazón de nuestra colonia, y no hizo más que esparcirse por el torrente sanguíneo que son nuestras calles. Pronto, las tiendas de conveniencia también ofrecían dulces y luego las casas las siguieron.
Era divertido. Es divertido.
Pero también está este problema. Lo que antes era una tendencia ahora se ha vuelto más o menos una obligación. De negarte a participar de la festividad, podrías (o podrías no) encontrarte con unos cuantos huevos rotos estrellados contra tu puerta, tu ventana, tu pretil, tu baranda; quizá algo de papel sanitario enredado en el tejado o rastros de cohetes para espantar a tus mascotas. (Lo último siendo una adición de nuestra propia cultura a la tradición.)
Me gusta el día de brujas, creo que es una buena tradición a adoptar. Y no tengo ningún inconveniente en seguir la corriente en este caso. ¿Qué tipo de desalmado no se alegra de ver niños felices?
Pero esta vez, era el turno de mi hermano de tenernos en casa, y no tenía opción.
Esto fue lo que me impulsó a comprar ese adorno tan feo y siniestro que vi en la mampara de un local en el centro de la cuidad, en un pasaje ya no tan transitado. Antes iba mucho ahí cuando tenía tendencias de música de «rock», por las cosas raras y caprichosas que vendían. El adorno era de yeso, de un color ocre oscuro, de un metro de alto, y era la figura de un cadáver carcomido hasta los huesos que sostenía una jofaina de unos cuarenta centímetros de diámetro, como pidiendo limosna con ella. Por horrible que era, estaba en el exterior del local por ser uno de los menos terroríficos de los que vendían allí. El sujeto que me lo vendió tenía trenzas en su larga cabellera y tenía toda la actitud de un dopado hasta la médula, por lo que no había ni terminado de explicarme para qué se usaba -desbendecir agua bendita o alguna otra cosa excéntrica así- cuando ya había pagado los quinientos pesos.
Compré con este adorno, un metro de cáscara de huevo, una cinta para calzado y las cuatro bolsas de dulces (suaves y picosos) y una bolsa de chocolate que le cabían a la enorme jofaina sin alterar el equilibrio de la tétrica escultura. La estatua la puse fuera de mi casa, la amarré con una de las cadenas de mis perros, le puse candado (quería proteger la parte más cara de mi decoración), y habiendo hecho esto, vertí el contenido de la bolsa de chocolates y tres de las bolsas de dulces suaves (guardamos una en caso de que volviéramos antes de que terminaran de circular los monstruitos y ya se hubieran terminado los dulces; posibilidad bastante real, a decir verdad) en la jofaina. Se movió un poco, pero la cadena lo retuvo.
Aditado a esto, escribí con letras grandes y rojas en el cartón de cáscara de huevo mi recado y lo perforé para introducir las cintas, de manera que pude colgarle en el cuello a mi adorno mi letrero improvisado de «TOME UNO», con la esperanza de que los niños traviesos iban a venir acompañados de sus padres para hacerlos respetar la petición.
Hecho esto y sintiendo haber cumplido, subí a mi familia al vehículo y conducir a la frontera, en donde la línea de cruce a la nación vecina, especialmente ese día, podía variar entre las cuatro y seis horas en vehículo; dos o tres si vas caminando, pero con el frío que hace aceptas las horas extra en automóvil.
La casa de mi hermano estaba en Scenic Crest Circle, a unos diez minutos conduciendo del puente de cruce. (Debería ser un recorrido de 20 minutos en teoría, pero en la práctica, con el tiempo que hacía en llegar a la casa de mi hermano podría llegar a la capital de nuestro estado.) Salimos cuando el sol todavía estaba en su cenit y llegamos allá cuando ya se había escondido detrás de la Franklin. Mis hijos llevaban sus cosas para maquillarse estando allá. Los hijos de mi hermano acostumbraban recorrer la avenida Arizona para dotarse de provisiones en los pequeños negocios y en las casas. Después subían por la Cotton y eso aseguraba un paso directo a su casa siguiendo la Pittsburg.
Mi hermano insistía en dejarlos ir solos siempre; después de todo, es uno de los residenciales más seguros en Texas. Pero, como ya dije, y bendito sea Dios, soy un hombre al que le gustan las tradiciones. No me molestaba en absoluto el ir cuidándolos y observando sus estupideces. Mi chamaco era un «Ironman» y mi princesita era una «Merida», y su inglés era tan deficiente que cada vez que decían «truco o trato» me hacían reír.
Igual tuvieron una excelente noche, tenían caries aseguradas para el resto del año. Volvimos a la casa de mi hermano ya cerca de las nueve, y el ritual de «noche de brujas» concluyó para mi familia repartiendo el resto de los dulces y jugándole bromas a los que seguían pidiendo; mi hermano, su esposa, mi sobrino y yo culminamos la noche con la tradicional doble función de terror, este año siendo el encabezado «alien» y «la cosa que sigue», una que su esposa quiso y una que yo quise.
Eran cerca de las doce cuando dimos por concluida la noche y volvimos a casa, lo cual fue al menos ocho veces más rápido. Los niños se durmieron; después de todos los dulces que se comieron, eso pudo ser lo más extraño.
Pero no lo fue.
Lo más extraño no lo percibimos en primera instancia cuando entramos en la colonia. Pasamos por desapercibidas luces azules y rojas de las patrullas en la casa de los Tavares. No pensamos que estuvieran ahí por algo en específico, quizá tan solo por vigilar las calles, que, por primera vez en casi diez años, estaban desiertas.
En la casa de los Rivas, había una ambulancia y otras dos patrullas, pero el escenario era infinitamente más desalentador aquí. Perla, una mujer muy agradable, buena cocinera y persona en general, lloraba a gritos, desconsolada. Frenamos y bajamos del auto espantados, aunque no nos alejamos de las puertas. Éramos amigos, pero incluso así temimos lo que hubiera pasado. Fue horrible: sus dos hijos habían muerto en su habitación. No averiguamos cómo, pero las manchas de sangre en los edredones que los cubrían cuando los paramédicos los sacaban se quedaron en mi memoria desde entonces. Me preocupaba que mis hijos vieran eso, por lo que me cercioré de que siguieran dormidos y proseguimos camino.
La cosa se volvió preocupante cuando vimos las sirenas encendidas al otro lado de la acequia a una cuadra de la carretera a la nuestra. No alcanzamos a ver nada, pero el ambiente era tenso, lúgubre. Estaban sacando algo del agua, y la figura era pequeña. Una camioneta municipal pasó por un lado de nosotros con las torretas encendidas.
«¿Qué está pasando ahí, oficial?», quiso saber mi mujer. «Hay toque de queda, seño. Desde las ocho de la noche, ya se reportaron siete niños y tres adultos desaparecidos, y ahora hay víctimas mortales en cuatro casos. ¿Hay niños con ustedes?»
Mi esposa y yo intercambiamos miradas y volvimos las cabezas para ver a mis chiquillos, aún dormidos. Estábamos atónitos. Mi esposa asintió.
«Cierren sus puertas con llave. No salgan por el resto de la noche, que hay un loco suelto.»
El pánico nos entró y circulamos sin detenernos más hacia la casa. Bajé parsimonioso para abrir las barandas…, y todo cobró sentido.
Mi esposa sonó la bocina a verme inmóvil ahí. Al no moverme, bajó del auto y se me acercó por detrás y vio lo que yo: mi adorno ahora estaba cubierto de sangre y la jofaina seguía medio llena de dulces, aunque también estaban manchados de sangre. La cadena y el candado habían desaparecido. Habían agregado más líneas en rojo.

«TOME UNO.
¡QUE TOME UNO SOLAMENTE, DEMONIOS! ¡QUEDAN ADVERTIDOS!
VAN 1… VAN 2… VAN 3… VAN 4… VAN 5… VAN 6… VAN 7… VAN 8… VAN 9… VAN 10… VAN 11… VAN 12… VAN 13… VAN 14… VAN 15… VAN 16…»​

Y bueno, pasaron los años. Sobra agregar que el conteo finalizó en diez muertos y seis desaparecidos, aunque me consta que los desaparecidos no se van a encontrar con vida.
Las cosas cambiaron en el vecindario después de eso. El «día de brujas» ya no se celebra. Aún se dan dulces en el centro comercial, pero los niños que van ahí son muy pocos, y ya no circulan por las calles en grandes volúmenes. Varias de las familias afectadas dejaron la colonia y nunca regresaron. Los que se quedaron, se volvieron sombríos y taciturnos, y con mucha razón. Esa noche se perdieron hijos, esposos, esposas…
Limpié el adorno de la sangre y lo guardé en el desván. Me preocupó lo que iba a hacer con él, porque mis hijos también tomaron dulces de la jofaina después de que la coloqué. Me atemoriza la idea de que, si me deshago de él, le pueda hacer algo a mis pequeñines, pero también me atemoriza pensar que está ahí en mi desván aún, acumulando polvo, pudriéndose, silencioso y oscuro, amenazando con su secreto a mi familia.
Si alguien sabe qué puedo hacer con él, pido por favor que me digan a través de este medio.
Yo tampoco celebro día de brujas más, pero para aquellos de ustedes que sí, felices fiestas y, por favor, cuiden muchos a sus diablitos y brujitas… y dónde meten las manos.