Queridos amigos, quería contaros lo que viví hace ahora 20 años. En 1997, con otros tres amigos, cuando me fui de vacaciones a Puerto Rico. Estando allí decidimos ir de excursión al Yunque, una selva tropical en una montaña a la que los boricuas precolombinos consideraban una divinidad. La simpática recepcionista del hotel en el que nos hospedábamos nos contó lo que se rumoreaba entre los entonces pobladores de la región.
Nos contó la leyenda del Chupacabras; que nos provocó risas. Nosotros nos sentíamos por encima del bien y del mal, estábamos protegidos por un escepticismo racional, que enseguida nos hizo entender que seguramente los animales muertos con orificios en el cuello eran mordidos por algún tipo de murciélago, y que la gente que creía haber visto al Chupacabras sólo había visto dos luciérnagas, que confundieron con dos ojos.
También nos dijo que en el Yunque los extraterrestres tenían su cuartel general del planeta Tierra. Para nosotros fue el ron, la famosa bebida del Caribe, quien provocó que algún que otro desdichado creyeran haber visto a los marcianos.
Por último, nos rogó encarecidamente que si escuchábamos tambores lejanos en la Selva, que corrieramos, en cualquier dirección, y por separado; así, probablemente, alguno de nosotros se salvaría.
Tengo que reconocer que si el Chupacabras y los extraterrestres no nos preocupaban lo más mínimo, un grupo de locos con tambores y cuchillos, haciendo sacrificios y asesinatos rituales, eso sí era motivo de preocupación. Eso sí, leve preocupación, tan es así que decidimos no suspender nuestra excursión.
Dejamos el coche al final de un camino, lo más cerca posible a un riachuelo del que nos habían hablado. Fue un día genial, realmente impresionante la experiencia que vivimos, la suerte que tuvimos al poder disfrutar de los colores y los sonidos de la naturaleza tropical más pura, mil tipos de aves, graznidos, mil tipos de verdes, de plantas... Como todo lo bueno se acaba, llegó la hora de volver. El camino de vuelta, hasta el coche lo hicimos rápido, casi corriendo, ya que estaba anocheciendo, y nos preocupaba quedarnos sin luz. La sorpresa fue cuando llegamos al coche.
Las cuatro ruedas estaban rajadas. No había cosas de mucho valor dentro del vehículo, pero éstas estaban intactas, a pesar de haber dejado las ventanillas de las puertas sin cerrar (ya digo que creíamos estar a muchos kilómetros de cualquier otro ser humano). No nos habían robado nada. ¿Por qué habían inutilizado el coche? ¿Quién podría haberlo hecho? ¿Por qué no quería que nos fuéramos a casa? Nos acordamos de las advertencias que nos hicieron la tarde anterior. No pasa nada, reconocimos estar nerviosos, intentaríamos no discutir. Teníamos un teléfono móvil, de los que había en esa época, es decir, del tamaño de un ladrillo y una batería brutal. Cuando marcamos cualquier número (policía, emergencias, embajada…) después de dos tonos, sólo es escuchaba una respiración, una fuerte y jadeante respiración. Era frustrante.
Os he contado que éramos cuatro amigos. Decidimos dividirnos, dos irían a pedir ayuda y otros dos se quedarían en el coche; como comprenderéis ninguno queríamos quedarnos, así sería la suerte de los dados quien hablaría. Yo fui uno de los dos que se tendrían que quedar.
Después de unas larguísimas horas de espera, bajo la única luz de las estrellas, de repente, sentimos un frío polar que nos hizo estremecer. Sin mediar palabra, con una fugaz mirada como diálogo y deliberación, mi amigo y yo acordamos escondernos, intentando no hacer ruido. Creo que fue instinto de conservación de la especie, o supervivencia. Habían pasado pocos segundos, nos habíamos alejado pocos metros de coche, cuando el fuerte sonido de una respiración jadeante acaparó nuestra atención. Intentando no hacer nada de ruido nos quedamos quietos, nos agachamos y miramos atrás para ver qué pasaba; confiábamos en que un manto de oscuridad nos protegiera. Por increíble que parezca, nos vimos envueltos en un silencio ensordecedor. Silencio. Silencio y frío. Sin luz.
Lo que vimos fue aterrador. Era un monstruo. Tenía apariencia de ser humano, eso sí, muy alto, de unos dos metros y medio y unos brazos muy largos. Muy elegantemente vestido, con traje oscuro, camisa blanca y un pañuelo rojo,
Slender
su rostro no tenía rasgos, no tenía boca, ni nariz, ni orejas. Tenía ojos, ojos verdes, que resplandecían es la oscuridad como dos linternas. No tenía párpados ni cejas. Sentir la presencia de ese ser, y verle tan de cerca fue sencillamente espeluznante. No fue fruto de mi imaginación, Creepysta no existía, la leyenda del Slenderman tampoco.
Imagina que sientes frío en los huesos. Que tus oídos no escuchan nada, pero tu cerebro escucha una fuerte respiración. Y que la única luz es el mal.
El monstruo reparó en nuestra presencia. Clavó su mirada en mi amigo, que inmediatamente quedó paralizado. Pocos segundos después, alargó los brazos, que eran elásticos como gomas. Cuando éstos estaban a pocos centímetros de la cara de mi amigo…
Cuando esos brazos estaban a pocos centímetros de la cara de tu amigo te das cuenta de que no tienes miedo. Si el miedo es creer que va a pasar algo malo, dejas de tener miedo. Sabes que va a pasar algo malo. Aparece la resignación. ¡Qué pena, me gustaba la vida! Sólo esperas que sea lo que sea lo que van a hacer con tu cuerpo, que sea rápido. Bueno, también deseas que tu alma no sufra eternamente. Cuando esos brazos estaban a pocos centímetros de la cara de tu amigo todo es silencio, frío y oscuridad.
Sin darme cuenta dirigí mi mano a una pequeña cruz de madera que yo llevaba colgada del cuello. El ser volvió sus brazos a su posición natural, si es que ese bicho es hijo de la Naturaleza, y desapareció. Desapareció. Desapareció y con él el frío tan estremecedor.
Poco después llegaron los otros dos amigos, con una grúa que llevaría el coche a un taller. Les conté lo ocurrido, no me creyeron. Mi amigo, el que estuvo conmigo, no pudo ratificar mi historia. Porque no ha vuelto a hablar, ni a reír, ni a llorar, ni a sentir. Desde entonces está en estado de shock permanente, vegetativo, con la misma expresión facial que tenía cuando esas dos pupilas verdes se clavaron como estacas en las suyas, estacas asesinas. Su madre me pregunta, culpándome, que he hecho a su hijo. Sólo encuentra alivio a su dolor reprochándome que yo viviera para contarlo.
Puedo deciros que el monstruo ese es real. No sé si es la reencarnación del Conde de Saint Germain, si es Cartaphilus, o si es el hijo de Satanás que ha venido a la tierra para, desobedeciendo las leyes de la Naturaleza, sembrar el miedo, la desesperación y el mal en la tierra.
A los que lean esto, por favor, tened cuidado.
Nos contó la leyenda del Chupacabras; que nos provocó risas. Nosotros nos sentíamos por encima del bien y del mal, estábamos protegidos por un escepticismo racional, que enseguida nos hizo entender que seguramente los animales muertos con orificios en el cuello eran mordidos por algún tipo de murciélago, y que la gente que creía haber visto al Chupacabras sólo había visto dos luciérnagas, que confundieron con dos ojos.
También nos dijo que en el Yunque los extraterrestres tenían su cuartel general del planeta Tierra. Para nosotros fue el ron, la famosa bebida del Caribe, quien provocó que algún que otro desdichado creyeran haber visto a los marcianos.
Por último, nos rogó encarecidamente que si escuchábamos tambores lejanos en la Selva, que corrieramos, en cualquier dirección, y por separado; así, probablemente, alguno de nosotros se salvaría.
Tengo que reconocer que si el Chupacabras y los extraterrestres no nos preocupaban lo más mínimo, un grupo de locos con tambores y cuchillos, haciendo sacrificios y asesinatos rituales, eso sí era motivo de preocupación. Eso sí, leve preocupación, tan es así que decidimos no suspender nuestra excursión.
Dejamos el coche al final de un camino, lo más cerca posible a un riachuelo del que nos habían hablado. Fue un día genial, realmente impresionante la experiencia que vivimos, la suerte que tuvimos al poder disfrutar de los colores y los sonidos de la naturaleza tropical más pura, mil tipos de aves, graznidos, mil tipos de verdes, de plantas... Como todo lo bueno se acaba, llegó la hora de volver. El camino de vuelta, hasta el coche lo hicimos rápido, casi corriendo, ya que estaba anocheciendo, y nos preocupaba quedarnos sin luz. La sorpresa fue cuando llegamos al coche.
Las cuatro ruedas estaban rajadas. No había cosas de mucho valor dentro del vehículo, pero éstas estaban intactas, a pesar de haber dejado las ventanillas de las puertas sin cerrar (ya digo que creíamos estar a muchos kilómetros de cualquier otro ser humano). No nos habían robado nada. ¿Por qué habían inutilizado el coche? ¿Quién podría haberlo hecho? ¿Por qué no quería que nos fuéramos a casa? Nos acordamos de las advertencias que nos hicieron la tarde anterior. No pasa nada, reconocimos estar nerviosos, intentaríamos no discutir. Teníamos un teléfono móvil, de los que había en esa época, es decir, del tamaño de un ladrillo y una batería brutal. Cuando marcamos cualquier número (policía, emergencias, embajada…) después de dos tonos, sólo es escuchaba una respiración, una fuerte y jadeante respiración. Era frustrante.
Os he contado que éramos cuatro amigos. Decidimos dividirnos, dos irían a pedir ayuda y otros dos se quedarían en el coche; como comprenderéis ninguno queríamos quedarnos, así sería la suerte de los dados quien hablaría. Yo fui uno de los dos que se tendrían que quedar.
Después de unas larguísimas horas de espera, bajo la única luz de las estrellas, de repente, sentimos un frío polar que nos hizo estremecer. Sin mediar palabra, con una fugaz mirada como diálogo y deliberación, mi amigo y yo acordamos escondernos, intentando no hacer ruido. Creo que fue instinto de conservación de la especie, o supervivencia. Habían pasado pocos segundos, nos habíamos alejado pocos metros de coche, cuando el fuerte sonido de una respiración jadeante acaparó nuestra atención. Intentando no hacer nada de ruido nos quedamos quietos, nos agachamos y miramos atrás para ver qué pasaba; confiábamos en que un manto de oscuridad nos protegiera. Por increíble que parezca, nos vimos envueltos en un silencio ensordecedor. Silencio. Silencio y frío. Sin luz.
Lo que vimos fue aterrador. Era un monstruo. Tenía apariencia de ser humano, eso sí, muy alto, de unos dos metros y medio y unos brazos muy largos. Muy elegantemente vestido, con traje oscuro, camisa blanca y un pañuelo rojo,
Slender
su rostro no tenía rasgos, no tenía boca, ni nariz, ni orejas. Tenía ojos, ojos verdes, que resplandecían es la oscuridad como dos linternas. No tenía párpados ni cejas. Sentir la presencia de ese ser, y verle tan de cerca fue sencillamente espeluznante. No fue fruto de mi imaginación, Creepysta no existía, la leyenda del Slenderman tampoco.
Imagina que sientes frío en los huesos. Que tus oídos no escuchan nada, pero tu cerebro escucha una fuerte respiración. Y que la única luz es el mal.
El monstruo reparó en nuestra presencia. Clavó su mirada en mi amigo, que inmediatamente quedó paralizado. Pocos segundos después, alargó los brazos, que eran elásticos como gomas. Cuando éstos estaban a pocos centímetros de la cara de mi amigo…
Cuando esos brazos estaban a pocos centímetros de la cara de tu amigo te das cuenta de que no tienes miedo. Si el miedo es creer que va a pasar algo malo, dejas de tener miedo. Sabes que va a pasar algo malo. Aparece la resignación. ¡Qué pena, me gustaba la vida! Sólo esperas que sea lo que sea lo que van a hacer con tu cuerpo, que sea rápido. Bueno, también deseas que tu alma no sufra eternamente. Cuando esos brazos estaban a pocos centímetros de la cara de tu amigo todo es silencio, frío y oscuridad.
Sin darme cuenta dirigí mi mano a una pequeña cruz de madera que yo llevaba colgada del cuello. El ser volvió sus brazos a su posición natural, si es que ese bicho es hijo de la Naturaleza, y desapareció. Desapareció. Desapareció y con él el frío tan estremecedor.
Poco después llegaron los otros dos amigos, con una grúa que llevaría el coche a un taller. Les conté lo ocurrido, no me creyeron. Mi amigo, el que estuvo conmigo, no pudo ratificar mi historia. Porque no ha vuelto a hablar, ni a reír, ni a llorar, ni a sentir. Desde entonces está en estado de shock permanente, vegetativo, con la misma expresión facial que tenía cuando esas dos pupilas verdes se clavaron como estacas en las suyas, estacas asesinas. Su madre me pregunta, culpándome, que he hecho a su hijo. Sólo encuentra alivio a su dolor reprochándome que yo viviera para contarlo.
Puedo deciros que el monstruo ese es real. No sé si es la reencarnación del Conde de Saint Germain, si es Cartaphilus, o si es el hijo de Satanás que ha venido a la tierra para, desobedeciendo las leyes de la Naturaleza, sembrar el miedo, la desesperación y el mal en la tierra.
A los que lean esto, por favor, tened cuidado.