Que siente una persona poseída

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Jinete Volad@r
Miron
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En primer lugar hay que definir a qué nos referimos cuando hablamos de posesión: ingreso, alojamiento y control del cuerpo y la mente del sujeto por parte de un demonio o un espíritu. Si bien la idea es tan universal como antigua, existen muchos tipos diferentes de posesión; algunos, ni siquiera malignos.

Occidente, cuyo pensamiento está estrechamente ligado al mito judeocristiano, asocia la idea de posesión con lo demoníaco, o al menos con influencias negativas.

Esto no es así en todas las culturas.

Desde siempre —y aún hoy— se creyó que los dioses pueden interferir en la vida de los hombres. El rezo es una manifestación de esa filosofía. Rezamos porque creemos que Dios, bajo cualquiera de sus formas, puede interferir directamente en nuestras vidas. Lo mismo ocurre con la posesión, salvo que aquí la interferencia no es beneficiosa ni altera la realidad exterior del sujeto.

Es el individuo mismo quien se ve interferido por una entidad foránea que lo obliga a cometer ciertos actos, asumir ciertos hábitos y costumbres.

Si bien la posesión es considerada como algo indeseable, muchas tradiciones la asumen como un favor divino: shamanes, médiums y profetas se han jactado de ser vehículos momentáneos de las fuerzas primordiales.

En cualquier caso, la mayoría de las posesiones son temporales, con excepción de las que involucran la presencia de una criatura no humana; es decir, un demonio.

Todos conocen el mito bíblico de Jesús expulsando a los espíritus impuros, autoproclamados legión. De hecho, el Nuevo Testamento suscribe la opinión de que los demonios son, contrariamente a lo que ocurre en los mitos hebreos tradicionales, aquellos ángeles caídos expulsados tras la derrota de Lucifer.

Pero también los hay de un orden menor, por ejemplo, los Nephilim, híbridos blasfemos producto de la Segunda Guerra de los Ángeles descrita en El libro de Enoc.

Sea cual sea el origen de la posesión, la teología judeocristiana afirma que procede del demonio, capaz de poseer no solo a los tontos, sino también a los santos y los inocentes.

En la Edad Media, la posesión demoníaca se convirtió en un asunto de enorme importancia para la iglesia. Cualquiera que manifestara signos de un comportamiento inusual, o rasgos de una personalidad extraña, rápidamente era diagnosticado como poseído por el diablo; y en consecuencia se lo sometía al ritual de exorcismo.

Ya con el establecimiento de la Inquisición, se consolidaron distintos tipos de posesión. El diablo ya no operaba libremente en el mundo, requería en cambio la ayuda de la brujería para concretar sus oscuros designios.

Y fueron las brujas las que pagaron el precio de esta nueva visión: se las acusó de facilitar el acceso de los demonios al cuerpo de ciertas personas mediante la magia negra.

Ahora bien, pasemos a la sintomatología de la persona poseída.

La opinión más generalizada al respecto es que los demonios presionan sobre las debilidades de la personalidad que poseen. Son incapaces de instalar sus propios deseos, si estos son contrarios a los del anfitrión. En todo caso, aprovechan los impulsos que ya existen en él, siquiera de forma latente, y poco a poco los conducen a la superficie de la conciencia.

La lujuria, la avaricia, la ira, y el resto de los pecados capitales son algo así como la puerta de entrada para la posesión demoníaca. Es decir, al cultivar esos hábitos el sujeto realiza una especie de eucaristía con el mal, permitiéndole el ingreso a su cuerpo.

Incluso algunas comidas pueden ser el primer paso para la posesión demoníaca. En este contexto, las manzanas son las que mayores propabilidades tienen de ser poseídas por espíritus impuros; quizás como recordatorio de la historia de Adán, Eva y una manzana que no fue tal en realidad.

En 1585, por ejemplo, en Annecy, Francia, se efectuó un exorcismo masivo a toda la cosecha de manzanas para prevenir inoportunas posesiones demoníacas entre los consumidores. Las manzanas poseídas, por llamarlas de algún modo, mostraban una rara protuberancia en forma de nariz. Fueron arrojadas al río. Probablemente el grito de los hambrientos fue confundido con reproches del maligno.

Los rituales de exorcismo se practican desde la más insondable antigüedad, sin embargo, recién en 1614 la iglesia estableció el Rituale Romanum, una serie de procedimientos de rutina para tratar todo tipo de posesiones.

Si bien el texto a sufrido numerosas revisiones a lo largo del tiempo, en esencia sigue siendo el mismo: describe las oraciones y prácticas que el sacerdote debe realizar para salvar el alma de la persona poseída.

Cualquier hombre bautizado puede practicar un exorcismo, aunque estos casos son realmente extraños. La mayoría de las veces el rito es oficiado por un sacerdote con una larga trayectoria dentro del exorcismo, habida cuenta de las complicaciones que pueden surgir, como en los casos de Robbie Mannheim y Anneliese Michel, por ejemplo.

Actualmente las causas que justifican un exorcismo han cambiado.

Si antes los pecados capitales eran una especie de llamada o de invitación a las potencias infernales, hoy en día se considera que el mismo resultado indeseable puede obtenerse a través de la práctica de la magia negra, o bien manipulando fuerzas que no deben ser perturbadas, por ejemplo, a través del Tablero Ouija, las Mesas Parlantes o el Juego de la Copa.

Ahora tratemos de responder la pregunta que planteábamos al comienzo del artículo: ¿qué siente una persona poseída? Es decir, cuáles son los síntomas de posesión.

La primera sensación es positiva y negativa al mismo tiempo.

Por un lado, la persona poseída siente una notable lucidez, un tipo de razonamiento claro, sin desviaciones. Por el otro, esta claridad no logra desplazarse sino que se establece en una serie de pensamientos fijos; es decir: obsesión. Una idea o un pensamiento se incrustan como una astilla en la mente del poseído. Solo puede pensar en eso, todo el tiempo, sin pausa ni respiro. A veces ni siquiera se trata de un pensamiento maligno. Con el correr de los días esto altera notablemente su comportamiento.

La persona poseída también siente que su fuerza física aumenta. No es infrecuente que incluso trate de tantear sus límites. Esta sensación alcanza picos de verdadera euforia, seguidos de breves pero violentas convulsiones.

Las obsesiones de la persona poseída continúan, y traen consigo efectos secundarios asombrosos. Rara vez ofrecen detalles voluntariamente, pero si se los obliga pueden incluso dar cuenta de hechos futuros o revelar algún tipo de información secreta.

La persona poseída no considera que está hablando en una lengua extraña, por ejemplo, o que es capaz de entender idiomas que nunca estudió. Es frecuente que la persona poseída muestre una viva repulsión por ciertas comidas, y sobre todo por objetos sagrados como cruces y medallas de santos.

Es importante aclarar que la persona poseída ignora por completo lo que le ocurre, y no es consciente de la totalidad de sus actos.

Más allá de estos síntomas, la posesión demoníaca siempre ocurre de forma progresiva:

  1. Infección: el punto de entrada donde el demonio logra acceder a la víctima y desde allí empieza a ejercer su influencia.
  2. Opresión: la víctima se debilita, física y emocionalmente. A partir de allí puede manifestar un comportamiento errático, inadecuado, tomar elecciones poco éticas o asumir hábitos inmorales. También es común que olvide cosas sencillas, como por ejemplo comer o higienizarse.
  3. Aceptación: la persona poseída empieza a desear el control de su invasor, aunque de hecho sepa perfectamente que está alterando su cuerpo y su personalidad.
Recién entonces podemos hablar de la posesión demoníaca en su estado más completo. La aceptación marca el final de la obsesión demoníaca y el inicio de la posesión propiamente dicha. Recordemos que esta no puede ocurrir sin el consentimiento, aunque sea subliminal, de la persona poseída.

Se establece, en última instancia, una especie de pacto con el diablo a nivel inconsciente.

Cuando la posesión se concreta las cosas pueden tomar dos caminos alternativos: si procede de una entidad del plano astral normalmente buscará satisfacer sus deseos y apetitos por cuestiones mundanas. Si la realiza un demonio, su propósito es conducir a la víctima al suicidio.

La posesión demoníaca se manifiesta también por rasgos externos. La apariencia y el comportamiento de la víctima cambian radicalmente. Se vuelve intérprete de fenómenos paranormales, lenguaje obsceno y explosiones de ira.

El organismo de la persona poseída, indendientemente de su consciencia, intenta expulsar al intruso a través de la orina, vómitos, sudor y esputos. Las conocidas convulsiones, contorsiones y expresiones faciales aterradoras que muestra la persona poseída no proceden del demonio ni de su consciencia: son sus músculos, su propio cuerpo, el que se resiste a ser controlado por una voluntad foránea.

Durante esta fase crítica, donde la consciencia del sujeto ya ha sido controlada por el demonio, pero no así su organismo, ocurre el llamado don de lenguas, es decir, la capacidad de hablar idiomas desconocidos, levitación y telequinesis. Algunas veces la entidad demoníaca puede ser expulsada antes de que la posesión cierre su círculo.

Otras, requiere semanas, incluso meses y años de constantes exorcismos. Una tercera posibilidad, acaso la peor, también puede presentarse, llamada transient possession, cuando la entidad invasora entra y sale del cuerpo de su víctima. Los exorcistas y sus asistentes también son proclives a ser poseídos ellos mismos durante el ritual.

Las palabras del maligno, en todo caso, son notablemente agudas, capaces de penetrar en los deseos secretos, vicios o pecados más inconfesables. Al abrir estas puertas, la mente del exorcista puede incluso desear, a nivel inconsciente, ser poseído.