Otro que no fuera Obed, no se habría creído lo que le contó el viejo del demonio, pero el capitán leía en los ojos de las personas como en un libro abierto. ¡Je, je! A mí tampoco me cree nadie cuando me pongo a contarlo, y supongo que usted tampoco... aunque ahora que me fijo, tiene usted la misma mirada que el viejo Obed.» La voz del viejo se hizo aún más susurrante. Su acento era tan sincero y terrible que me estremecí, aun cuando sabía que su relato no era más que una fantasía de borracho. »Pues bien, señor; Obed se enteró de cosas de las que mucha gente no a oído hablar de la vida... ni las creería nadie si las oyera. Parece que estos canacos sacrificaban montones de muchachos y muchachas a una especie de divinidades que vivían bajo la mar, y obtenían toda clase de favores a cambio. Se reunían con aquellos seres en el islote, entre las extrañas ruinas, y parece que las imágenes monstruosas de peces-ranas estaban copiadas de aquellos seres. Seguramente eran esas bestias que salen en todos los cuentos de sirenas y cosas por el estilo. Tenían muchas ciudades en el fondo, y la propia isla había salido de las profundidades. Parece que, cuando el islote salió a la superficie, todavía quedaban algunos de estos seres vivos entre las ruinas, y los canacos se dieron cuenta de que debía haber muchos más en el fondo del océano. Conque, en cuanto se atrevieron, empezaron a hablar con ellos por señas, y llegaron finalmente a un acuerdo. »A esos seres les gustaban los sacrificios humanos. Hacía mucho habían subido también a la superficie y habían hecho sacrificios, pero finalmente habían perdido contacto con el mundo de arriba. Sabe Dios lo que harían con las víctimas; me figuro que Obed prefirió no preguntarlo. Pero a los paganos no les importaba demasiado, porque atravesaban una racha difícil y estaban desesperados. Así que, dos veces al año, entregaban cierto número de jóvenes a los seres de la mar: la noche de Walpurgis y la de Difuntos. También les daban algunas baratijas talladas que sabían hacer. A cambio, las bestias marinas se comprometían a darles grandes cantidades de pescado y ciertos objetos de oro macizo. »Pues como digo, los nativos se reunían con esos seres en el islote volcánico... Iban en canoas con las víctimas y demás, y regresaban con las joyas de oro que les entregaban. Al principio, los seres aquellos no querían ir a la isla grande, pero de pronto, un día, dijeron que sí, que querían ir. Se conoce que les apetecía mezclarse con la gente y festejar con ellos sus días señalados, la noche de Walpurgis y la de Difuntos. Como ve, podían vivir dentro o fuera del agua. O sea, que eran anfibios, como decimos nosotros. Los canacos les advirtieron que los habitantes de las demás islas los matarían si se enteraban de que estaban allí, pero ellos dijeron que no se preocuparan, que tenían poderes suficientes para destruir a toda la raza humana, menos a los que tenían no sé qué señales o signos de los que ellos llamaban 'Primordiales'. Pero como no querían líos, se ocultaban cuando alguien visitaba la isla. »Cuando les llegó la época de celo a aquellos seres con pinta de sapo, los canacos pusieron reparos, pero entonces se enteraron de algo que les hizo cambiar de opinión. A lo que parece, los seres humanos tenemos como cierto parentesco con estas bestias marinas, porque todas las formas de vida han salido del agua y sólo necesitan un pequeño cambio para volver a ella otra vez. Las criaturas aquellas dijeron a los canacos que si se mezclaban sus sangres, nacerían hijos de apariencia humana al principio, pero que después se irían pareciendo a ellos cada vez más, hasta que finalmente regresarían al agua para reunirse con los enjambres de seres que bullen en los abismos del agua. Y aquí viene lo importante, joven: que cuando se volvieran peces-sapos como ellos y regresaran al agua, no morirían ya jamás. Esas bestias no mueren nunca, excepto si se las mata de forma violenta. »Pues bien, señor; para cuando Obed conoció a los isleños, ya les corría por las venas mucha sangre de pez que les venía de las bestias. Cuando envejecían y empezaba a notárseles, no tenían más remedio que esconderse hasta que les venían ganas de irse a la mar. Algunos tenían más sangre de bestia que otros, y también se daba el caso del que no llegaba a cambiar lo suficiente para vivir en el fondo; pero en fin, casi todos se convertían en monstruos como ya se les había advertido. Los que se parecían más a ellos de nacimiento se iban antes; los que nacían más humanos, vivían en la isla, a veces hasta pasados los setenta años, aunque bajaban a menudo al fondo de la mar para ensayar a ver. Y los que se habían ido ya, volvían como de visita, de manera que a veces un hombre podía charlar con el tatarabuelo de su tatarabuelo, que había regresado a las aguas doscientos años antes o así. »Ya nadie pensaba en morir... salvo en lucha con los de otras islas, o si los sacrificaban a los dioses marinos, o si los mordía una serpiente, o también si cogían una enfermedad antes de regresar a las aguas. Sencillamente, se pasaban la vida esperando que les viniese el cambio, que ya se habían acostumbrado a él y no les parecía tan horrible. Pensaban que la transformación valía la pena, y me figuro que Obed pensaría lo mismo cuando meditó lo que le había contado el viejo Walakea. Sin embargo, Walakea era uno de los pocos que no tenía mezcla de sangre en las venas. Era de la familia real, y sólo se casaban con los de las familias reales de otras islas. »Walakea le enseñó a Obed una gran cantidad de ritos y conjuros relacionados con aquellas bestias marinas, y le mostró algunos hombres que ya estaban muy a medio convertir, pero jamás le permitió ver a ninguno completamente transformado. Por último, le dio un chisme bastante raro de plomo o algo parecido, y le dijo que atraía a los famosos peces-ranas en cualquier lugar del agua, siempre que hubiese un nido de ellos abajo. Lo único que tenía que hacer era echar aquel chisme al agua y recitar correctamente las plegarias y demás. Walakea le dijo que los peces-ranas estaban diseminados por todo el mundo, de manera que se podía encontrar un nido y llamarlos con toda facilidad. »A Matt no le gustaba nada el asunto y le pidió a Obed que se mantuviese alejado de la isla, pero el capitán estaba ansioso por ganar dinero, y tan baratos encontró aquellos objetos de oro, que acabaron siendo su especialidad. Las cosas continuaron de esta manera durante unos años, hasta que Obed sacó el oro suficiente para poner en marcha la refinería en el edificio de una vieja fábrica de Waite. No vendía las joyas tal como le venían a las manos porque la gente habría hecho demasiadas preguntas. Pero a veces, alguno de su tripulación robaba alguna que otra pieza y la vendía por su cuenta. Otras veces, Obed permitía que las mujeres de su familia se adornaran con ellas, como hacen todas las mujeres del mundo. »Pues bien, hacia el año treinta y ocho -tenía yo entonces siete años-, Obed se encontró con que los isleños habían desaparecido. Parece ser que los de las otras islas habían oído contar lo que pasaba, y decidieron cortar por lo sano. Para mí que debían tener algunos de esos viejos símbolos mágicos que, como decían los monstruos marinos, eran lo único que les asustaba. Ya se sabe que los canacos son unos linces, y no le quiero decir, si ven aparecer de pronto una isla con ruinas más antiguas que el diluvio, lo que tardan en ir a ver de qué se trata. El caso es que no dejaron títere con cabeza, ni en la isla grande ni en el islote volcánico, salvo las ruinas, que eran demasiado grandes para derribarlas. En determinados lugares dejaron unas piedras pequeñas como talismanes que llevaban grabado encima un signo de esos que llaman ahora la svástica. Debían de ser símbolos de los Primordiales. En resumen: que lo destruyeron todo, que no dejaron ni rastro de aquellos objetos de oro, y que ningún canaco de los alrededores quería decir después ni una palabra del asunto. Incluso juraban que nunca había vivido nadie en aquella isla. »Naturalmente, a Obed le sentó muy mal, porque para él suponía el fin de su negocio. Todo Innsmouth sufrió las consecuencias también, porque en aquellos tiempos, lo que beneficiaba al armador beneficiaba al mismo tiempo a la población. La mayoría de las gentes de por aquí tomó las cosas con resignación; pero estaban arruinados, porque la pesca se agotaba y ninguna de las fábricas marchaba bien. »Entonces Obed empezó a maldecir a las gentes por pasarse la vida rezando estúpidamente al Dios de los cristianos, que no servía para nada. Les dijo que él conocía otros pueblos que rezaban a ciertos dioses que concedían de verdad lo que se les pedía, y dijo que si conseguía un puñado de hombres decididos a secundarle, él se las apañaría para encontrar la protección de esos poderes capaces de proporcionarles abundante pesca y también algo de oro. Naturalmente, los marineros del Sumatra Queen, que habían estado en la isla, comprendieron en seguida lo que quería decir, y a ninguno le hizo mucha gracia tener que arrimarse a los monstruos marinos; pero había muchos que no sabían nada de aquello y les hizo mucha impresión lo que Obed dijo de estos dioses nuevos (o viejos, según se mire), y empezaron a preguntarle cosas sobre esa religión que tanto prometía.» Aquí el anciano se detuvo tembloroso, soltó un gruñido y se sumió en una silenciosa meditación. Lanzó una mirada por encima del hombro con nerviosismo, y luego volvió a contemplar fascinado la línea negra del lejano arrecife. Le pregunté algo y no me contestó. Comprendí que debía dejarle terminar la botella. La desquiciada historia que estaba escuchando me interesaba profundamente porque, a mi entender, se trataba de una especie de alegoría que expresaba de manera simbólica el ambiente malsano de Innsmouth visto a través de una fantasía desbordante e influida por todo tipo de leyendas exóticas. Ni por un momento se me ocurrió creer que el relato tuviera el menor fundamento, y sin embargo, en él palpitaba un auténtico terror, tal vez por el hecho de aludir a aquellas joyas extrañas que tanto me recordaban a la tiara que había visto en Newburyport. Después de todo, lo más probable era que aquel ornamento procediera de alguna isla perdida, y que el extravagante relato de Zadok fuera una patraña más del difunto Obed, y no un delirio suyo de borrachín. Le alargué la botella, y el viejo la apuró hasta la última gota. Soportaba el alcohol de una manera asombrosa; a pesar de la cantidad de whisky ingerido, no se le trabó la lengua ni una vez. Después de apurar la botella lamió el gollete y se la metió en el bolsillo. Luego comenzó a cabecear y a susurrar para sí cosas inaudibles. Me acerqué más a él para ver si le entendía alguna palabra, y me pareció sorprenderle una sonrisa burlona tras sus bigotes hirsutos y manchados. Efectivamente, estaba hablando. Y pude entender que decía: -Pobre Matt... No se estuvo quieto, no. Intentó poner a la gente de su parte y habló muchas veces con los predicadores, pero no sirvió de nada... Al sacerdote congregacionista lo echaron del pueblo, el metodista se largó, al anabaptista, que se llamaba Resolved Babcock, no se le volvió a ver... ¡Ira de Jehová! Yo no era más que un chiquillo, pero oí lo que oí, y vi lo que vi... Dagon y Astharoth... Belial y Belcebú... El Becerro de Oro y los ídolos de Canaan y de los filisteos… Abominaciones de Babilonia... Mene, mene tekel, upharsin. Nuevamente se detuvo. Me pareció, por la mirada aguanosa de sus ojos azules, que se encontraba muy cerca de la embriaguez. Pero cuando lo sacudí levemente del hombro, se volvió con asombrosa vivacidad y soltó unas cuantas frases aún más sibilinas: -Conque no me cree, ¿eh? ¡Je, je, je!... Entonces dígame usted, joven, ¿por qué se iba el capitán Obed de noche en bote, junto con otros veinte tipos, al Arrecife del Diablo, y allí se ponían a cantar todos a voz en cuello, que podía oírseles desde cualquier parte del pueblo cuando el viento venía de la mar? ¿Por qué, eh? ¿y por qué arrojaba unos bultos pesados al agua por un lado del Arrecife donde ya puede usted echar un escandallo como de aquí a mañana, que no le llegará jamás al fondo? ¿Y me puede decir qué hizo él con aquel chisme de plomo que le dio Walakea? Vamos, dígame, ¿eh? ¿y me puede explicar qué letanías entonaban todos juntos en la noche de Walpurgis y en la de Difuntos? ¿y por qué los nuevos sacerdotes de las iglesias, que habían sido antes marineros, se vestían con extraños atuendos y se ponían esas especies de coronas de oro que Obed había traído? ¿Eh? Los aguanosos ojos azules de Zadok Allen tenían ahora un brillo maníaco, casi demencial, y erizados los sucios pelos de su barba descuidada. Debió percatarse de mi involuntario gesto de aprensión, porque se echó a reír con perversidad. -¡Je, je, je, je! Empieza a ver claro, ¿eh? Seguramente le habría gustado estar en mi pellejo en aquel entonces, y ver por la noche, desde lo alto de mi casa, las cosas que pasaban en la mar. ¡Bueno! yo era pequeño, pero también son pequeños los conejos y tienen grandes orejas, y lo que es yo, ¡no me perdía ni palabra de lo que contaban del capitán Obed y de los que salían con él al arrecife! ¡Je, je, je! ¿y la noche que subí al terrado con el catalejo de mi padre, y vi el arrecife lleno de formas que se echaban al agua en el momento de salir la luna? Obed y los demás estaban en el bote, en la parte de acá, pero aquellas formas se zambulleron por el otro lado, donde el agua es más profunda, y no volvieron a aparecer. ¿Le habría gustado ser chiquillo y estar solo allá arriba viendo aquellas formas que no eran humanas?.. ¡Je, je, je! El anciano se estaba volviendo histérico, cosa que me empezó a alarmar. Me puso en el hombro su mano nudosa y se me aferró de manera convulsiva. -Imagínese que una noche se asoma por el terrado y ve que en el bote de Obed se llevan un bulto pesado, que lo echan al agua por el otro lado del arrecife, y luego se entera usted al día siguiente de que ha desaparecido de su casa un muchacho. ¿Qué le parece? ¿Ha vuelto a ver usted a Hiram Gilman, por casualidad? ¿y a Nick Pierce, y a Luelly Waite, y a Adoniram Southwick, y a Henry Garrison, eh? ¿Los ha visto usted? ¡Pues yo tampoco!... Bestias que hablaban por señas con las manos... eso las que tenían manos de verdad... »Pues bien, señor; fue entonces cuando Obed empezó a levantar cabeza de nuevo. Sus tres hijas comenzaron a llevar adornos de oro que nunca se les había visto antes, y volvió a salir humo por las chimeneas de la refinería. A los demás también se les vio prosperar. De pronto empezó a haber abundante pesca, de manera que no tenía uno más que echar las redes y cargar, y sabe Dios las toneladas de pescado que embarcábamos para Newburyport, Arkham y Boston. Fue entonces cuando Obed consiguió que se tendiera el ferrocarril. Algunos pescadores de Kingsport oyeron hablar de lo que se cogía por aquí y se vinieron en sus chalupas, pero todos desaparecieron y no volvió a saberse de ellos. Justamente en ese tiempo se organizó la Orden Esotérica de Dagon. Compraron la logia masónica y la convirtieron en su cuartel general... ¡Je, je, je! Matt era masón y se quiso negar a que vendieran la logia... Pero justamente entonces desapareció. »Fíjese bien que yo no digo que Obed quisiera que las cosas pasaran igual que en aquella isla de canacos. Estoy por asegurar que al principio no quería que la gente llegara a mezclar su sangre con las bestias marinas, para luego engendrar hijos que andando el tiempo regresaran a las aguas y se volvieran inmortales. El lo que quería era el oro, y estaba dispuesto a pagarlo bien pagado, y me figuro que en principio los demás estarían conformes... »Por el año cuarenta y seis, el pueblo dio mucho que hablar. Ya desaparecía demasiada gente, y los sermones de los domingos eran cosa de locos... Y a todas horas se hablaba del arrecife. Creo que algo puse yo también de mi parte porque fui y le conté a Selectman Mowry lo que había visto desde el terrado de casa. Una noche salió la pandilla de Obed en dirección al arrecife, y oí un tiroteo entre varios botes. Al día siguiente, Obed y treinta y dos más estaban en la cárcel. Todo el mundo se preguntaba qué habría pasado exactamente y de qué se les acusaba. ¡Dios mío, si hubiéramos podido prever lo que había de pasar dos semanas después, porque en todo ese tiempo no se había echado ni un solo bulto más a la mar!» Se notaban en Zadok Allen los síntomas del terror y el agotamiento. Dejé que guardara silencio durante un rato. Yo no hacía más que mirar el reloj con recelo. La marea había cambiado. Ahora empezaba a subir, y parecía como si el ruido de las olas despejara un poco al pobre viejo. Me alegré porque seguramente con la pleamar, el olor a pescado se atenuaría algo. De nuevo me incliné para oír las palabras que susurraba en voz baja. -Aquella noche espantosa... los vi. Yo estaba arriba en el terrado... eran como una horda... El arrecife estaba atestado. Se echaban al agua y venían nadando hasta el puerto, y por la desembocadura del Manuxet... ¡Dios mío, qué cosas pasaron en las calles de Innsmouth aquella noche! Llegaron hasta nuestra puerta y la golpearon, pero mi padre no quiso abrir... Luego salió por la ventana de la cocina con su escopeta en busca de Selectman Mowry, a ver qué se podía hacer... Hubo gran cantidad de muertos y heridos, disparos, gritos por todas partes... En Old Square, en Town Square, en New Church Green. Las puertas de la cárcel fueron abiertas de par en par... Hubo proclamas... Gritaban traición... Después, cuando vinieron al pueblo las autoridades del Gobierno y encontraron que faltaba la mitad de la gente, se dijo que había sido la peste... No quedaban más que los partidarios de Obed y los que estaban dispuestos a no hablar... Ya no volví a ver a mi padre... El anciano jadeaba, sudaba copiosamente. Su mano me atenazaba el hombro con furia. -A la mañana siguiente, todo había vuelto a la normalidad. Pero los monstruos habían dejado sus huellas... Obed tomó el mando y dijo que las cosas iban a cambiar. Vendrían otros a nuestras ceremonias para orar con nosotros, y ciertas casas albergarían a determinados huéspedes... bestias marinas que querían mezclar su sangre con la nuestra, como habían hecho entre los canacos, y no sería él quien lo impidiera. Obed estaba muy comprometido en el asunto. Parecía como loco. Decía que nos traerían pescado y tesoros, y que había que darles lo que querían. »Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que teníamos que esquivar a los forasteros por nuestro propio bien. Todos tuvimos que prestar el Juramento de Dagon. Más tarde, hubo un segundo y un tercer juramento, que prestaron algunos de nosotros. Los que hiciesen servicios especiales, recibirían recompensas especiales -oro y demás-. Era inútil rebelarse porque en el fondo del océano había millones de ellos. No tenían interés en aniquilar al género humano, pero si no obedecíamos, nos enseñarían de qué eran capaces. Nosotros no teníamos conjuros contra ellos, como los de las islas de los Mares del Sur, porque los canacos no revelaron jamás sus secretos. »Había que ofrecerles bastantes sacrificios, proporcionales baratijas y albergarlos en el pueblo cuando se les antojara. Entonces nos dejarían en paz. A ningún forastero se le debía permitir que fuera por ahí con historias... En otras palabras: prohibido espiar. Los que formaban el grupo de los fieles -o sea, los de la Orden de Dagon- y sus hijos, no morirían jamás, sino que regresarían a la Madre Hydra y al Padre Dagon, de donde todos hemos salido... ¡Iä! ¡Iä! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah-nagl fhtagn!...» El viejo Zadok estaba empezando a delirar. ¡Pobre hombre, a qué lastimosas alucinaciones se veía arrastrado por culpa de la bebida y de su aversión al mundo desolado que le rodeaba! Prorrumpió en lamentaciones, y las lágrimas le surcaron sus mejillas arrugadas corriendo a ocultarse entre los pelos de la barba. -¡Dios mío, qué no habré visto yo desde mis quince años! ¡Mene, mene tekel, upharsin! Las personas desaparecían, se mataban entre sí... Cuando fueron contándolo por Arkham, Ipswich y por ahí, dijeron que todos estábamos locos, lo mismo que piensa usted ahora de mí. Pero, ¡Dios mío, la de cosas que he visto! Me habrían matado hace tiempo por lo que sé, de no haber prestado el Primero y el Segundo Juramento. Eso es lo que me protege, a menos que un jurado formado por ellos demuestre que he contado deliberadamente lo que sé... El Tercer Juramento no lo quise prestar... Antes muerto que prestarlo. »Cuando la Guerra Civil, la cosa se puso aun peor, porque los niños que habían nacido en el cuarenta y seis empezaron a hacerse mayores, por lo menos algunos de ellos. Yo estaba asustado. No se me había vuelto a ocurrir ponerme a espiar después de aquella noche, y no he vuelto a ver de cerca a ninguna de esas criaturas... ninguna que fuera de pura sangre, quiero decir. Me marché a la guerra, y si hubiera tenido un poco de sentido común me habría establecido lejos de aquí. Pero me escribieron diciendo que las cosas no iban mal. Me figuro que eso lo decían porque las tropas del Gobierno habían ocupado el pueblo. Eso fue en el sesenta y tres. Después de la guerra, fuimos de mal en peor otra vez. La gente volvió a no hacer nada, las fábricas y las tiendas empezaron a cerrar, el comercio marítimo se paralizó, la arena invadió la dársena del puerto, y se abandonó el ferrocarril. Pero esas cosas seguían nadando en la mar y en el río y pululando por el arrecife. Y cada vez se iban tapiando más ventanas en los pisos superiores de las casas, y cada vez se oían más ruidos en edificios que se suponían deshabitados... »La gente cuenta muchas cosas de nosotros. Algo ha oído usted también, a juzgar por las preguntas que me hace. Dicen que si se ven ciertas cosas por aquí, y se habla también de joyas extrañas que aparecen aún de cuando en cuando, no siempre fundidas del todo... Total: nada. Y en el fondo, no creen lo que dicen. Piensan que los objetos de oro provienen de un botín que escondieron los piratas y están convencidos de que las gentes de Innsmouth son de sangre extranjera o padecen no sé qué enfermedad. Por otra parte, aquí tratan de echar a los forasteros tan pronto como ponen los pies; y si se quedan, no les dejan demasiadas ganas de curiosear, sobre todo por la noche... Los animales, recuerdo yo, se encabritaban en cuanto se les ponía delante alguien de aquí, los caballos en particular; más adelante, con el automóvil, desapareció ese problema. »En el cuarenta y seis, el capitán Obed se casó en segundas nupcias, pero a su segunda mujer nadie la ha visto jamás... Decían que él no quería dar ese paso, pero que lo obligaron. Y esta nueva esposa le dio tres hijos; dos de ellos desaparecieron a temprana edad, pero el tercero, una niña, salió tan normal como usted o como yo, y la mandaron a estudiar a Europa. Finalmente, Obed consiguió casar a esta hija con un pobre desgraciado de Arkham que no sospechaba el pastel. Ahora sería distinto. Nadie quiere tener ya relaciones con gente de Innsmouth. Barnabas Marsh, que lleva hoy la refinería, es nieto de Obed y de su primera mujer, o sea, es hijo de Onesiphorus, el mayor de Obed, pero su madre es otra de las que nadie vio en la calle. »Justamente, Barnabas está ahora a punto de sufrir el cambio, No puede ya cerrar los ojos y ha perdido la forma humana. Se dice que todavía lleva ropas, pero pronto tendrá que regresar a las aguas. Quizá ya lo haya intentado. Suelen acostumbrarse poco a poco, antes de marcharse definitivamente. No se le ha visto en público desde hace lo menos diez años. ¡No sé que podrá sentir su pobre mujer! Ella es de Ipswich, y los de allí estuvieron a punto de linchar a Barnabas, hace cincuenta años, cuando supieron que la cortejaba. Obed murió en el setenta y ocho, y toda la generación siguiente ha desaparecido ya. Los hijos de la primera esposa murieron, los demás... sabe Dios...» El ruido de la creciente marea iba haciéndose cada vez más intenso, al tiempo que el humor lacrimoso del anciano dio paso a un estado de alerta. Se interrumpía a cada momento, miraba de reojo en dirección al arrecife, y a pesar de lo descabellado que resultaba su relato, me contagió su actitud recelosa. La voz de Zadok se hizo más chillona; era como si tratara de levantarse el ánimo hablando más fuerte. -¿Por qué no dice nada, eh usted? ¿Le gustaría vivir en un pueblo como éste, donde todo se pudre y se corrompe, donde hay unos monstruos escondidos que se arrastran y aúllan y ladran y brincan en sus celdas tenebrosas y en las buhardillas de cada esquina? ¿Eh? ¿Le gustaría oír noche tras noche los aullidos que salen de las iglesias y del local de la Orden de Dagon, a sabiendas de quién los lanza? ¿Le gustaría oír el vocerío que se levanta de ese arrecife de Satanás, cada noche de Walpurgis y cada noche de Difuntos? ¿Eh? Pero usted piensa que estoy completamente chiflado, ¿verdad? ¡Pues bien, señor!, ¡todavía no le he contado lo peor! Zadok gritaba ahora enloquecido, y su voz me producía una tremenda turbación. -¡Malditos seáis! ¡No me miréis así, que lo único que he dicho es que Obed Marsh está en el infierno, y que se lo tiene merecido! ¡Je, je...! ¡He dicho en el infierno! No podéis hacerme nada. Yo no he hecho ni he dicho nada a nadie... »Ah, está usted aquí, joven! En efecto, nunca he dicho nada a nadie, pero ahora mismo lo voy a decir. Siéntese ahí y escúcheme, muchacho, porque esto es un secreto: Ya le he dicho que a partir de aquella noche no volví a espiar, ¡Pero así y todo, uno se entera de las cosas! »Quiere saber lo verdaderamente espantoso, eh? Pues bien, ahí va: lo espantoso no es lo que han hecho esos peces infernales, sino ¡lo que van a hacer! Llevan años subiendo al pueblo cosas que se traen de los abismos del agua. Las casas que hay al norte del río, entre Water Street y Main Street, están repletas de demonios de esos y de cosas que se han traído, y cuando estén preparados... digo que cuando estén preparados... ¿ ha oído hablar alguna vez del shoggoth? »¡Eh! ¿Me escucha? Le estoy diciendo que yo sé lo que son... que los vi una noche, cuando.., ¡eh-ahhh-ah! ¡e'yahhh!»... El viejo lanzó de pronto un alarido que casi me hizo perder el sentido. Miraba hacia esa mar de fétidos olores con unos ojos que se le salían de las órbitas, y su cara era una máscara de horror, digna de una tragedia griega. Su garra huesuda se clavó dolorosamente en mi hombro, y no me soltó cuando me volví a mirar hacia el punto donde miraba él. No había nada. Sólo la marea creciente y una serie de olas que rompían aisladas, lejos de la línea larga y espumosa de las rompientes. Pero entonces Zadok comenzó a zarandearme, y me volví hacia él. Su helado terror dio paso a una tempestad de movimientos nerviosos y expresivos. Por fin recobró la voz, una voz temblona y susurrante. -¡Váyase de aquí! ¡Váyase; nos han visto... ¡Váyase, por lo que más quiera! No se quede ahí... Lo saben ya... Corra, de prisa. Márchese de este pueblo. Otra ola pesada rompió contra las ruinas del embarcadero abandonado, y el loco susurro del viejo se convirtió en un alarido inhumano que helaba la sangre: -¡E-yaahhh!... ¡Yhaaaaaaa! ... Antes de que yo pudiese recobrarme de mi sorpresa, soltó mi hombro y se lanzó como loco hacia la calle, torciendo en dirección norte, por delante de la ruinosa fachada del almacén. Eché un vistazo al mar, pero seguí sin ver nada. Cuando llegué a Water Street y miré a lo largo de la calle, no había ya el menor rastro de Zadok Allen. IV Es difícil describir el estado de ánimo que me embargó después de este episodio lastimoso, tan insensato y conmovedor como grotesco y terrorífico. El muchacho de la tienda de comestibles me había preparado de antemano, y no obstante, la realidad me había dejado aturdido y confuso. Aunque era un relato pueril, la absurda seriedad y el horror del viejo Zadok me habían producido una alarma que venía a aumentar mi sentimiento de aversión hacia aquel pueblo que parecía envuelto por una sombra intangible. Ya reflexionaría más adelante sobre aquella historia, para ver lo que tenía de cierto. Por el momento, deseaba no pensar más en ello. Se me estaba echando el tiempo encima de manera peligrosa: eran las siete y cuarto por mi reloj, y el autobús para Arkham salía de la Plaza a las ocho, así que traté de orientar mis pensamientos hacia lo práctico y caminé a toda prisa por las calles miserables y desiertas en busca del hotel donde había consignado mi maleta, delante del cual tomaría mi autobús. La dorada luz del atardecer comunicaba a los decrépitos tejados y chimeneas cierto encanto místico y sereno. No obstante, me sentía receloso. Instintivamente, miraba hacia atrás con disimulo. Pensaba con alivio en verme lejos del maloliente pueblo de Innsmouth, y ojalá hubiese otro vehículo que no fuera el del siniestro Sargent. Sin embargo, no quería correr. A cada paso surgían detalles arquitectónicos que valía la pena contemplar; además, tenía tiempo de sobra. Estudié el plano del dependiente de la tienda y me metí por Marsh Street, que no conocía, para salir a Town Square. Cerca de la esquina de Fall Street empecé a ver grupos esporádicos de gentes furtivas que hablaban en voz baja. Al llegar por fin a la Plaza, vi que casi todos los haraganes se habían congregado alrededor de la puerta de Gilman House. Parecía como si aquella infinidad de ojos saltones e inmóviles estuvieran fijos en mí, mientras pedía mi maleta en el vestíbulo. Interiormente hacía votos por que no me tocara de compañero de viaje ninguno de aquellos tipos desagradables. Un poco antes de la ocho, apareció petardeando el autobús con tres viajeros. Un individuo de aspecto equívoco, desde la acera, dijo unas palabras incomprensibles al conductor. Sargent bajó el saco del correo y un rollo de periódicos, y entró en el hotel. Mientras, los viajeros -los mismos hombres a quienes había visto llegar a Newburyport aquella mañana- se encaminaron a la acera con su paso bamboleante y cambiaron con un ocioso algunas desmayadas palabras guturales, en una lengua que de ningún modo era inglés. Subí al coche vacío y ocupé el mismo asiento que cogí al venir, pero no hice más que sentarme, cuando reapareció Sargent y empezó a hablarme con un repugnante acento gutural. Al parecer estaba yo de mala suerte. El motor no iba bien; había podido llegar a Innsmouth, pero era imposible continuar el viaje hasta Arkham. No, era imposible repararlo esta misma noche; tampoco había otro medio de transporte. Sargent lo sentía mucho, pero yo tenía que parar en el Gilman. Probablemente el conserje me haría un precio asequible. No se podía hacer otra cosa. Casi anonadado por este contratiempo imprevisto, y realmente atemorizado ante la idea de pasar allí la noche, dejé el autobús y volví a entrar en el vestíbulo del hotel donde el conserje del turno de noche -un tipo hosco y de raro aspecto-- me dijo que en el penúltimo piso tenía una habitación, la 428, que era grande aunque sin agua corriente, que costaba un dólar la noche. A pesar de lo que me habían contado en Newburyport sobre este hotel, firmé en el registro, pagué mi dólar, dejé que el conserje recogiera mi maleta, y subí tras él los tres tramos de crujientes escaleras; finalmente recorrimos un pasillo polvoriento y desierto, y llegamos a mi habitación. Era un lúgubre cuartucho trasero con dos ventanas y un mobiliario barato y gastado. Las ventanas daban a un patio oscuro, cerrado entre dos bajos edificios abandonados, y desde ellas podía contemplarse todo un panorama de tejados decrépitos que se extendía hacia poniente, hasta las marismas que rodeaban la población. Al final del pasillo había un cuarto de baño, reliquia deprimente que constaba de una taza de mármol, una bañera de estaño, una luz bastante floja, cuatro paredes despintadas y numerosas tuberías de plomo. Como aún era de día, bajé a la Plaza a ver si podía cenar, Y una vez más observé que los ociosos me miraban de manera especial. La tienda de comestibles estaba cerrada, así que no tuve más remedio que entrar en el restaurante. Me atendieron un hombre de cabeza estrecha y ojos inmóviles, y una moza de nariz aplastada y unas manos increíblemente bastas y desmañadas. Como no había mesas, tuve que cenar en el mostrador, lo que me permitió comprobar que, afortunadamente, casi toda la comida era de lata. Tuve bastante con un tazón de sopa de verduras y regresé en seguida a la fría habitación del Gilman. Al entrar cogí el periódico de la tarde y una revista llena de cagadas de mosca que había en un estante desvencijado, junto al pupitre del conserje. Cayó el crepúsculo y se hizo de noche. Encendí la única luz, una bombilla mortecina que colgaba sobre la cama de hierro, y continué como pude la lectura que había comenzado. Me pareció conveniente mantener la imaginación ocupada en cosas saludables. No quería darle más vueltas a las cosas raras que pasaban en aquel pueblo sombrío, al menos mientras estuviese dentro de sus límites. La descabellada patraña que le había oído al viejo bebedor no me auguraba sueños muy agradables. Me daba cuenta de que debía apartar de mí la imagen de sus ojos aguanosos y enloquecidos. Tampoco debía pensar en lo que el inspector de Hacienda había contado al empleado de la estación de Newburyport sobre Gilman House, y sobre las voces de sus huéspedes nocturnos... Asimismo, era menester apartar de mi imaginación el rostro que había vislumbrado bajo una tiara en la negra entrada de la cripta, porque en verdad, pensar en él me causaba una impresión de lo más desagradable. Quizá me hubiera resultado más sencillo desechar todas esas inquietudes si mi habitación no hubiese sido un lugar tremendamente lúgubre. Además del hedor a pescado que era general en todo el pueblo, reinaba allí dentro una atmósfera de humedad estancada, lo que me sugería inevitablemente emanaciones de putrefacción y de muerte. Otra cosa que me inquietaba era que la puerta de mi habitación carecía de cerrojo. Se veía claramente que lo había tenido y, a juzgar por las señales, lo habían debido quitar recientemente. Sin duda se había estropeado, como tantas otras cosas de este cochambroso edificio. En mi nerviosismo, rebusqué por allí y encontré un cerrojo en el armario que me pareció igual que el que había tenido la puerta. Nada más que para tranquilizar esta tensión de nervios que me dominaba, me dediqué a colocarlo yo mismo con la ayuda de una navaja que siempre llevo conmigo. El cerrojo encajaba perfectamente. Me sentí aliviado al ver que quedaría bien cerrado cuando me fuera a acostar. No es que yo lo estimara realmente necesario, pero cualquier cosa que contribuyera a mi seguridad me ayudaría también a descansar. Las dos puertas laterales que comunicaban con las habitaciones contiguas tenían su correspondiente cerrojo, y pude comprobar que estaban pasados. No me desnudé. Decidí estar leyendo hasta que me entrase sueño. Entonces me quitaría la chaqueta, el cuello, los zapatos, y me echaría a dormir un poco. Saqué la linterna de la maleta y la metí en el bolsillo del pantalón con el fin de poder consultar el reloj si me despertaba a media noche. Pasó algún tiempo y el sueño no me venía. Cuando me paré a analizar mis pensamientos, me di cuenta de que inconscientemente estaba tenso, alerta, con el oído atento, a la espera de algún sonido que me produciría un miedo infinito, aun sin saber por qué. El relato del inspector debió de influir en mi imaginación más de lo que yo suponía. Traté de reanudar la lectura, pero no lo conseguí. Llevaba un rato así, cuando me pareció oír que crujían los escalones y los pasillos, como si alguien caminase con sigilo. Me dije que seguramente los demás huéspedes empezaban a ocupar sus habitaciones. No se oían voces. Con todo, me dio la impresión de que en aquellos ruidos había un no sé qué furtivo. Aquello no me gustó, y empecé a pensar si no sería mejor pasar la noche en vela. Los tipos de aquel pueblo eran sospechosos por demás, y era indudable que habían ocurrido varias desapariciones. ¿Me encontraba en una posada de ésas donde se asesina a los viajeros para robarles? Desde luego, yo no tenía aspecto de nadar en la abundancia. ¿O acaso la gente del pueblo odiaba hasta ese extremo a los visitantes curiosos? ¿Les había molestado mi curiosidad? Porque, evidentemente, me habían visto recorrer plano en mano los barrios más característicos de la localidad… Pero de pronto, pensé que muy asustado tenía que hallarme para que unos pocos crujidos casuales me pusieran en ese estado de excitación. De todos modos, sentí no tener un arma a mano. Finalmente, vencido por un agotamiento que nada tenía que ver con el sueño, eché el recién instalado cerrojo, apagué la luz, y me tumbé en la cama sin despojarme de la chaqueta, ni del cuello ni de los zapatos. La oscuridad parecía amplificar todos los ruidos menudos de la noche. Me invadió un sinfín de pensamientos desagradables. Lamenté haber apagado la luz, pero me sentía demasiado cansado para levantarme y volverla a encender. Luego, después de un largo rato y tras una serie de crujidos claros y distintos que procedían de la escalera y el corredor, oí un roce suave e inconfundible en el que se concretaron instantáneamente todas mis aprensiones. Ya no cabía duda: con cautela, de una manera furtiva y a tientas, estaban tratando de abrir con una llave la cerradura de mi puerta. La sensación de peligro que me invadió en ese momento no fue demasiado turbadora, quizá, por los vagos temores que venía experimentando. De modo instintivo, aunque sin una causa definida, me hallaba en guardia, lo que suponía en cierto modo una ventaja para enfrentarme con la prueba real que me aguardaba. Con todo, la concreción de mis vagas conjeturas en una amenaza real e inmediata constituyó para mí una profunda conmoción. Ni por un momento se me ocurrió que el que estaba manipulando en la cerradura de mi cuarto se habría equivocado. Desde el primer instante sentí que se trataba de alguien con malas intenciones, así que me quedé quieto, callado como un muerto, en espera de los acontecimientos. Al cabo de un rato cesó el apagado forcejeo y oí que entraban en una habitación contigua a la mía. Luego intentaron abrir la cerradura de la puerta que comunicaba con mi cuarto. Como es natural, el cerrojo aguantó firme, y el suelo crujió al marcharse el intruso. Poco después se oyó otro chirrido apagado. Estaban abriendo la otra habitación contigua, y a continuación probaron a abrir la otra puerta de comunicación, que también tenía echado el cerrojo. Después, los pasos se alejaron hacia las escaleras. Fuera quien fuese, había comprobado que las puertas de mi dormitorio estaban cerradas con cerrojo y había renunciado a su proyecto. De momento, como tuve ocasión de ver. La presteza con que concebí un plan de acción demuestra que, subconscientemente, me estaba temiendo alguna amenaza, y que durante horas enteras había estado maquinando, sin darme cuenta, las posibilidades de escapar. Desde el principio comprendí que el desconocido que había intentado abrir representaba un peligro con el que no debía enfrentarme, sino huir cuanto antes. Tenía que salir del hotel lo más pronto posible, y desde luego, no debía emplear la escalera ni el pasillo. Me levanté sin hacer ruido. Enfoqué la llave de la luz con mi linterna. Mi intención era coger algunas cosas de la maleta, echármelas en el bolsillo y huir con las manos libres. Le di al interruptor pero no sucedió nada: habían cortado la corriente. Estaba claro que el misterioso ataque había sido preparado con todo detalle, aunque ignoraba con qué finalidad. Mientras reflexionaba, sin quitar la mano del interruptor, oí un apagado crujido en el piso de abajo; me pareció distinguir un rumor como de conversación, pero un momento después pensé que me había confundido. Se trataba sin duda alguna de gruñidos roncos y graznidos mal articulados, cosa que guardaba muy poca relación con cualquier lenguaje humano conocido. Luego pensé con renovada insistencia en lo que el inspector de Hacienda había oído una noche en este mismo edificio ruinoso y pestilente. Con ayuda de la linterna cogí lo que necesitaba de mi maleta, me lo metí todo en los bolsillos, me puse el sombrero y me acerqué de puntillas a la ventana para calcular las posibilidades de mi descenso. A pesar de las reglas de seguridad establecidas por la ley, no había escalera de incendios en este lado del hotel, y mis ventanas correspondían al cuarto piso. Como he dicho, daban a un patio lóbrego y encajonado entre dos edificios, ambos con sus tejados inclinados que alcanzaban hasta el cuarto piso. Sin embargo, no podía saltar a ninguno de los dos desde mis ventanas, sino desde dos habitaciones más allá, a uno o a otro lado. Inmediatamente me puse a calcular las probabilidades de llegar a una cualquiera de ellas. Decidí no arriesgarme a salir al pasillo, donde mis pasos serían oídos sin duda alguna, y donde me tropezaría con dificultades insuperables para entrar en la habitación elegida. Unicamente podría tener acceso a través de las puertas laterales, menos sólidas, que comunicaban unas habitaciones con otras. Tendría que forzar las cerraduras y los cerrojos arremetiendo con el hombro, caso de encontrarlas cerradas por el otro lado. Me pareció que era lo más factible, porque las puertas no tenían aspecto de resistir mucho. Pero no podría hacerlo sin ruido. Tendría que contar con la rapidez y la posibilidad de llegar a la ventana antes de que cualesquiera fuerzas hostiles tuvieran tiempo de abrir la puerta correspondiente al pasillo. Reforcé la de mi propia habitación apuntalándola con la mesa de escritorio que arrastré cautelosamente para hacer el menor ruido posible. Me daba cuenta de que mis probabilidades eran muy escasas, pero estaba enteramente dispuesto a afrontar cualquier eventualidad. Aun cuando lograse alcanzar otro tejado, no habría resuelto el problema por completo, porque me quedaría aún la tarea de llegar al suelo y escapar del pueblo. A mi favor estaban la desolación y la ruina de los edificios vecinos y el gran número de claraboyas que se abrían en sus tejados. Consulté el plano del muchacho de la tienda, La mejor dirección para salir del pueblo era hacia el sur, así que miré primero la puerta de comunicación correspondiente. Se abría hacia mí; por lo tanto, después de descorrer el cerrojo y comprobar que la puerta no se abría, consideré que me iba a ser muy difícil forzarla. Por consiguiente, abandoné esa dirección y corrí la cama contra la puerta para impedir cualquier ataque desde esta habitación. La otra puerta se abría hacia el otro lado. Ese debía de ser mi camino, a pesar de comprobar que estaba cerrada con llave y que tenía el cerrojo echado por el otro lado. Si podía llegar al tejado del edificio de ese lado, que correspondía a Paine Street, y conseguía bajar al suelo, quizá pudiese cruzar el patio en cuatro saltos y atravesar uno de los dos edificios para salir a Washington Street o Bates Street. También podía saltar directamente a Paine Street, dar un rodeo hacia el sur y meterme por Washington Street. En cualquier caso, tenía que dirigirme a Washington Street como fuese, y huir de los alrededores de Town Square. Sería preferible evitar Paine Street, ya que el parque de bomberos podía estar abierto toda la noche. Mientras meditaba todo esto contemplé la inmensa marea de tejados ruinosos que se extendía bajo la luz de la luna. A la derecha, la negra herida de la garganta del río hendía el panorama. Las fábricas abandonadas y la estación de ferrocarril se aferraban como lapas a un lado y a otro. Detrás se veían las vías herrumbrosas y la carretera de Rowley que atravesaban la llanura pantanosa, punteada de montículos cubiertos de seca maleza. A la izquierda, en un área más cercana, y cruzada por numerosas corrientes de agua salitrosa, la estrecha carretera de Ipswich brillaba con el blanco reflejo de la luna. Desde la ventana del hotel no alcanzaba a ver la carretera que iba hacia el sur, hacia Arkham, donde pensaba dirigirme. Estaba reflexionando, hecho un mar de dudas, sobre el momento más oportuno para poner en práctica este plan, cuando percibí abajo unos ruidos indefinidos a los que siguió inmediatamente un crujido pesado en las escaleras. Irrumpió el débil parpadeo de una luz por el montante de la puerta, y el entarimado del corredor comenzó a gemir bajo un peso considerable. Oí unos ruidos guturales, puede que de origen humano, y finalmente sonaron unos fuertes golpes en mi puerta. Por un momento me limité a contener la respiración y a esperar. Me pareció que transcurría una eternidad. Y de repente, el olor a pescado comenzó a hacerse más penetrante. Después se repitieron las llamadas con insistencia, más impacientes cada vez. Comprendí que había llegado el momento de actuar. Descorrí el cerrojo de la puerta lateral y me dispuse a cargar contra ella para abrirla. Los golpes eran cada vez más fuertes; tal vez disimularían el ruido que iba a hacer yo. Por fin comencé a embestir una y otra vez contra la delgada chapa, sin preocuparme del dolor que me producía en el hombro. La puerta resistió más de lo que había calculado, pero continué en mi empeño. Mientras tanto, el alboroto del pasillo iba en aumento delante de mi puerta. Finalmente cedió la puerta contra la que estaba cargando, pero con tal estrépito que los de fuera tuvieron que oírlo. Los golpes se convirtieron en violentas arremetidas, y a la vez, oí un fatídico sonido de llaves en las dos puertas vecinas a la mía. Me precipité a la otra habitación y conseguí echar el cerrojo a la puerta del vestíbulo antes de que la abrieran, pero entonces oí cómo trataban de abrir con una llave la tercera puerta, la de la habitación cuya ventana pretendía alcanzar. Por un instante, me sentí totalmente desesperado. Me iban a atrapar en una habitación cuya ventana no me ofrecía salida posible. Una oleada de horror me invadió al descubrir, a la luz de mi linterna, las huellas que habían dejado en el polvo del suelo los intrusos que habían tratado de forzar la puerta lateral. Después, gracias a un acto puramente automático, desprovisto de toda lucidez, corrí a la siguiente puerta de comunicación y me dispuse a derribarla. La suerte me fue favorable… La puerta de comunicación no sólo no tenía echada la llave, sino que estaba entreabierta. Entré en un salto y apliqué la rodilla y el hombro a la puerta del vestíbulo, que en ese momento se estaba abriendo. Cogí desprevenido al que trataba de abrir, de suerte que conseguí pasar el cerrojo, cosa que hice también en la otra puerta que acababa de franquear. Durante los breves instantes de alivio que siguieron, oí que disminuían las embestidas contra las otras dos puertas, mientras crecía un confuso alboroto en mi primitiva habitación, cuya puerta lateral había atrancado yo con la cama. Evidentemente, el tropel de mis asaltantes había entrado por la habitación contigua del otro lado y se lanzaba tras de mí por el mismo camino. En ese mismo momento oí cómo introducían una llave en la puerta del pasillo de la habitación siguiente. Estaba rodeado. La puerta lateral que daba a esta habitación estaba abierta de par en par. No había tiempo de contener la del vestíbulo, que ya la estaban abriendo. Lo único que pude hacer fue echar el cerrojo de la puerta lateral de comunicación, igual que había hecho en la de enfrente, y colocar la cama contra una, la mesa de escritorio contra otra, y el aguamanil contra la del pasillo.