Perderme en mis pensamientos siempre ha funcionado para establecer una conexión conmigo mismo. Jamás he sido un chico triste o asustadizo y, en cambio, me aterra la idea de mi propia decadencia. Desde que valoro el hecho de estar vivo he visto a los adultos mayores desde una perspectiva desoladora.
No soporto la idea de llegar a la vejez y depender de alguien que no sea yo; de no ser capaz de disfrutar con la misma facilidad las cosas que hago hoy. No quiero ser rehén de mi propia biología. Se dice que esto empieza a suceder a partir de los 75 años. Aún así, no soy lo suficientemente valiente para hacer algo en contra de mí mismo y evitarlo, si saben a lo que me refiero.
Mi vida introvertida me ha llevado a un profundo estado de análisis constante acerca de todo lo que me rodea, pero lo que más disfruto explorar es mi propia existencia. Creo en las estadísticas y en las coincidencias más coherentes, pero, por alguna razón dentro de mí, hay un sentimiento que me dice que haber nacido el primero de enero no es simple probabilidad. Si bien no creo ser alguien tan especial, nacer el mismo día en que los humanos celebramos el final de otra vuelta al sol le parece a mi consciencia algo digno de estudio.
Cósmicamente no hay una razón por la que esta fecha sea el parteaguas entre un periodo anual y otro. No ocurre nada importante en el sistema solar; sencillamente se debe al dictamen de otro ser humano que había sido establecido hace poco más de medio milenio. O, bueno, eso creía yo. Lo creímos todos. Creímos saber la razón del punto de inicio del calendario gregoriano, hasta que, en cierto punto del día, cuando el mundo se encontraba preparando los rituales propios de sus creencias para recibir el 1 de enero, esa cosa rompió el cielo, tal como lo hace una piedra al caer sobre un trozo de papel húmedo.
Se abrió un hueco entre nuestra realidad. No se parecía en nada a la imagen del dios bondadoso que creamos hace tanto tiempo. Aquello que nos visitó era de un color tan oscuro que superaba incluso a la negrura del vacío estelar. Sin embargo, se distinguía gracias a una piel agrietada que parecía una coraza de avena desprendiéndose, parecida a un cuerpo humano hecho de arcilla, sin rasgos distintivos más allá de su estructura.
No tenía cara ni boca visibles, y aún así, habló. Todos escucharon, en sus respectivos idiomas, una voz carente de sensibilidad, ideal para la frase que emitiría cuando se materializó su portador: «Fin del camino. No escaparon a tiempo».
Sentí como si mi corazón hubiera colapsado dentro de sí mismo. Estábamos siendo notificados acerca del desaprovechamiento del tiempo que nos fue otorgado para prevalecer como especie; el mundo entendió que la desaparición del calendario juliano en 1582 fue el inicio del reloj que delimitaría los días para ejecutar nuestra inteligencia colectiva para sobrevivir. Fueron días desperdiciados en guerras o en el derroche de actividades banales que destruyen nuestras funciones cognitivas.
Este es nuestro merecido castigo.
Acto seguido, nuestro mensajero proveniente de solo él sabrá dónde, terminó de desprender su piel agrietada sobre la humanidad que aún intentaba procesar lo sucedido, dando lugar a lo que parecía ser nieve negra que abrazaba a todo aquello que pudiera alcanzar, ocasionando todo tipo de catástrofes naturales dondequiera que se asentaba.
Fue así como recibí el mejor regalo de cumpleaños: la certeza de no despertar mañana sabiendo que, en algún momento de mi vida, me convertiré en una carga para mí mismo. Este intento de dios horripilante me ha ahorrado el tener que experimentar la vejez en mi cumpleaños setenta y cinco, justo por lo cual decidí bautizarlo con el nombre de este mismo número.
75.
No soporto la idea de llegar a la vejez y depender de alguien que no sea yo; de no ser capaz de disfrutar con la misma facilidad las cosas que hago hoy. No quiero ser rehén de mi propia biología. Se dice que esto empieza a suceder a partir de los 75 años. Aún así, no soy lo suficientemente valiente para hacer algo en contra de mí mismo y evitarlo, si saben a lo que me refiero.
Mi vida introvertida me ha llevado a un profundo estado de análisis constante acerca de todo lo que me rodea, pero lo que más disfruto explorar es mi propia existencia. Creo en las estadísticas y en las coincidencias más coherentes, pero, por alguna razón dentro de mí, hay un sentimiento que me dice que haber nacido el primero de enero no es simple probabilidad. Si bien no creo ser alguien tan especial, nacer el mismo día en que los humanos celebramos el final de otra vuelta al sol le parece a mi consciencia algo digno de estudio.
Cósmicamente no hay una razón por la que esta fecha sea el parteaguas entre un periodo anual y otro. No ocurre nada importante en el sistema solar; sencillamente se debe al dictamen de otro ser humano que había sido establecido hace poco más de medio milenio. O, bueno, eso creía yo. Lo creímos todos. Creímos saber la razón del punto de inicio del calendario gregoriano, hasta que, en cierto punto del día, cuando el mundo se encontraba preparando los rituales propios de sus creencias para recibir el 1 de enero, esa cosa rompió el cielo, tal como lo hace una piedra al caer sobre un trozo de papel húmedo.
Se abrió un hueco entre nuestra realidad. No se parecía en nada a la imagen del dios bondadoso que creamos hace tanto tiempo. Aquello que nos visitó era de un color tan oscuro que superaba incluso a la negrura del vacío estelar. Sin embargo, se distinguía gracias a una piel agrietada que parecía una coraza de avena desprendiéndose, parecida a un cuerpo humano hecho de arcilla, sin rasgos distintivos más allá de su estructura.
No tenía cara ni boca visibles, y aún así, habló. Todos escucharon, en sus respectivos idiomas, una voz carente de sensibilidad, ideal para la frase que emitiría cuando se materializó su portador: «Fin del camino. No escaparon a tiempo».
Sentí como si mi corazón hubiera colapsado dentro de sí mismo. Estábamos siendo notificados acerca del desaprovechamiento del tiempo que nos fue otorgado para prevalecer como especie; el mundo entendió que la desaparición del calendario juliano en 1582 fue el inicio del reloj que delimitaría los días para ejecutar nuestra inteligencia colectiva para sobrevivir. Fueron días desperdiciados en guerras o en el derroche de actividades banales que destruyen nuestras funciones cognitivas.
Este es nuestro merecido castigo.
Acto seguido, nuestro mensajero proveniente de solo él sabrá dónde, terminó de desprender su piel agrietada sobre la humanidad que aún intentaba procesar lo sucedido, dando lugar a lo que parecía ser nieve negra que abrazaba a todo aquello que pudiera alcanzar, ocasionando todo tipo de catástrofes naturales dondequiera que se asentaba.
Fue así como recibí el mejor regalo de cumpleaños: la certeza de no despertar mañana sabiendo que, en algún momento de mi vida, me convertiré en una carga para mí mismo. Este intento de dios horripilante me ha ahorrado el tener que experimentar la vejez en mi cumpleaños setenta y cinco, justo por lo cual decidí bautizarlo con el nombre de este mismo número.
75.