La luna de plata (continuación)

shinhy_flakes

Jinete Volad@r
Miron
Bakala
Registrado
10 Feb 2024
Mensajes
1.233
Reputacion
80
Karma
48
Bakalacoins
73
Al desarrollar un plan semejante, Augusto Dupin o Sherlock Holmes seguramente hubieran puesto un anuncio en el periódico. Pero Brais optó por algo más económico y quizás más práctico: pegar carteles en las principales calles de la ciudad. Así, muchos transeúntes pudieron leer estas palabras en los susodichos carteles:
SE HA ENCONTRADO UNA MEDALLA DE PLATA CON JEROGLÍFICOS GRABADOS EN LA AVDA. DE BUENOS AIRES. INTERESADOS EN RECUPERARLA DIRÍJANSE A: C. ROSALÍA DE CASTRO, Nº 12, PREFERENTEMENTE EL PRÓXIMO SÁBADO ANTES DEL MEDIODÍA. EN CASO DE NO PODER IR ESE DÍA, SE RUEGA AVISAR AL TFNO. 6…
No hace falta decir que la avenida de Buenos Aires era la calle periférica donde vivía Bea, mientras que el nº 12 de la calle Rosalía de Castro se correspondía exactamente con la dirección de Brais. Por supuesto, el número de teléfono era el del móvil del muchacho. ¿Y por qué el sábado antes del mediodía? A Brais, para evitar explicaciones engorrosas en el ámbito familiar, le convenía mucho estar solo en casa si se presentaba el desconocido para reclamar la joya. Y precisamente aquel sábado sus padres tenían una boda fuera de la ciudad, mientras que su hermana se había ido a Valencia con unas amigas y tardaría casi una semana en volver.
Llegó el sábado.
Sobre las once de la mañana, Brais estaba en su habitación, contemplando extasiado las fotos de Isa Castaño que había guardado en el disco duro de su ordenador, cuando oyó que llamaban a la puerta de la casa. Antes de abrir, echó un vistazo por la mirilla. Quien llamaba no era el hombre descrito por Bea, pero la participación de un cómplice estaba prevista en el plan, así que nuestro amigo no se sintió defraudado.
La persona que había llamado al timbre era una mujer joven, de tez morena y fuerte acento sudamericano, más bien guapa y de aspecto agradable.
Cuando Brais abrió la puerta, la muchacha le dedicó una sonrisa muy hermosa, incluso un tanto incitante, y le dijo:
-Buenos días, me llamo Gladys Obando venía por el anuncio que han puesto en la calle. Porque, si no me equivoco, fueron ustedes quienes encontraron la medalla de plata que perdí el otro día.
Brais asintió con un gesto y la joven prosiguió, sin darle tiempo de decir nada:
-Me alegro mucho de que la hayan encontrado. Es un recuerdo de mi abuela y, aunque no vale mucho dinero, para mí tiene un valor incalculable. Espere un momentito…
La chica extrajo de su bolso un folio mecanografiado y un apetitoso billete de cien euros.
-En este folio he escrito una descripción detallada de la medalla, con sus medidas exactas y todas sus características, para acreditar que yo soy su legítima propietaria. En cuanto a este billete… bueno, ustedes me han hecho mucho bien y espero que acepten esta gratificación.
A Brais casi se le derritieron las pupilas cuando posó su mirada sobre aquel hermoso billete verde, pero lo rechazó con un gesto y dijo, poniendo una cara de pena no totalmente fingida:
-Lo siento mucho, señorita, pero no puedo aceptar su generosa gratificación. Es cierto que nosotros encontramos su medalla, pero me temo que en este preciso momento no se la podemos entregar. Si puede venir otro día…
Por primera vez, la chica dejó de sonreír, al mismo tiempo que se alteraba el tono de su voz, volviéndose más suspicaz:
-Pero el anuncio del cartel ponía…
Brais procuró apaciguar lo que podía ser un principio de enfado con unas atropelladas explicaciones:
-Sí, pero… es que ha habido un … un imprevisto. Esta misma mañana… mi hermanito se ha hecho daño y mis padres han tenido que llevarlo a urgencias, de donde aún tardarán en volver. Y resulta que mi madre, por culpa de las prisas, se llevó sin darse cuenta el bolso donde tenía guardada la Lu… esto, su medalla de plata, así que… bueno, ahora mismo no la tenemos en casa. Pero mañana mismo, si quiere, podrá venir a buscarla.
La mujer no parecía muy convencida, pero, tras unos segundos de tenso silencio, recuperó su sonrisa y dijo, con el tono despreocupado de antes:
-De acuerdo, pasará por aquí mañana, día domingo, sobre esta misma hora. Espero que su hermanito se recupere y que no les surjan a ustedes más… imprevistos. Pase un buen día.
Dicho esto, la desconocida (que seguramente no se llamaba Gladys ni se apellidaba Obando) se marchó de allí a buen paso.
Antes de que ella se perdiera de vista, Brais cerró la puerta y alteró velozmente su apariencia, cambiándose de camiseta, sustituyendo sus gafas por unas lentillas y encasquetándose una gorra con visera. Hecho esto, salió de su casa y empezó a seguir por las calles del barrio a la presunta Gladys, que, por suerte, había aminorado su paso y parecía caminar bastante ensimismada.
Aún no habían salido de la calle Rosalía de Castro cuando a Brais se le unió Bea, que llevaba un buen rato rondando por allí y que había acudido rápidamente, tras recibir en su móvil un SMS de su amigo. Por miedo a que apareciera el hombre desconocido, que hubiera podido reconocerla, ella también había alterado un poco su apariencia habitual: llevaba el pelo más suelto que de costumbre y había ocultado sus llamativos ojos azules tras unas oscurísimas gafas de sol. Tras unas breves explicaciones de Brais y varios minutos de persecución silenciosa, Bea le preguntó a su amigo en voz baja:
-¿Y qué tenemos que hacer ahora?
-Pues simplemente seguir a esa tía hasta que nos lleve a su jefe… que seguramente será el hombre al que estamos buscando.
-¿Tú crees que…?
-Pues claro. Sólo él pudo haber redactado una descripción de la Luna de Plata tan exacta como la que me presentó la tal Gladys. Y se notaba mucho que su historia del recuerdo de la abuelita era tan falsa como la mía del hermanito herido.
-¿Pero cómo sabes que ahora mismo ella piensa reunirse con ese hombre?
-No lo sé, pero lo supongo. Tendrá que informarlo de cómo han ido sus gestiones para recuperar la Luna de Plata y, si en todo este tiempo no ha sacado el móvil, será porque piensa decírselo en persona.
-¿Y si coge un coche?
-Pues apuntamos el número de la matrícula.
-¿Y qué vamos a hacer con ese número? Nosotros no somos polis y no creo que en Tráfico nos vayan a decir a quién pertenece el coche por la cara.
-¡Pues si hace falta nos inventamos que ha intentado atropellarnos y la denunciamos! En todo caso, eso es lo que hubiera hecho Sherlock Holmes y a mí con eso me basta.
Pero no fue necesario, pues la chica entró en uno de los principales parques de la ciudad, donde, tal como había pronosticado Brais, la esperaba un hombre sentado en un banco. Era este un individuo joven y apuesto, de piel pálida y cabellos castaños, que vestía un elegante traje gris con corbata negra y ocultaba su agraciado rostro tras unas gafas oscuras.
Bea casi dio un grito cuando reconoció en el hombre del banco al individuo misterioso que tanto la obsesionaba. Por suerte, logró mantener la calma y se limitó a asentir como respuesta a una pregunta silenciosa que le dirigió Brais con la mirada. Los dos amigos se escondieron tras un kiosco, mientras el hombre se levantaba y le dirigía a la muchacha estas palabras:
-¿Qué tal ha ido la cosa?
Ella suspiró disgustada y respondió (por cierto, esta vez sin el menor rastro de acento sudamericano en su voz):
-No muy bien. Allí sólo había un chaval, que me contó una historia algo rara y me dijo que tenía que volver mañana. En fin, al menos no quiso cogerme el dinero.
El hombre, que no parecía demasiado molesto por aquella imprevista demora, dijo:
-Bueno, no importa. Mañana volverás y, si te vuelven a poner peros, avísame, que, si hace falta, yo sabré hacer entrar en razón a esa gente. Ahora debo irme a mi casa, ¡chao!
-¡Chao y hasta mañana!
Tras esta breve despedida, cada uno se fue por un lado. Brais y Bea reiniciaron su discreta persecución, pero ahora el objetivo de la misma ya no era la supuesta Gladys Obando, sino el hombre que le había hecho el encargo. Le habían oído decir que se iba a su casa, lo cual animó mucho a Brais y también a su compañera, aunque esta última no pudo evitar un escalofrío, pues, pese a ser una chica intrépida, aquel sujeto tan misterioso le daba bastante más miedo del que se atrevía a confesar.
Sin hacer el menor caso de los muchachos que lo seguían, el hombre cogió un taxi en la parada del parque. Y sus perseguidores hicieron lo mismo, por lo que dos taxis abandonaron la parada al mismo tiempo y en la misma dirección.
La persecución (si podemos llamarla así) no fue cosa de pocos minutos, sino que se prolongó bastante. Los taxis dejaron la ciudad por una carretera poco transitada, luego tomaron una comarcal que los chicos no conocían y prosiguieron el viaje por tierras cada vez menos pobladas, donde las casas daban paso primero a las huertas y luego a los bosques. Mientras tanto, el taxímetro corría que daba gusto… y luego todavía habría que pensar en el viaje de vuelta. Brais se acordó varias veces de los cien euros que habían estado a punto de entregarle, pero no se atrevió a confesarlo.
Ya empezaban a pensar que el taxi del hombre desconocido iba a seguir hasta las antípodas cuando este se detuvo en el arcén de una pista que atravesaba los bosques. El hombre bajó y cogió un camino de tierra que aparentemente llevaba al corazón de la espesura.
El taxi de sus perseguidores se detuvo en aquel mismo sitio y los chicos, antes de bajar, perdieron unos segundos haciendo cuentas (tuvieron que pagar a escote y aun así les quedó tan poco dinero en los bolsillos que para volver a la ciudad tendrían que coger un autobús… si es que pasaban autobuses por allí, cosa que todavía estaba por ver). Finalmente bajaron del taxi y al principio caminaron deprisa para recuperar el tiempo perdido. El hombre ya había tenido tiempo de alejarse de la pista, pero podían seguirse sus huellas sobre la superficie del sendero que había cogido. Aunque era pleno verano, la noche anterior había llovido bastante y la senda estaba cubierta de barro, por lo que los pies del individuo habían dejado una pista bien grabada. Una vez localizadas las huellas, Brais y Bea ralentizaron el ritmo de su marcha, por miedo a llamar la atención del perseguido, y caminaron sin abrir la boca durante un buen rato. Él caminaba atento al suelo y Bea ojeaba nerviosamente los aledaños. Dejando aparte el rastro que seguían, no había por allí la menor señal de vida humana: ni casas ni personas, ni siquiera se oía el eco lejano de un motor. Sólo se veían pinos y tojos, el canto de los pájaros era el único sonido que captaban sus oídos y el camino se volvía cada vez más estrecho, pues los arbustos estaban empezando a invadirlo. Sin duda era un camino poco transitado y hacía tiempo que nadie se acordaba de su cuidado. Tras recorrer varios kilómetros de bosque, nuestros amigos llegaron a una especie de finca. Esta se hallaba rodeada de pinos por los cuatro costados e incluía, además de algunas arboledas, una casa muy grande, algo vieja pero no mal cuidada, y un amplio jardín, cercado por una alambrada. No parecía haber más edificios por los alrededores y era un lugar bastante solitario, incluso un poco lúgubre.
Aquel tenía que ser el refugio del hombre misterioso… y por cierto que lo había elegido a conciencia, si lo que quería era proteger su intimidad, pues no debía de haber otro sitio habitado en por lo menos un kilómetro a la redonda. Brais y Bea se detuvieron ante la puerta del jardín, que era muy alta y estaba bien cerrada. Estaban muy cansados, además de algo hambrientos, y la soledad de aquel lugar tan misterioso les metía algo de miedo, pero estaban dispuestos a seguir adelante… lo que quería decir que pensaban penetrar como fuera en la casa del hombre misterioso, para buscar pruebas de sus presuntas actividades delictivas que les permitieran acusarlo ante las autoridades (los pobres ignoraban que una prueba conseguida después de la violación ilegal de una propiedad ajena carecería de toda validez judicial).
Como la puerta era infranqueable, decidieron que el mejor sería rodear la alambrada y buscar algún punto vulnerable que les había permitiera acceder al jardín. Así, empezaron a caminar alrededor de la propiedad, despacio y medio agachados entre los arbustos, hablando sólo cuando era necesario y siempre en voz baja. Al final, tropezaron con la primera de las pruebas que estaban buscando (y en el caso de Brais el tropiezo fue estrictamente literal, pues fue a parar al suelo después de que su pie resbalara sobre lo que parecía ser una piedra medio oculta entre las hierbas).
Pero aquella no era una piedra de verdad, sino el cráneo de una persona.
Los dos muchachos se quedaron sin color en la cara cuando se dieron cuenta de dónde se habían metido realmente. Una cosa era jugar a los detectives persiguiendo a un vulgar ladronzuelo y otra muy distinta hacer lo mismo con un asesino. Tras unos segundos de tenso silencio, Bea, muy pálida y con la voz trémula, acertó a hablar, aunque lo hizo con la voz entrecortada por la angustia:
-Brais, lo siento mucho… yo no quería meterte en algo como esto, de verdad, ¡te juro que no sabía lo que hacía! ¿Y qué podemos hacer ahora?
Brais estaba tan asustado como ella, pero, por eso de quedar bien ante de la dama, habló fingiendo una tranquilidad que no sentía:
-No pasa nada, Bea. Tranquila, ahora mismo cojo el móvil y llamo a la poli, ¿vale?
Entonces escucharon una voz a sus espaldas, que dijo con toda tranquilidad:
-No os molestéis, chicos. Si queréis un policía, ya tenéis uno muy listo a vuestros pies.
El hombre misterioso estaba allí mismo, mirando a los espantados muchachos con una sonrisa pícara dibujada en su agraciado rostro.
Al reconocerlo, Brais y Bea se quedaron paralizados de miedo. En todo caso, no tenían por dónde huir, pues la alambrada y los arbustos les cortaban la retirada por todas partes. El hombre siguió hablando, con un tono tranquilo y falsamente amistoso:
-Me presento: me llamo Armando Larson y soy, entre otras cosas, ladrón de joyas, traficante de objetos antiguos, asesino ocasional… y, lo que resulta más relevante en estos momentos, adepto al culto de los Dioses Antiguos. Veo que ya tuvisteis oportunidad de conocer a mi viejo amigo, el inspector Méndez de la Policía Nacional. Él vino aquí como vosotros, para espiar por su propia cuenta, sin informar a nadie de sus intenciones. Yo pensaba que lo había dejado bien enterrado, pero supongo que las últimas lluvias provocaron un corrimiento del suelo, que os permitió encontrar su cabeza. Tendré que ser más cuidadoso en lo sucesivo, ¿no estáis de acuerdo?
Intuyendo que ese “en lo sucesivo” podía ir por ellos, los chicos perdieron el poco valor que les quedaba en el cuerpo. Bea fue la única que se atrevió a hablar:
-Mira, por favor… si quieres la Luna de Plata, la llevo en el bolsillo… pero déjanos marchar, te juro que no le diremos a nadie…
Armando acentuó su sonrisa hasta que pareció casi paternal y habló con ironía:
-No, nenita, no me interesa nada eso que llamas la Luna de Plata. Me interesó mucho hace tiempo, pero ya no… sobre todo, porque ya lleva varios meses en mi poder.
Tan extrañas eran estas palabras que durante unos segundos la sorpresa sustituyó al miedo en el cerebro de Bea. La chica se quedó con la boca abierta y no fue capaz de decir nada mientras escuchaba a su enemigo:
-En realidad, la Luna de Plata es una joya muy valiosa, probablemente la única reliquia que nos queda de la civilización atlante. Tras haber leído ciertos datos sobre ella en mi ejemplar del Necronomicón, marché a México en su busca, pero allí descubrí que la última descendiente de los atlantes, una tal María Cárdenas, ya estaba muerta y que su reliquia sagrada había desaparecido misteriosamente. Después de ciertas investigaciones, llegué la conclusión de que podía estar en las manos del profesor Elías Medeiros… o sea, tu difunto abuelo. Como él no aceptó mi oferta, entré en vuestra casa cuando estabais fuera y la robé. No os disteis cuenta de ello porque tuve la buena idea de sustituirla por una falsificación muy bien hecha, que precisamente llevas ahora en el bolsillo. Por supuesto, los jeroglíficos no coinciden exactamente, pues hoy no queda nadie que pueda imitar la escritura atlante, pero la cosa coló bastante bien.
Tras procesar esta inesperada información, Bea dijo:
-Pero entonces, si ya tienes lo que querías… ¿por qué has estado espiando la casa de mis tíos?
-Bueno, es que aún no tengo todo lo que quiero, nena. O, mejor dicho, ahora sí que lo tengo, pero sólo desde que vosotros llegasteis aquí. Me voy a explicar, a ver si lo entendéis:
Suponía que tu abuelito te había hablado de mí, por lo que si me veías me podrías reconocer sin problemas. Todo lo que he hecho en los últimos tiempos (sacar fotos de tu casa, enviar una de mis agentes a la casa de tu amigo sabiendo que queríais tenderme una trampa, etc.) fue jugar contigo, representar una comedia para picar tu curiosidad… de modo que acabaras cayendo en mis manos por tu propia iniciativa, como así ha sucedido.
-Pero no lo entiendo… si ya tienes la joya, ¿qué más quieres de mí?
-¡Tú misma eres lo que quiero! Verás, los dioses olvidados de la Atlántida desean recibir cada cierto tiempo un sacrificio humano. Tu abuelo había sido seleccionado por María Cárdenas para servir de ofrenda, pero el azar impidió la culminación del holocausto. O, para ser más exactos, no la impidió, sino que la retrasó, porque todavía estamos a tiempo de ofrecerles a los dioses de la Atlántida la sangre de tu abuelo.
-Pero… ¡si mi abuelo ya está muerto!
-Claro, guapa, eso lo sé perfectamente. Pero resulta que tú, como nieta suya, llevas su sangre en tus venas.
Un par de minutos después, Brais y Bea estaban atados de pies y manos, además de amordazados con cinta adhesiva. Se hallaban en uno de los rincones más salvajes del bosque, donde el ramaje de los árboles apenas permitía que la luz del día llegara al suelo. En cuanto a Armando, se encontraba a escasos metros de ellos, mirándolos con unos ojos crueles donde refulgían la lujuria y la maldad del Averno. Pero, por lo demás, mantenía su rostro bastante sosegado. Tras disfrutar durante un tiempo con los gemidos desesperados de sus víctimas, decidió que ya era hora de preparar el ritual, pues la tarde ya estaba muy avanzada y permanecer en las profundidades de aquel bosque embrujado durante la noche podría resultar peligroso hasta para él mismo. Los preparativos no le llevarían mucho tiempo. A pesar de no poder descifrar los jeroglíficos atlantes, conocía, gracias a las enseñanzas del árabe loco Abdul Alhazred, las palabras idóneas para invocar a los dioses atlantes. Y el resultado tampoco supondría el menor riesgo para su propia vida. La joya que llevaba en el bolsillo, la Luna de Plata que había robado en la casa del profesor Medeiros, impediría que los dioses le causaran el menor daño, pues aquella esfera era el distintivo de los sacerdotes atlantes. Nadie que la portara sería dañado por los dioses (por eso María Cárdenas la había dejado caer antes de su suicidio).
Sonriendo ante el terror de sus prisioneros, Armando realizó las invocaciones pertinentes, empleando su voz solemne y armoniosa, que iba adquiriendo progresivamente una musicalidad casi mística.
Mientras aguardaba la muerte, Brais pensaba sobre todo en sus padres, que a aquellas horas estarían disfrutando de un opíparo banquete de bodas, seguramente muy felices y completamente ajenos al infierno que estaba sufriendo su hijo. Bea, que había sido educada por su abuelo en la fe católica, dirigía con el pensamiento a Jesús y a la Virgen las plegarias desesperadas que su boca amordazada no podía pronunciar. Y entonces sucedió aquello.
Dos grandes lobos del bosque, poseídos por los espíritus malignos a los que los atlantes llamaban dioses, emergieron de los arbustos, con los ojos llameantes y las mandíbulas cubiertas de espuma. Armando sonrió, anticipándose al placer perverso que le produciría ver a aquellas bestias endemoniadas despedazando a los niños con sus colmillos de acero. Pero su sonrisa se convirtió en una mueca horrenda cuando los lobos, en vez de atacar a Brais y Bea, se abalanzaron rabiosamente sobre el mismo hombre que los había invocado. Unos minutos después, de Armando Larson sólo quedaban allí unos pocos harapos ensangrentados. Todo lo demás había sido destrozado y devorado in situ por las ávidas fauces de los lobos, sin que el desdichado criminal hubiera tenido tiempo ni para lanzar un solo grito de agonía.
¿Qué había pasado? Me temo que deberé explicarlo yo, porque ni Brais ni Bea tenían la menor idea al respecto. Resulta que el abuelo de esta última, para despistar a posibles ladrones (o policías) que intentaran arrebatarle la Luna de Plata, había mandado hacer una copia casi perfecta, que guardó en un mueble de su casa, mientras que la verdadera joya estaba escondida en el jardín. Así, la Luna de Plata que había robado Armando en la casa del profesor Medeiros era, en realidad, tan falsa como la que él mismo había dejado en su lugar. Y por eso el abuelo de Bea no se había percatado de la sustitución: ¿para qué iba a examinar una joya que, a fin de cuentas, era falsa, si sabía que la verdadera seguía segura junto a la estatua de Baco? Entonces, en definitiva, aquella tarde Bea tenía la joya verdadera en su bolsillo, mientras que la que de Armando era una mera copia, sin el menor valor religioso. Él no había notado la diferencia, pero los dioses del inframundo que habían tomado posesión de los lobos sí lo habían hecho. No podían atacar a Bea, ni tampoco a Brais, quien, al estar atado junto a la muchacha, también recibía la protección de la Luna de Plata. Entonces, a falta de mejores alternativas para calmar su sed de sangre, optaron por atacar al mismo hombre que los había invocado.
Ya era noche cerrada cuando Brais y Bea, tras varias horas de inútiles forcejeos, consiguieron aflojar sus ligaduras y soltarse. Una vez libres, se fundieron en un cálido abrazo y se dijeron palabras cariñosas para consolarse y animarse mutuamente, pues, pese a hallarse sanos y salvos, aún tenían el miedo en el cuerpo. Una vez que se hubieron tranquilizado un poco, iniciaron el largo camino de vuelta a la ciudad. No tendrían más remedio que usar las piernas, pues Armando les había destrozado los móviles y no podían llamar a sus casas para que fueran a buscarlos. Mientras caminaban, Bea, casi llorando, le dijo a su amigo:
-Nunca podré perdonarme haberte metido en esto, Brais. Por mi culpa hoy los dos hemos estado a punto de morir… ¡y todo por este maldito pedazo de metal, que encima es más falso que un billete de treinta!
Dicho esto, la muchacha, en un arrebato de rabia infantil, se sacó del bolsillo la Luna de Plata y la arrojó a una poza del bosque. Así, aquella joya (que ella, confundida por las palabras de Armando, consideraba falsa, aunque nosotros sabemos que era auténtica) se hundió en las turbias aguas de la poza, perdiéndose así para siempre la última reliquia legítima del pueblo atlante.
Brais abrazó de nuevo a la desconsolada muchacha y le dijo con cariño:
-Tranquila, Bea, tú no tienes la culpa de nada. Yo era el detective y tenía que haberme dado cuenta de que nos habían tendido una trampa. Si hay aquí algún culpable, soy yo.
Bea, cada vez más emocionada y con lágrimas en los ojos, cortó a Brais para decirle:
-¡Eso no es verdad! Tú te has portado genial conmigo, a pesar de que casi no me conocías cuando te pedí que me ayudaras. Ahora puedes pedirme lo que quieras a cambio de tu ayuda, que, sea lo que sea, siempre será poco para pagar todo lo que te has arriesgado por mí.
Brais sonrió amablemente y dijo:
-No te preocupes, Bea, que no me debes nada, ¡si para mí no hay mayor placer que ayudar a una chica en apuros! Aunque… bueno, tú te llevas bien con Isa Castaño, ¿verdad? Pues si pudieras hablarle bien de mí… ¡ay, entonces sí que me harías un favor inmenso!