Resulta muy interesante que en el siglo XX, dentro del Cristianismo y mayoritariamente en el ámbito católico, aparecieron diversos representantes de una corriente teológica que, sin pretender renegar de la fe cristiana, pusieron en tela de juicio la existencia real del Diablo y los demonios. Veamos algunos casos:
Piet Schoonenberg: En 1965 este teologo teólogo holandés hizo conocer una teología del pecado sin Satanás, en la cual afirma que, en el hombre, el mal emerge desde su interior, siendo únicamente allí donde puede producirse, pues nunca puede ser causado o suscitado externamente por ningún ser espiritual demoníaco. Hay detrás de esto una concepción radical de la libertad humana, como una libertad que se traduce en autodeterminación, cerrándose a la intervención externa, que puede meramente aumentar la probabilidad de tomar tal o cual resolución, pues no existe (salvo Dios, que no lo hará) poder externo capaz de cancelar la autonomía moral y, con ella, la responsabilidad del sujeto… Y sin embargo muchas veces el individuo se siente incapaz (aunque esto es irreal) de abandonar el pecado, pues éste, por estar vinculado a aspectos de nosotros mismos, se nos presenta como algo dotado de un poder que amenaza nuestra libertad para tomar aquellas decisiones que nos mantienen en Dios o nos acercan a Él: así, en el contexto de la percepción sobredimensionada del poder destructor del pecado, los pecados aparecen como poderes personificados a través de los demonios (Mamón, la avaricia; Asmodeo, la lujuria; Lucifer, la soberbia; etc), y el poder de estos para oprimir o poseer a las personas, no es sino una víbida representación de nuestra esclavitud con respecto al pecado, aunque erróneamente consideremos que los demonios existen de verdad.
Piet Schoonenberg: En 1965 este teologo teólogo holandés hizo conocer una teología del pecado sin Satanás, en la cual afirma que, en el hombre, el mal emerge desde su interior, siendo únicamente allí donde puede producirse, pues nunca puede ser causado o suscitado externamente por ningún ser espiritual demoníaco. Hay detrás de esto una concepción radical de la libertad humana, como una libertad que se traduce en autodeterminación, cerrándose a la intervención externa, que puede meramente aumentar la probabilidad de tomar tal o cual resolución, pues no existe (salvo Dios, que no lo hará) poder externo capaz de cancelar la autonomía moral y, con ella, la responsabilidad del sujeto… Y sin embargo muchas veces el individuo se siente incapaz (aunque esto es irreal) de abandonar el pecado, pues éste, por estar vinculado a aspectos de nosotros mismos, se nos presenta como algo dotado de un poder que amenaza nuestra libertad para tomar aquellas decisiones que nos mantienen en Dios o nos acercan a Él: así, en el contexto de la percepción sobredimensionada del poder destructor del pecado, los pecados aparecen como poderes personificados a través de los demonios (Mamón, la avaricia; Asmodeo, la lujuria; Lucifer, la soberbia; etc), y el poder de estos para oprimir o poseer a las personas, no es sino una víbida representación de nuestra esclavitud con respecto al pecado, aunque erróneamente consideremos que los demonios existen de verdad.