El dolor de cabeza es intenso, no es una simple migraña, es como si alguien te serruchara el cráneo, siempre que esta tortura se instala en mi cabeza, sé lo que sucederá a continuación:
Empiezan las terribles náuseas, el líquido vomitivo que recorre mi garganta de adentro hacia afuera me quema las paredes de mi faringe, observo lo que sale desde el fondo de mi estómago, su color es negro y huele a podrido, aunque confieso que vomitar me alivia un poco.
Los músculos de todo mi cuerpo se ponen rígidos, el movimiento de mis articulaciones es imposible, en mi cerebro se gesta una dualidad mental, pensamientos insanos se me proyectan. Si les describiera lo que veo, sería falto de credibilidad, lo resumiré diciendo que siento que doy un vistazo al infierno.
Y en medio de ese dolor de cabeza, de esa rigidez corporal, de ese bombardeo visual en mi mente, aparecen voces, timbres gruesos y aterradores me hablan en lenguas que no entiendo, risas y burlas. Mi piel arde cuando ellos hablan, creo que escriben lo que dicen sobre mi piel, he escuchado al padre de la iglesia decir que es arameo antiguo.
A veces por accidente me he visto en el espejo de mi cuarto cuando esto pasa, no me reconozco, no soy yo, mis facciones son deformadas y adquieren momentáneamente una apariencia monstruosa, mis ojos han perdido todo rastro de humanidad, y grito. No siempre grito de dolor, es para pedir ayuda, es un llamado desesperado para que alguien me socorra.
A partir de ahí, desaparezco, no recuerdo qué sucede conmigo después, solo vago entre tinieblas, camino entre sombras, no puedo escuchar ni mi voz, me alumbran relámpagos y rayos a la distancia. Cuando un relámpago es muy fuerte, su luminosidad me devuelve a mi realidad.
Y estoy ahí de vuelta, recostada sobre mi cama, atada de pies y manos, sudando frío y con el sabor a podrido en mi paladar. Regreso completamente confundida, miro a la distancia a mis padres y en sus rostros veo terror y angustia. Más cerca de mí, a un costado de mi cama, está el párroco de la iglesia, me pregunta si creo y acepto a Dios en todos los actos de mi vida. Estoy demasiado confundida como para responder, por lo que solo lloro y les pido que me ayuden, les grito a mis padres que me salven.
Pero mi lucidez a veces dura poco, se repite el ciclo, y vuelvo a caer en tinieblas, pero esta vez me llevo una pregunta a mi paseo en la oscuridad: ¿Qué pasaría si le dijera al cura que acepto a Dios?
Empiezan las terribles náuseas, el líquido vomitivo que recorre mi garganta de adentro hacia afuera me quema las paredes de mi faringe, observo lo que sale desde el fondo de mi estómago, su color es negro y huele a podrido, aunque confieso que vomitar me alivia un poco.
Los músculos de todo mi cuerpo se ponen rígidos, el movimiento de mis articulaciones es imposible, en mi cerebro se gesta una dualidad mental, pensamientos insanos se me proyectan. Si les describiera lo que veo, sería falto de credibilidad, lo resumiré diciendo que siento que doy un vistazo al infierno.
Y en medio de ese dolor de cabeza, de esa rigidez corporal, de ese bombardeo visual en mi mente, aparecen voces, timbres gruesos y aterradores me hablan en lenguas que no entiendo, risas y burlas. Mi piel arde cuando ellos hablan, creo que escriben lo que dicen sobre mi piel, he escuchado al padre de la iglesia decir que es arameo antiguo.
A veces por accidente me he visto en el espejo de mi cuarto cuando esto pasa, no me reconozco, no soy yo, mis facciones son deformadas y adquieren momentáneamente una apariencia monstruosa, mis ojos han perdido todo rastro de humanidad, y grito. No siempre grito de dolor, es para pedir ayuda, es un llamado desesperado para que alguien me socorra.
A partir de ahí, desaparezco, no recuerdo qué sucede conmigo después, solo vago entre tinieblas, camino entre sombras, no puedo escuchar ni mi voz, me alumbran relámpagos y rayos a la distancia. Cuando un relámpago es muy fuerte, su luminosidad me devuelve a mi realidad.
Y estoy ahí de vuelta, recostada sobre mi cama, atada de pies y manos, sudando frío y con el sabor a podrido en mi paladar. Regreso completamente confundida, miro a la distancia a mis padres y en sus rostros veo terror y angustia. Más cerca de mí, a un costado de mi cama, está el párroco de la iglesia, me pregunta si creo y acepto a Dios en todos los actos de mi vida. Estoy demasiado confundida como para responder, por lo que solo lloro y les pido que me ayuden, les grito a mis padres que me salven.
Pero mi lucidez a veces dura poco, se repite el ciclo, y vuelvo a caer en tinieblas, pero esta vez me llevo una pregunta a mi paseo en la oscuridad: ¿Qué pasaría si le dijera al cura que acepto a Dios?