Fue una desganada curiosidad lo que llevó en un principio a Stephen Jones al Museo de Rogers. Alguien le había comentado algo acerca del extraño establecimiento subterráneo de la calle Southwark, cruzando el río, donde había estatuas de cera mucho más horribles que las peores efigies expuestas en el museo de Madame Tussaud, y se había acercado allí uh día de abril para ver cuánta decepción podía causarle. Extrañamente, no fue así. Había algo diferente y peculiar allí, después de todo. Por supuesto, no faltaban los truculentos tópicos: Landrú, el doctor Crippen, Madame Demers, Rizzio, Lady jane Grey, interminables víctimas mutiladas de la guerra y la revolución, y monstruos del tipo de Gilles de Rais y el Marqués de Sade; pero también había otros seres que aceleraron su respiración y le hicieron quedarse hasta que sonó la campanilla de cierre. El hombre que había diseñado tal colección no podía ser un vulgar saltimbanqui. Había imaginación, incluso genio enfermizo, en algunos de sus trabajos. Más tarde, había indagado acerca de George Rogers. El hombre había estado en el equipo del Tussaud, pero algún problema había hecho que lo abandonara. Se comentaban maledicencias acerca de su estado mental y chismes sobre su enloquecida forma de trabajar en secreto, aunque, posteriormente, la prosperidad de su propio museo subterráneo había embotado el filo de algunas críticas, al tiempo que afilado las insidiosas puntas de otras. La teratología e iconografía de pesadilla eran sus pasiones, e incluso él había tenido el tacto de emplazar algunas de sus peores efigies en una sala especial reservada a los adultos. Ésa era la estancia que tanto fascinara a Jones. Había bastardas entidades híbridas que sólo la fantasía podía incubar, modeladas con diabólica pericia y coloreadas con una horrible semejanza de vida.
Algunas eran las figuras de los mitos habituales: gorgonas, quimeras, dragones, cíclopes y todos sus tenebrosos congéneres. Otras estaban extraídas de ciclos de soterradas leyendas más oscuras y que se mencionaban en un tono más furtivo; el negro e informe Tsathoggua, el multitentaculado Cthulhu, el proboscídeo Chaugnar Faugn y otras blasfemias insinuadas en prohibidos libros, tales como el Necronomicón, el Libro de Eibon, o los Unaussprechlicben Kulten de Von Junzt. Pero lo peor de todo eran aquellos seres: completamente nuevos para Rogers, y mostrando figuras que ningún relato de la antigüedad osó jamás siquiera insinuar. Algunas eran odiosas parodias de formas de vida orgánicas conocidas mientras que otras parecían extraídas de febriles sueños sobre otros planetas o galaxias. Las extrañas pinturas de Clark Asthon Smith podrían sugerir algo de eso... pero nada podía insinuar el efecto de punzante, espantoso terror provocado por el gran tamaño y el trabajo diabólicamente hábil, así como las infernales e ingeniosas condiciones de luz bajo las que se exhibían. Stephen Jones, como ocioso degustador de la extravagancia en el arte, había visitado al propio Rogers en su sombría oficina o taller, más allá de la estancia abovedada del museo... una cripta que causaba espanto a la vista, alumbrada débilmente por polvorientas ventanas emplazadas cómo troneras horizontales en la pared de ladrillo, al nivel de los antiguos adoquines de un patio interior. Era allí donde se restauraban las imágenes... allí, también, era donde se elaboraban. Brazos, piernas, cabezas y torsos de cera yacían en grotesca mescolanza sobre varios bancos de trabajo, mientras que en altas estanterías se entremezclaban indiscriminadarnente pelucas enmarañadas, dientes de aspecto hambriento y ojos de cristal de mirada fija. Vestidos de todas clases pendían de ganchos y, en una estancia, había grandes pilas de cera color carne, así como estantes colmados con botes de pintura y pinceles de todos tipos. En el centro de la habitación había un gran horno usado para preparar la cera para su moldeado, con el hogar cubierto por un inmenso recipiente de hierro con bisagras, con un caño que permitía verter la cera fundida mediante el simple toque de un dedo.
Otras cosas en la deprimente cripta eran menos descriptibles: solitarias partes de problemáticas entidades cuyas formas completas eran los fantasmas del delirio. En otro extremo había una puerta de pesadas planchas de madera asegurada con un candado insólitamente grande y un símbolo muy curioso pintado en su superficie. Jones, que había tenido acceso, en cierta ocasión, al temible Necronomicón, se estremeció involuntariamente al reconocerlo. Este empresario, reflexionó, debía ser sin duda una persona de erudición desconcertantemente amplia en campos oscuros y dudosos. Tampoco le defraudó la conversación de Rogers. El hombre era alto, delgado y bastante desaliñado, con grandes ojos negros que relumbraban en un semblante pálido y habitualmente cubierto por una barba de varios días. No le molestó la intrusión de Jones, antes al contrario, pareció dar la bienvenida a la oportunidad de desahogarse con alguien interesado. Su voz era singularmente profunda y resonante, y albergaba una especie de refrenada intensidad que bordeaba lo febril. Jones no se asombró de que muchos le consideraran un demente. Mediante sucesivas preguntas — y las que en semanas sucesivas se convertirían en algo parecido a un hábito-, Jones había encontrado a Rogers progresivamente comunicativo y abierto. Desde el principio, hubo indicios de extrañas creencias y prácticas por parte del empresario, y, más tarde, tales insinuaciones se convirtieron en relatos abiertos cuya extravagancia —a pesar de una pocas fotografías de prueba— era casi cómica; Fue un día de junio, una noche que Jones había llevado una botella de buen whisky, cuando replicó a su anfitrión algo libremente que los relatos resultaban verdaderamente demenciales. Previamente, hubo salvajes narraciones sobre misteriosos viajes al Tíbet, al interior de África, al desierto de Arabia, al valle del Amazonas, Alaska y algunas islas poco conocidas del Pacífico Sur, además de jactancias de haber leído algunos libros monstruosos y casi míticos, tales como los prehistóricos fragmentos Pnakóticos y los cánticos del Dhol, atribuidos a la maligna e inhumana Leng; pero nada de todo esto había sido tan inconfundiblemente demencial como lo que había salido a relucir aquella tarde de junio bajo el influjo del whisky. Para ser sinceros, Rogers comenzó haciendo vagos alardes de haber descubierto ciertos seres en la naturaleza que nadie encontrara antes y haber vuelto con pruebas tangibles de tales descubrimientos. Según su perorata etílica, había llegado más lejos que nadie en la interpretación de los oscuros y primordiales libros que estudiara, siendo encaminado por ellos a algunos remotos lugares donde se ocultaban extraños supervivientes... supervivientes de eones y ciclos vitales anteriores a la humanidad, en algunos casos conectados con otras dimensiones y mundos; una comunicación que era frecuente en los olvidados días prehumanos. Jones se maravilló de las fantasías que tales ideas podían conjurar y se preguntó también cuál sería el historial mental de Rogers. Habría sido su trabajo entre los enfermizos espantajos del Madame Tussaud el inicio de tales vuelos de la imaginación o, por el contrario, era una tendencia innata, y la elección de su trabajo era simplemente una de sus manifestaciones? De cualquier forma, el trabajo del hombre estaba estrechamente ligado a sus ideas. Hasta entonces, no había confundido la tendencia? de sus sombrías insinuaciones con las monstruosidades de pesadilla de la velada sala de sólo adultos. Descuidando el ridículo, intentaba insinuar que no todo en aquellas anormalidades demoníacas era artificial.
Fue el abierto excepticismo y diversión de Jones ante tales pretensiones irresponsables lo que cortaron la creciente cordialidad. Rogers, evidentemente, se tornaba todo aquello muy en serio; de ahí en adelante, se tomó parco de palabras y resentido, tolerando a Jones sólo gracias a una tenaz ansiedad de romper su muro de educada y complaciente incredulidad. Continuaron los cuentos estrafalarios y las sugerencias sobre ritos y sacrificios a los indescriptibles dioses primordiales, y, a cada momento, Rogers podía guiar a su invitado a una de las odiosas blasfemias de la sala vedada y mostrar las facciones difíciles de compaginar con incluso la más delicada artesanía. Jones continuaba sus visitas impelido por una fascinación, aunque era consciente de haber perdido la estima de su anfitrión. A veces intentaba congeniar con Rogers mediante fingidos asentimientos a sus locas insinuaciones o afirmaciones, pero el enjuto empresario rara vez resultaba engañado por tales tácticas. La tensión culminó en septiembre. Jones se había dejado caer casualmente en el museo una tarde y deambulaba por los penumbrosos corredores, cuyos horrores le eran ahora tan familiares, cuando escucho un sonido muy curioso proveniente de la dirección del taller de Rogers. Otros lo escucharon también y se sobresaltaron nerviosamente mientras los ecos retumbaban por el gran sótano abovedado. Los tres empleados cambiaron extrañas miradas, y uno de ellos, un oscuro y taciturno sujeto de aspecto extranjero que siempre oficiaba como encargado de Rogers, sonrió de una forma que pareció confundir a sus colegas y que hirió violentamente la sensibilidad de Jones. Era el aullido o el grito de un perro, y era un sonido lanzado bajo un espanto supremo entremezclado con agonía. Su frenesí desnudo y angustiado era espantoso de escuchar y, en aquel establecimiento de grotesca anormalidad, resultaba doblemente odioso. Jones recordó que no se admitían perros en el museo. Estaba a punto de ir hasta la puerta que llevaba al taller; cuando el oscuro empleado le detuvo con palabras y gestos. Mr. Rogers, dijo el hombre, con una suave y ligeramente acentuada voz, al tiempo apologética y vagamente sardónica, estaba fuera y había órdenes tajantes de no admitir a nadie en el taller en su ausencia. Respecto a aquel aullido, sin duda procedía del patio adjunto al museo. La vecindad estaba llena de chuchos extraviados, y sus peleas a veces eran impresionantemente ruidosas. No había perros en ningún lugar del museo. Pero si Mr. Jones deseaba ver a Mr. Rogers, podría encontrarle justo antes del cierre.
Tras aquello, Jones subió los viejos peldaños de piedra hacia la calle y examinó el mísero vecindario con curiosidad. Los pobres y decrépitos edificios — antiguamente moradas y ahora, en su mayoría, tiendas y almacenes- eran realmente vetustos. Algunos de ellos tenían techos a dos aguas que parecían devolver a los tiempos de los Tudor, y un débil hedor miasmático pendía sobre toda la zona. Junto a la sucia construcción cuyos sótanos albergaban el museo, había un bajo soportal que daba paso a un oscuro callejón empedrado, y Jones sintió un vago deseo de encontrar el patio tras el taller y tranquilizar a su mente respecto del asunto del perro. El patio estaba en penumbra bajo la tardía luz del ocaso, cercado por paredes traseras, aún más feas e intangiblemente amenazadoras que las destartaladas fachadas de las malignas y antiguas casas: No había ningún perro a la vista, y Jones se preguntó cómo podrían las consecuencias de aquel frenético alboroto desvanecerse tan rápido. A pesar de la afirmación del encargado sobre que no había ningún perro en el museo, Jones escrutó nerviosamente los tres ventanucos del taller del sótano: angostos rectángulos horizontales; cercanos al pavimento lleno de hierbas, con hoscos cristales que parecían tan repulsivos e indiferentes como los ojos de un pez muerto. A su izquierda, un gastado tramo de escalones guiaban a una gruesa y pesadamente aherrojada puerta. Algún impulso le llevó a agacharse sobre los húmedos adoquines resquebrajados y escudriñar, esperando que las gruesas cortinas verde, movidas mediante largas cuerdas que pendían de un nivel asequible, estuvieran bajadas. La superficie exterior estaba enturbiada por la suciedad, pero mientras las frotaba con su pañuelo vio que no había cortinas entorpeciendo la visión.
Tan oscuro estaba el interior del sótano que no había mucho que ver, pero el grotesco instrumental de trabajo amenazaba espectralmente a cada momento a Jones, según iba probando cada ventana. Al principio parecía evidente que no había nadie en el interior, pero cuando observó por la ventana de la derecha -la más cercana al corredor de entrada—, vio un resplandor en el extremo más alejado de la estancia que le hizo detenerse perplejo. No había ninguna razón para la presencia de esa luz. Era una zona interior de la estancia y no podía recordar luces de gas o eléctricas en ese lugar. Otra mirada delimitó el resplandor a un amplió rectángulo vertical, y un pensamiento brotó en su cabeza. En esa dirección, siempre se había percatado de la pesada puerta de planchas con el candado anormalmente grande; la puerta que nunca estaba abierta y sobre la que estaba crudamente trazado el odioso y críptico símbolo proveniente de los fragmentarios anales de prohibidas magias primordiales. Debía estar abierta en aquel instante, y había una luz en su interior. Todas sus primeras especulaciones acerca de dónde guiaría aquella puerta, y lo que habría tras ella, se renovaron entonces con multiplicada e inquietante fuerza. Jones deambuló sin objetivo alrededor del deprimente vecindario hasta el cierre, a las seis en punto, momento en que volvió al museo para interrogar a Rogers. Apenas podía decirse por qué deseaba tan fervientemente ver en aquél momento al hombre, pero debía tener algunos recelos inconscientes sobre aquel terrible y no ubicado grito canino de la tarde, así como sobre el resplandor en aquel inquietante, y habitualmente cerrado, portón de pesado candado. Los empleados se habían ido cuando llegó, y pensó que Orabona —el cetrino encargado de aspecto extranjero— le había mirado con algo parecido a una diversión astuta y soterrada. No le gustaba aquella mirada, aun cuando le había visto dirigírsela a su patrón multitud de veces. La abovedada sala de exhibición resultaba fantasmal al estar desierta, pero él la cruzó rápidamente y golpeó en la puerta de la oficina y taller. La respuesta se demoró, aunque hubo pasos en el interior. Finalmente, respondiendo a una segunda llamada, el cerrojo chasqueó, y la antigua puerta de seis paneles crujió abriéndose renuentemente, revelando la figura desganada y de ojos febriles de George Rogers. Desde el principio, resultó evidente que el empresario estaba de un insólito humor. Una peculiar mezcla de reluctancia y a la vez alegría al recibirle, y, en un instante, su charla sé desvió hacia extravagancias de la clase más espantosa e increíble.
Supervivientes dioses primordiales... sacrificios indescriptibles... la pretensión de realidad sobre algunos de los horrores de la sala... todos los alardes habituales, aunque completados con unas peculiares confidencias en aumento. Obviamente, reflexionó Jones, la locura del pobre diablo se estaba imponiendo. A veces, Rogers lanzaba miradas furtivas a la pesada puerta interior cerrada con candado, del extremo de la habitación, o hacia una pieza de tosca arpillera depositada en el suelo; no lejos de - él, bajo la que parecía yacer algún objeto. Jones fue poniéndose más nervioso según transcurría el tiempo, y comenzó a tener dudas sobre la conveniencia de mencionar los extraños sucesos de la tarde, tal como primeramente había querido ansiosamente hacer. La voz de bajo, sepulcralmente resonante, de Rogers casi se rompió bajo la excitación de su febril farfullo.
—¿Recuerdas —espetó— lo que te dije sobre esa ciudad en minas de Indochina donde vivían los Tcho-Tcho? Tuviste que admitir que había estado cuando viste las fotografías, aun pensando que yo hice de cera a aquel nadador ovalado de la oscuridad. Si los hubieras Visto contorsionarse en las piscinas subterráneas como yo... Bueno, esto es aún mayor. Nunca te hablé de ello, porque quería rematarla antes de hacer ninguna pretensión. Cuando veas la instantánea, sabrás que la geografía no puede haber sido falsificada, e imagino que tengo otra forma de probar que Eso no es ninguno de mis productos de cera. Nunca la has visto porque los experimentos no me permitían ponerla en exhibición.
El empresario miró de forma extraña hacia la puerta cerrada con el candado. —Todo procede de ese gran ritual del octavo fragmento Pnakótico. Existieron seres en el norte; antes de la tierra de Lomar —previos a la existencia de la humanidad-, y esto es uno de ellos. Tuvimos que ir a Alaska y remontar el Noatak desde Fort Morton, pero la cosa estaba allí donde yo sabía que estaría. Grandes ruinas ciclópeas, hectáreas de ellas. Quedaba menos de lo que creíamos, ¿pero qué se puede esperar después de tres millones de años? ¿Y no apuntan las leyendas de los esquimales en esa misma dirección? No pudimos llevar uno de esos infelices con nosotros, y tuvimos que conducir el trineo todo el camino de vuelta a Nome en busca de americanos. A Orabona no le sentaba bien aquel clima, se volvió hosco e irritable. Más tarde te contaré cómo lo encontramos. Cuando volarnos el hielo de los pilares de la ruina central, la escalera estaba donde sabíamos que debía estar. Quedaban algunas tallas, y no hubo ningún problema para impedir que los yanquis nos siguieran al interior. Orabona temblaba como una hoja... nunca pensarías eso por la forma en que se pavonea ese maldito insolente. Sabía lo bastante de la Tradición Primigenia para estar apropiadamente temeroso. La luz eterna desapareció, pero nuestras antorchas alumbraban lo bastante. Vimos los huesos de otros que habían llegado antes que nosotros... eones atrás, cuando el clima era cálido. Algunos de esos huesos pertenecían a seres como jamás has imaginado. En el tercer nivel subterráneo encontrarnos el trono de marfil sobre el que tanto hablan los fragmentos... y puedo decirte con conocimiento de causa que no estaba vacío. El ser del trono no se movía... y supimos que Eso necesitaba un sacrificio. Pero no deseábamos despertarlo. Era mejor llevarlo primero a Londres. Orabona y yo volvimos a la superficie en busca de -una gran caja, pero cuándo lo hubimos metido no pudimos subirla los tres tramos de escalones. Aquellos peldaños estaban hechos para seres humanos, y su tamaño nos estorbaba. De cualquier forma, era diabólicamente pesado. Tuvimos que traer a los americanos abajo para sacar a Eso. No estaban ansiosos de entrar en el sitio, pero, por supuesto, lo peor estaba a salvo dentro de la caja. Les dijimos que era un lote de tallas de marfil.. muestras arqueológicas, y, tras ver el trono tallado, probablemente nos creyeron. Es un prodigio que no se imaginaran la existencia de un tesoro oculto y pidieran una parte. Habrán contado extraños cuentos en Nome más tarde, aunque dudo de que volvieran a esas ruinas, incluso -bajo el señuelo del trono de marfil.
Rogers hizo una pausa, revolvió en su escritorio y exhibió un sobre con fotografías de gran tamaño. Sacando una y colocándola ante sí boca abajo, tendió el resto a Jones. El escenario era verdaderamente extraño; colinas cubiertas de hielo, trineos de perros, hombres envueltos en pieles e inmensas ruinas derrumbadas contra un telón de nieve.., ruinas cuyos contornos extravagantes e inmensos bloques de piedra a duras penas podían ser descritos. Una, realizada con flash, mostraba una increíble estancia interior con extrañas tallas y un curioso trono cuyas proporciones implicaban que no había sido diseñado para ocupantes humanos. Las tallas de la gigantesca construcción —elevados muros y techos peculiarmente abovedados— eran totalmente simbólicas e incluían diseños completamente desconocidos y algunos jeroglíficos oscuramente citados en obscenas leyendas. Sobre el trono destacaba el mismo símbolo espantoso que ahora estaba pintado en el taller sobre la puerta de hierro cerrada con candado. Jones lanzó una nerviosa mirada al portal cerrado. Sin duda, Rogers había estado en extraños lugares y visto extraños seres. Aún así, aquellas demenciales fotografías de interior podían ser fácilmente un fraude, tomadas en un escenario inteligentemente diseñado. Uno no debía ser demasiado crédulo. Pero Rogers estaba prosiguiendo.
-Bueno, embarcamos la caja en Nome y fuimos a Londres sin ningún problema. Era la primera vez que volvíamos trayendo algo que tuviera un resto de vida. No lo exhibimos: había cosas mas importantes que hacer con Eso. Necesitaba el alimento de un sacrificio, ya que Eso era un dios. Desde luego, yo no podía suministrarle la clase de sacrificio que solían brindarle en sus días, ya que tales cosas no existen ahora. Pero había otros seres que podían servir. La sangre es vida, ya sabes. Aún los lemures y los elementales que son más viejos que la tierra reaparecen cuando la sangre de hombres o bestias se les ofrece en las condiciones adecuadas.
La expresión del rostro del narrador estaba volviéndote progresivamente alarmante y repulsiva, por lo que Jones se removió involuntariamente en su silla. Rogers pareció percatarse del nerviosismo de su invitado y prosiguió con una peculiar sonrisa maligna.
—Traje Eso el año pasado, y desde entonces he estado probando ritos y sacrificios. Orabona no ha sido de mucha ayuda, ya que siempre estuvo en contra de la idea de despertarlo. Odia a Eso... probablemente porque tiene miedo de lo que Eso pueda llegar a significar. Lleva encima una pistola, en todo momento, -para protegerse.. imbécil, ¡como si hubiera alguna protección humana contra ese Ser! Si lo veo alguna vez usar esa pistola, lo estrangulo. Quiere que lo mate y haga una efigie con Eso. Pero estoy empecinado en mis propios planes y los llevaré a cabo, ¡a pesar de todos los cobardes como Orabona y todos los malditos escépticos sardónicos como tú, Jones! He entonado los ritos, realizado ciertos sacrificios y la última semana hubo un cambio. El sacrificio fue.... ¡aceptado y agradecido!
En ese momento, Rogers se relamió los -labios, mientras Jones permanecía incómodamente rígido. El empresario se detuvo y se alzó, cruzando la sala hacia la pieza de arpillera que tan a menudo ojeara. Inclinándose, asió una de las esquinas mientras volvía a hablar.
—Ya te has reído bastante de mi trabajo... es el momento de que conozcas ciertos hechos. Orabona me dijo que escuchaste el aullido de un perro por aquí esta tarde. ¿Sabes lo que eso significa?
Jones se sobresaltó. A pesar de toda su curiosidad, se hubiera contentado con salir sin arrojar más luz sobre el asunto que tanto le desconcertaba. Pero Rogers fue inexorable y comenzó a alzar la pieza de arpillera. Bajo ella yacía una exprimida, casi informe masa que Jones tardó en clasificar. ¿Qué fue aquel ser viviente que algo había aplastado; exprimiendo su sangre y perforándolo en un millar de sitios, retorciéndolo en una destrozada y grotesca masa de huesos rotos? Tras un momento, Jones comprendió lo que debía ser. Era lo que quedaba de un perro; un perro, quizás, de considerable tamaño y color blanquecino. Su raza era imposible de reconocer, ya que la torsión le había convertido en una indescriptible y odiosa forma. La mayor parte del pelaje estaba quemado como por efecto de un fuerte ácido, y la desnuda piel sin sangre estaba plagada de innumerables heridas o incisiones circulares. El método de tortura necesario para causar tal resultado estaba más allá de la imaginación.
Jones, con una neta aversión que se impuso a su ascendente desazón, saltó en pie con un grito.
-¡Tú, maldito sádico... demente... haces una cosa así y te llamas un hombre decente!
Rogers dejó caer la arpillera con una maligna sonrisa despectiva y encaró a su huésped, que se aproximaba.. Sus palabras transmitían una calma antinatural.
—¿Por qué, imbécil, crees que yo hice esto? Admitamos que el resultado es desagradable para nuestros limitados criterios humanos. ¿Y qué? Ni es humano ni pretende serlo. El sacrificio simplemente se le ofrece. Entregué este perro a Eso. Lo sucedido es obra suya, no mía. Necesita alimentarse de lo ofrecido y lo hace a su propia manera. Pero déjame que te enseñe cómo es.
Mientras Jones aguardaba dudoso, el orador volvió a su escritorio y cogió la fotografía que antes dejara boca abajo sin mostrar. Ahora se la tendió con una curiosa mirada. Jones la tomó y la miró, de forma mecánica. Tras un instante, la mirada del visitante se volvió más atenta y absorta, ya que la fuerza completamente satánica del ser retratado tenía un efecto casi hipnótico. Verdaderamente, Rogers se había sobrepasado al modelar la espantosa pesadilla captada por la cámara. El ser era una obra de genio puro e infernal, y Jones se preguntó cómo reaccionaría el público cuando fuera puesto en exhibición. Un ser tan odioso no tenía derecho a la existencia... probablemente, la simple visión de eso, tras ser hecho, había completado el desequilibrio de la mente de su autor, llevándole a adorarlo con brutales sacrificios. Sólo una fuerte cordura podía resistir la insidiosa sugerencia de que -la blasfemia era -o había sido— alguna exótica enfermiza forma de vida. El ser del retrato se sentaba o estaba sujeto, sobre una hábil reproducción del monstruosamente tallado trono de las curiosas fotografías anteriores. Describirlo con un vocabulario ordinario sería imposible, ya que no existía nada, ni siquiera aproximadamente similar, que se correspondiera con lo que siempre ha llenado la imaginación de la humanidad cuerda. Representaba algo quizás lejanamente conectado con los vertebrados de este planeta... aunque no se podía estar muy seguro de eso. Sus dimensiones eran ciclópeas, ya que, incluso sentado, se alzaba a casi el doble de altura que Orabona, que estaba retratado al lado. Mirando con atención, se podían seguir sus similitudes con las formas corporales de los vertebrados superiores. Tenía un torso casi globular con seis largos y sinuosos miembros rematados en pinzas de cangrejo. En su extremo superior, un globo secundario surgía hacia delante como una burbuja; el triángulo de tres ojos fijos de pescado, sus grandes patas y la evidentemente flexible trompa, así como un distendido sistema lateral análogo a las branquias, sugería que era una cabeza. La mayor parte del cuerpo estaba cubierto con lo que a primera vista parecía ser piel, pero a la que un examen más detenido mostraba como una densa mata de oscuros y delgados tentáculos o filamentos de succión, cada uno provisto de una boca que recordaba a la cabeza de un áspid. En la cabeza, tras la trompa, los tentáculos tendían a ser más largos y gruesos, marcados con listas espirales... sugiriendo el tradicio¬nal cabello de serpiente de Medusa. Decir que tal ser tenía una expresión parecía paradójico, aunque Jones sintió que el triángulo de saltones ojos de pez y que esa oblicuamente suspendida trompa desprendían una mezcla de odio, glotonería y completa crueldad incomprensibles para un ser humano, ya se hallaban entremezcladas con otras emociones ajenas al mundo o incluso al sistema solar. En esta bestial anormalidad, reflexionó, Rogers debía haber vertido toda su demencia maligna y todo su extraordinario genio de escultor. El ser era increíble.., aun cuando la fotografía probara su existencia.
Rogers interrumpió sus ensueños.
—Bueno... ¿Qué piensas de Eso? ¿No preguntas ahora qué es lo que ha aplastado al perro y lo ha exprimido con un millón de bocas? Necesitaba alimentarse... y volverá a necesitarlo. Es un dios, y yo soy el primer sacerdote de su postrer culto. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Crías!
Jones bajó la foto con disgusto y piedad.
— Mira, Rogers, esto no puede ser. Todo tiene sus limites, tú lo sabes. Es una gran obra y todo eso, pero no es tu dios. Mej6r sería que no la vieras nunca más... deja que Orabona se deshaga de ella y trata de olvidarla. Y déjame romper esta foto bestial, también.
Con un graznido, Rogers le arrancó la foto y la devolvió al escritorio.
—Imbécil... tú... ¡tú todavía crees que todo es un fraude! ¡Todavía piensas que hice Eso y que mis figuras no son otra cosa que cera inerte! ¡Maldito seas, eres aún más patán que una imagen de cera de ti mismo! ¡Pero te daré pruebas y sabrás! No ahora mismo, ya que Eso descansa tras el sacrificio, más tarde. Oh, sí... no te quedarán dudas entonces acerca de su poder.
Mientras Rogers observaba hacia la puerta interior del candado, Jones tomó sombrero y bastón de un banco cercano.
—Muy bien, Rogers, lo dejaremos para más tarde. Ahora tengo que irme, pero volveré mañana por la tarde. Ten en cuenta mi advertencia y mira si no suena sensata. Pregunta también a Orabona lo que piensa.
Rogers enseñó sus dientes como una bestia salvaje.
—Tienes que irte, ¿eh? ¡Así que tienes miedo! ¡Miedo a pesar de toda esa palabrería! Dices que las efigies son sólo cera, pero sales corriendo cuando comienzo a probar que no lo son. Eres como los tipos que apuestan que son capaces de pasar una noche en el museo... vienen envalentonados, pero después de una hora ¡están gritando y aporreando para que les dejen salir! Quieres que pregunte a Orabona, ¿eh? Vosotros dos... ¡Siempre contra mi! ¡Queréis impedir el próximo reinado terrenal de Eso!
Jones conservó la calma.
-No, Rogers... nadie está en contra tuya. Tampoco tengo miedo de tus figuras; de hecho, admiro tu trabajo. Estamos un poco nerviosos esta noche, pero supongo que algo de descanso nos hará sentir mejor.
De nuevo, Rogers refrenó la partida de su invitado.
—No tienes miedo, ¿eh?... Entonces, ¿por qué estás tan ansioso de marcharte?... ¿Te atreves o no a quedarte a solas aquí, en la oscuridad? ¿A qué tanta prisa si no crees en Eso?
Alguna nueva idea parecía haberse despertado en Rogers, yJones le observó atentamente.
—Bueno, no tengo especial prisa... ¿pero qué ganaría quedándome aquí a solas en la oscuridad? ¿Qué probaría? Mi única pega es que es poco confortable para dormir. ¿Qué mejor podemos hacer?
En ese momento, fue Jones quien tuvo una idea. Continuó en tono conciliador.
— Mira, Rogers... te acabo de preguntar qué probaría quedándome aquí, cuando ambos lo sabemos. Probaría que tus efigies son sólo eso, y que no debes dejar que tu imaginación te lleve por donde te ha llevado últimamente. Supón que me quedo. Si aguanto hasta el amanecer, ¿aceptarás tomarte de otra forma las cosas... marcharte tres meses de vacaciones o así y dejar que Orabona destruya esa nueva creación? Bueno... ¿Qué te parece?
El rostro del empresario resultaba difícil de interpretar. Era patente que estaba pensando rápidamente y que, de las diversas emociones en conflicto, el triunfo maligno llevaba las de ganar. Su voz tuvo una cualidad estremecedora al responder.
—¡Hecho! Si aguantas, seguiré tus indicaciones. Pero tienes que aguantar. Iremos a cenar y volveremos. Te encerraré en la sala de exhibiciones y me iré a casa. Por la mañana, volveré antes que Orabona él viene media hora antes que los demás— para ver cómo estás. Pero no digas nada hasta estar totalmente seguro de tu excepticismo. Otros se han echado atrás... tienes esa opción. Y supongo que aporrear en la puerta exterior llamará la atención de algún policía. Puede que no te guste tanto después de un rato... estarás en el mismo edificio, aunque no en la misma habitación que Eso.
Mientras dejaban la puerta trasera en el sucio patio interior, Rogers llevó consigo la pieza de arpillera... lastrada con su horrible carga. Cerca del centro del patio había un agujero de alcantarilla cuya tapa quitó silenciosamente el empresario, dando una estremecedora impre¬sión de familiaridad con aquella tarea. Con arpillera y todo, el lastre cayó al olvido del laberinto de las cloacas. Jones se estremeció y casi se encogió ante la enjuta figura que iba a su lado cuando salieron a la calle. De tácito acuerdo, no cenaron juntos, pero quedaron en reunirse frente al museo a las once. Jones tomó un coche y respiró más tranquilo al cruzar el puente de Waterloo y aproxirnarse al brillantemente iluminado Strand. Cenó en un café tranquilo y, posterior¬mente, volvió a su casa de Portland Place para bañarse y coger unas pocas cosas. Ociosamente, se preguntó qué estaría haciendo Rogers. Había oído decir que el hombre tenía una amplia y sombría casa en Walworth Road, llena de libros oscuros y prohibidos, útiles ocultistas e imágenes de cera que no se atrevía a poner en exhibición. Orabona, según se decía, vivía en otra ala de la misma casa. A las once, Jones encontró a Rogers esperando en la puerta del sótano en Southwark Street. Cruzaron pocas palabras, pero ambos parecían sentir con la amenazadora tensión. Convinieron en que la sala de exhibición abovedada sería el lugar de la prueba y Rogers no insistió en que el observador se quedara en la estancia, especial para adultos, de los supremos horrores. El empresario, habiendo apagado todas las luces con interruptores manejados desde el taller, cerró la puerta de la cripta con una de la llaves de su atestado llavero. Sin estrecharle la mano, salió a la calle, cerró la puerta tras de sí y ascendió los gastados peldaños hacia la calleja exterior. Cuando dejaron de oírse las pisadas, Jones comprendió que la larga y tediosa vigilia había comenzado.
Algunas eran las figuras de los mitos habituales: gorgonas, quimeras, dragones, cíclopes y todos sus tenebrosos congéneres. Otras estaban extraídas de ciclos de soterradas leyendas más oscuras y que se mencionaban en un tono más furtivo; el negro e informe Tsathoggua, el multitentaculado Cthulhu, el proboscídeo Chaugnar Faugn y otras blasfemias insinuadas en prohibidos libros, tales como el Necronomicón, el Libro de Eibon, o los Unaussprechlicben Kulten de Von Junzt. Pero lo peor de todo eran aquellos seres: completamente nuevos para Rogers, y mostrando figuras que ningún relato de la antigüedad osó jamás siquiera insinuar. Algunas eran odiosas parodias de formas de vida orgánicas conocidas mientras que otras parecían extraídas de febriles sueños sobre otros planetas o galaxias. Las extrañas pinturas de Clark Asthon Smith podrían sugerir algo de eso... pero nada podía insinuar el efecto de punzante, espantoso terror provocado por el gran tamaño y el trabajo diabólicamente hábil, así como las infernales e ingeniosas condiciones de luz bajo las que se exhibían. Stephen Jones, como ocioso degustador de la extravagancia en el arte, había visitado al propio Rogers en su sombría oficina o taller, más allá de la estancia abovedada del museo... una cripta que causaba espanto a la vista, alumbrada débilmente por polvorientas ventanas emplazadas cómo troneras horizontales en la pared de ladrillo, al nivel de los antiguos adoquines de un patio interior. Era allí donde se restauraban las imágenes... allí, también, era donde se elaboraban. Brazos, piernas, cabezas y torsos de cera yacían en grotesca mescolanza sobre varios bancos de trabajo, mientras que en altas estanterías se entremezclaban indiscriminadarnente pelucas enmarañadas, dientes de aspecto hambriento y ojos de cristal de mirada fija. Vestidos de todas clases pendían de ganchos y, en una estancia, había grandes pilas de cera color carne, así como estantes colmados con botes de pintura y pinceles de todos tipos. En el centro de la habitación había un gran horno usado para preparar la cera para su moldeado, con el hogar cubierto por un inmenso recipiente de hierro con bisagras, con un caño que permitía verter la cera fundida mediante el simple toque de un dedo.
Otras cosas en la deprimente cripta eran menos descriptibles: solitarias partes de problemáticas entidades cuyas formas completas eran los fantasmas del delirio. En otro extremo había una puerta de pesadas planchas de madera asegurada con un candado insólitamente grande y un símbolo muy curioso pintado en su superficie. Jones, que había tenido acceso, en cierta ocasión, al temible Necronomicón, se estremeció involuntariamente al reconocerlo. Este empresario, reflexionó, debía ser sin duda una persona de erudición desconcertantemente amplia en campos oscuros y dudosos. Tampoco le defraudó la conversación de Rogers. El hombre era alto, delgado y bastante desaliñado, con grandes ojos negros que relumbraban en un semblante pálido y habitualmente cubierto por una barba de varios días. No le molestó la intrusión de Jones, antes al contrario, pareció dar la bienvenida a la oportunidad de desahogarse con alguien interesado. Su voz era singularmente profunda y resonante, y albergaba una especie de refrenada intensidad que bordeaba lo febril. Jones no se asombró de que muchos le consideraran un demente. Mediante sucesivas preguntas — y las que en semanas sucesivas se convertirían en algo parecido a un hábito-, Jones había encontrado a Rogers progresivamente comunicativo y abierto. Desde el principio, hubo indicios de extrañas creencias y prácticas por parte del empresario, y, más tarde, tales insinuaciones se convirtieron en relatos abiertos cuya extravagancia —a pesar de una pocas fotografías de prueba— era casi cómica; Fue un día de junio, una noche que Jones había llevado una botella de buen whisky, cuando replicó a su anfitrión algo libremente que los relatos resultaban verdaderamente demenciales. Previamente, hubo salvajes narraciones sobre misteriosos viajes al Tíbet, al interior de África, al desierto de Arabia, al valle del Amazonas, Alaska y algunas islas poco conocidas del Pacífico Sur, además de jactancias de haber leído algunos libros monstruosos y casi míticos, tales como los prehistóricos fragmentos Pnakóticos y los cánticos del Dhol, atribuidos a la maligna e inhumana Leng; pero nada de todo esto había sido tan inconfundiblemente demencial como lo que había salido a relucir aquella tarde de junio bajo el influjo del whisky. Para ser sinceros, Rogers comenzó haciendo vagos alardes de haber descubierto ciertos seres en la naturaleza que nadie encontrara antes y haber vuelto con pruebas tangibles de tales descubrimientos. Según su perorata etílica, había llegado más lejos que nadie en la interpretación de los oscuros y primordiales libros que estudiara, siendo encaminado por ellos a algunos remotos lugares donde se ocultaban extraños supervivientes... supervivientes de eones y ciclos vitales anteriores a la humanidad, en algunos casos conectados con otras dimensiones y mundos; una comunicación que era frecuente en los olvidados días prehumanos. Jones se maravilló de las fantasías que tales ideas podían conjurar y se preguntó también cuál sería el historial mental de Rogers. Habría sido su trabajo entre los enfermizos espantajos del Madame Tussaud el inicio de tales vuelos de la imaginación o, por el contrario, era una tendencia innata, y la elección de su trabajo era simplemente una de sus manifestaciones? De cualquier forma, el trabajo del hombre estaba estrechamente ligado a sus ideas. Hasta entonces, no había confundido la tendencia? de sus sombrías insinuaciones con las monstruosidades de pesadilla de la velada sala de sólo adultos. Descuidando el ridículo, intentaba insinuar que no todo en aquellas anormalidades demoníacas era artificial.
Fue el abierto excepticismo y diversión de Jones ante tales pretensiones irresponsables lo que cortaron la creciente cordialidad. Rogers, evidentemente, se tornaba todo aquello muy en serio; de ahí en adelante, se tomó parco de palabras y resentido, tolerando a Jones sólo gracias a una tenaz ansiedad de romper su muro de educada y complaciente incredulidad. Continuaron los cuentos estrafalarios y las sugerencias sobre ritos y sacrificios a los indescriptibles dioses primordiales, y, a cada momento, Rogers podía guiar a su invitado a una de las odiosas blasfemias de la sala vedada y mostrar las facciones difíciles de compaginar con incluso la más delicada artesanía. Jones continuaba sus visitas impelido por una fascinación, aunque era consciente de haber perdido la estima de su anfitrión. A veces intentaba congeniar con Rogers mediante fingidos asentimientos a sus locas insinuaciones o afirmaciones, pero el enjuto empresario rara vez resultaba engañado por tales tácticas. La tensión culminó en septiembre. Jones se había dejado caer casualmente en el museo una tarde y deambulaba por los penumbrosos corredores, cuyos horrores le eran ahora tan familiares, cuando escucho un sonido muy curioso proveniente de la dirección del taller de Rogers. Otros lo escucharon también y se sobresaltaron nerviosamente mientras los ecos retumbaban por el gran sótano abovedado. Los tres empleados cambiaron extrañas miradas, y uno de ellos, un oscuro y taciturno sujeto de aspecto extranjero que siempre oficiaba como encargado de Rogers, sonrió de una forma que pareció confundir a sus colegas y que hirió violentamente la sensibilidad de Jones. Era el aullido o el grito de un perro, y era un sonido lanzado bajo un espanto supremo entremezclado con agonía. Su frenesí desnudo y angustiado era espantoso de escuchar y, en aquel establecimiento de grotesca anormalidad, resultaba doblemente odioso. Jones recordó que no se admitían perros en el museo. Estaba a punto de ir hasta la puerta que llevaba al taller; cuando el oscuro empleado le detuvo con palabras y gestos. Mr. Rogers, dijo el hombre, con una suave y ligeramente acentuada voz, al tiempo apologética y vagamente sardónica, estaba fuera y había órdenes tajantes de no admitir a nadie en el taller en su ausencia. Respecto a aquel aullido, sin duda procedía del patio adjunto al museo. La vecindad estaba llena de chuchos extraviados, y sus peleas a veces eran impresionantemente ruidosas. No había perros en ningún lugar del museo. Pero si Mr. Jones deseaba ver a Mr. Rogers, podría encontrarle justo antes del cierre.
Tras aquello, Jones subió los viejos peldaños de piedra hacia la calle y examinó el mísero vecindario con curiosidad. Los pobres y decrépitos edificios — antiguamente moradas y ahora, en su mayoría, tiendas y almacenes- eran realmente vetustos. Algunos de ellos tenían techos a dos aguas que parecían devolver a los tiempos de los Tudor, y un débil hedor miasmático pendía sobre toda la zona. Junto a la sucia construcción cuyos sótanos albergaban el museo, había un bajo soportal que daba paso a un oscuro callejón empedrado, y Jones sintió un vago deseo de encontrar el patio tras el taller y tranquilizar a su mente respecto del asunto del perro. El patio estaba en penumbra bajo la tardía luz del ocaso, cercado por paredes traseras, aún más feas e intangiblemente amenazadoras que las destartaladas fachadas de las malignas y antiguas casas: No había ningún perro a la vista, y Jones se preguntó cómo podrían las consecuencias de aquel frenético alboroto desvanecerse tan rápido. A pesar de la afirmación del encargado sobre que no había ningún perro en el museo, Jones escrutó nerviosamente los tres ventanucos del taller del sótano: angostos rectángulos horizontales; cercanos al pavimento lleno de hierbas, con hoscos cristales que parecían tan repulsivos e indiferentes como los ojos de un pez muerto. A su izquierda, un gastado tramo de escalones guiaban a una gruesa y pesadamente aherrojada puerta. Algún impulso le llevó a agacharse sobre los húmedos adoquines resquebrajados y escudriñar, esperando que las gruesas cortinas verde, movidas mediante largas cuerdas que pendían de un nivel asequible, estuvieran bajadas. La superficie exterior estaba enturbiada por la suciedad, pero mientras las frotaba con su pañuelo vio que no había cortinas entorpeciendo la visión.
Tan oscuro estaba el interior del sótano que no había mucho que ver, pero el grotesco instrumental de trabajo amenazaba espectralmente a cada momento a Jones, según iba probando cada ventana. Al principio parecía evidente que no había nadie en el interior, pero cuando observó por la ventana de la derecha -la más cercana al corredor de entrada—, vio un resplandor en el extremo más alejado de la estancia que le hizo detenerse perplejo. No había ninguna razón para la presencia de esa luz. Era una zona interior de la estancia y no podía recordar luces de gas o eléctricas en ese lugar. Otra mirada delimitó el resplandor a un amplió rectángulo vertical, y un pensamiento brotó en su cabeza. En esa dirección, siempre se había percatado de la pesada puerta de planchas con el candado anormalmente grande; la puerta que nunca estaba abierta y sobre la que estaba crudamente trazado el odioso y críptico símbolo proveniente de los fragmentarios anales de prohibidas magias primordiales. Debía estar abierta en aquel instante, y había una luz en su interior. Todas sus primeras especulaciones acerca de dónde guiaría aquella puerta, y lo que habría tras ella, se renovaron entonces con multiplicada e inquietante fuerza. Jones deambuló sin objetivo alrededor del deprimente vecindario hasta el cierre, a las seis en punto, momento en que volvió al museo para interrogar a Rogers. Apenas podía decirse por qué deseaba tan fervientemente ver en aquél momento al hombre, pero debía tener algunos recelos inconscientes sobre aquel terrible y no ubicado grito canino de la tarde, así como sobre el resplandor en aquel inquietante, y habitualmente cerrado, portón de pesado candado. Los empleados se habían ido cuando llegó, y pensó que Orabona —el cetrino encargado de aspecto extranjero— le había mirado con algo parecido a una diversión astuta y soterrada. No le gustaba aquella mirada, aun cuando le había visto dirigírsela a su patrón multitud de veces. La abovedada sala de exhibición resultaba fantasmal al estar desierta, pero él la cruzó rápidamente y golpeó en la puerta de la oficina y taller. La respuesta se demoró, aunque hubo pasos en el interior. Finalmente, respondiendo a una segunda llamada, el cerrojo chasqueó, y la antigua puerta de seis paneles crujió abriéndose renuentemente, revelando la figura desganada y de ojos febriles de George Rogers. Desde el principio, resultó evidente que el empresario estaba de un insólito humor. Una peculiar mezcla de reluctancia y a la vez alegría al recibirle, y, en un instante, su charla sé desvió hacia extravagancias de la clase más espantosa e increíble.
Supervivientes dioses primordiales... sacrificios indescriptibles... la pretensión de realidad sobre algunos de los horrores de la sala... todos los alardes habituales, aunque completados con unas peculiares confidencias en aumento. Obviamente, reflexionó Jones, la locura del pobre diablo se estaba imponiendo. A veces, Rogers lanzaba miradas furtivas a la pesada puerta interior cerrada con candado, del extremo de la habitación, o hacia una pieza de tosca arpillera depositada en el suelo; no lejos de - él, bajo la que parecía yacer algún objeto. Jones fue poniéndose más nervioso según transcurría el tiempo, y comenzó a tener dudas sobre la conveniencia de mencionar los extraños sucesos de la tarde, tal como primeramente había querido ansiosamente hacer. La voz de bajo, sepulcralmente resonante, de Rogers casi se rompió bajo la excitación de su febril farfullo.
—¿Recuerdas —espetó— lo que te dije sobre esa ciudad en minas de Indochina donde vivían los Tcho-Tcho? Tuviste que admitir que había estado cuando viste las fotografías, aun pensando que yo hice de cera a aquel nadador ovalado de la oscuridad. Si los hubieras Visto contorsionarse en las piscinas subterráneas como yo... Bueno, esto es aún mayor. Nunca te hablé de ello, porque quería rematarla antes de hacer ninguna pretensión. Cuando veas la instantánea, sabrás que la geografía no puede haber sido falsificada, e imagino que tengo otra forma de probar que Eso no es ninguno de mis productos de cera. Nunca la has visto porque los experimentos no me permitían ponerla en exhibición.
El empresario miró de forma extraña hacia la puerta cerrada con el candado. —Todo procede de ese gran ritual del octavo fragmento Pnakótico. Existieron seres en el norte; antes de la tierra de Lomar —previos a la existencia de la humanidad-, y esto es uno de ellos. Tuvimos que ir a Alaska y remontar el Noatak desde Fort Morton, pero la cosa estaba allí donde yo sabía que estaría. Grandes ruinas ciclópeas, hectáreas de ellas. Quedaba menos de lo que creíamos, ¿pero qué se puede esperar después de tres millones de años? ¿Y no apuntan las leyendas de los esquimales en esa misma dirección? No pudimos llevar uno de esos infelices con nosotros, y tuvimos que conducir el trineo todo el camino de vuelta a Nome en busca de americanos. A Orabona no le sentaba bien aquel clima, se volvió hosco e irritable. Más tarde te contaré cómo lo encontramos. Cuando volarnos el hielo de los pilares de la ruina central, la escalera estaba donde sabíamos que debía estar. Quedaban algunas tallas, y no hubo ningún problema para impedir que los yanquis nos siguieran al interior. Orabona temblaba como una hoja... nunca pensarías eso por la forma en que se pavonea ese maldito insolente. Sabía lo bastante de la Tradición Primigenia para estar apropiadamente temeroso. La luz eterna desapareció, pero nuestras antorchas alumbraban lo bastante. Vimos los huesos de otros que habían llegado antes que nosotros... eones atrás, cuando el clima era cálido. Algunos de esos huesos pertenecían a seres como jamás has imaginado. En el tercer nivel subterráneo encontrarnos el trono de marfil sobre el que tanto hablan los fragmentos... y puedo decirte con conocimiento de causa que no estaba vacío. El ser del trono no se movía... y supimos que Eso necesitaba un sacrificio. Pero no deseábamos despertarlo. Era mejor llevarlo primero a Londres. Orabona y yo volvimos a la superficie en busca de -una gran caja, pero cuándo lo hubimos metido no pudimos subirla los tres tramos de escalones. Aquellos peldaños estaban hechos para seres humanos, y su tamaño nos estorbaba. De cualquier forma, era diabólicamente pesado. Tuvimos que traer a los americanos abajo para sacar a Eso. No estaban ansiosos de entrar en el sitio, pero, por supuesto, lo peor estaba a salvo dentro de la caja. Les dijimos que era un lote de tallas de marfil.. muestras arqueológicas, y, tras ver el trono tallado, probablemente nos creyeron. Es un prodigio que no se imaginaran la existencia de un tesoro oculto y pidieran una parte. Habrán contado extraños cuentos en Nome más tarde, aunque dudo de que volvieran a esas ruinas, incluso -bajo el señuelo del trono de marfil.
Rogers hizo una pausa, revolvió en su escritorio y exhibió un sobre con fotografías de gran tamaño. Sacando una y colocándola ante sí boca abajo, tendió el resto a Jones. El escenario era verdaderamente extraño; colinas cubiertas de hielo, trineos de perros, hombres envueltos en pieles e inmensas ruinas derrumbadas contra un telón de nieve.., ruinas cuyos contornos extravagantes e inmensos bloques de piedra a duras penas podían ser descritos. Una, realizada con flash, mostraba una increíble estancia interior con extrañas tallas y un curioso trono cuyas proporciones implicaban que no había sido diseñado para ocupantes humanos. Las tallas de la gigantesca construcción —elevados muros y techos peculiarmente abovedados— eran totalmente simbólicas e incluían diseños completamente desconocidos y algunos jeroglíficos oscuramente citados en obscenas leyendas. Sobre el trono destacaba el mismo símbolo espantoso que ahora estaba pintado en el taller sobre la puerta de hierro cerrada con candado. Jones lanzó una nerviosa mirada al portal cerrado. Sin duda, Rogers había estado en extraños lugares y visto extraños seres. Aún así, aquellas demenciales fotografías de interior podían ser fácilmente un fraude, tomadas en un escenario inteligentemente diseñado. Uno no debía ser demasiado crédulo. Pero Rogers estaba prosiguiendo.
-Bueno, embarcamos la caja en Nome y fuimos a Londres sin ningún problema. Era la primera vez que volvíamos trayendo algo que tuviera un resto de vida. No lo exhibimos: había cosas mas importantes que hacer con Eso. Necesitaba el alimento de un sacrificio, ya que Eso era un dios. Desde luego, yo no podía suministrarle la clase de sacrificio que solían brindarle en sus días, ya que tales cosas no existen ahora. Pero había otros seres que podían servir. La sangre es vida, ya sabes. Aún los lemures y los elementales que son más viejos que la tierra reaparecen cuando la sangre de hombres o bestias se les ofrece en las condiciones adecuadas.
La expresión del rostro del narrador estaba volviéndote progresivamente alarmante y repulsiva, por lo que Jones se removió involuntariamente en su silla. Rogers pareció percatarse del nerviosismo de su invitado y prosiguió con una peculiar sonrisa maligna.
—Traje Eso el año pasado, y desde entonces he estado probando ritos y sacrificios. Orabona no ha sido de mucha ayuda, ya que siempre estuvo en contra de la idea de despertarlo. Odia a Eso... probablemente porque tiene miedo de lo que Eso pueda llegar a significar. Lleva encima una pistola, en todo momento, -para protegerse.. imbécil, ¡como si hubiera alguna protección humana contra ese Ser! Si lo veo alguna vez usar esa pistola, lo estrangulo. Quiere que lo mate y haga una efigie con Eso. Pero estoy empecinado en mis propios planes y los llevaré a cabo, ¡a pesar de todos los cobardes como Orabona y todos los malditos escépticos sardónicos como tú, Jones! He entonado los ritos, realizado ciertos sacrificios y la última semana hubo un cambio. El sacrificio fue.... ¡aceptado y agradecido!
En ese momento, Rogers se relamió los -labios, mientras Jones permanecía incómodamente rígido. El empresario se detuvo y se alzó, cruzando la sala hacia la pieza de arpillera que tan a menudo ojeara. Inclinándose, asió una de las esquinas mientras volvía a hablar.
—Ya te has reído bastante de mi trabajo... es el momento de que conozcas ciertos hechos. Orabona me dijo que escuchaste el aullido de un perro por aquí esta tarde. ¿Sabes lo que eso significa?
Jones se sobresaltó. A pesar de toda su curiosidad, se hubiera contentado con salir sin arrojar más luz sobre el asunto que tanto le desconcertaba. Pero Rogers fue inexorable y comenzó a alzar la pieza de arpillera. Bajo ella yacía una exprimida, casi informe masa que Jones tardó en clasificar. ¿Qué fue aquel ser viviente que algo había aplastado; exprimiendo su sangre y perforándolo en un millar de sitios, retorciéndolo en una destrozada y grotesca masa de huesos rotos? Tras un momento, Jones comprendió lo que debía ser. Era lo que quedaba de un perro; un perro, quizás, de considerable tamaño y color blanquecino. Su raza era imposible de reconocer, ya que la torsión le había convertido en una indescriptible y odiosa forma. La mayor parte del pelaje estaba quemado como por efecto de un fuerte ácido, y la desnuda piel sin sangre estaba plagada de innumerables heridas o incisiones circulares. El método de tortura necesario para causar tal resultado estaba más allá de la imaginación.
Jones, con una neta aversión que se impuso a su ascendente desazón, saltó en pie con un grito.
-¡Tú, maldito sádico... demente... haces una cosa así y te llamas un hombre decente!
Rogers dejó caer la arpillera con una maligna sonrisa despectiva y encaró a su huésped, que se aproximaba.. Sus palabras transmitían una calma antinatural.
—¿Por qué, imbécil, crees que yo hice esto? Admitamos que el resultado es desagradable para nuestros limitados criterios humanos. ¿Y qué? Ni es humano ni pretende serlo. El sacrificio simplemente se le ofrece. Entregué este perro a Eso. Lo sucedido es obra suya, no mía. Necesita alimentarse de lo ofrecido y lo hace a su propia manera. Pero déjame que te enseñe cómo es.
Mientras Jones aguardaba dudoso, el orador volvió a su escritorio y cogió la fotografía que antes dejara boca abajo sin mostrar. Ahora se la tendió con una curiosa mirada. Jones la tomó y la miró, de forma mecánica. Tras un instante, la mirada del visitante se volvió más atenta y absorta, ya que la fuerza completamente satánica del ser retratado tenía un efecto casi hipnótico. Verdaderamente, Rogers se había sobrepasado al modelar la espantosa pesadilla captada por la cámara. El ser era una obra de genio puro e infernal, y Jones se preguntó cómo reaccionaría el público cuando fuera puesto en exhibición. Un ser tan odioso no tenía derecho a la existencia... probablemente, la simple visión de eso, tras ser hecho, había completado el desequilibrio de la mente de su autor, llevándole a adorarlo con brutales sacrificios. Sólo una fuerte cordura podía resistir la insidiosa sugerencia de que -la blasfemia era -o había sido— alguna exótica enfermiza forma de vida. El ser del retrato se sentaba o estaba sujeto, sobre una hábil reproducción del monstruosamente tallado trono de las curiosas fotografías anteriores. Describirlo con un vocabulario ordinario sería imposible, ya que no existía nada, ni siquiera aproximadamente similar, que se correspondiera con lo que siempre ha llenado la imaginación de la humanidad cuerda. Representaba algo quizás lejanamente conectado con los vertebrados de este planeta... aunque no se podía estar muy seguro de eso. Sus dimensiones eran ciclópeas, ya que, incluso sentado, se alzaba a casi el doble de altura que Orabona, que estaba retratado al lado. Mirando con atención, se podían seguir sus similitudes con las formas corporales de los vertebrados superiores. Tenía un torso casi globular con seis largos y sinuosos miembros rematados en pinzas de cangrejo. En su extremo superior, un globo secundario surgía hacia delante como una burbuja; el triángulo de tres ojos fijos de pescado, sus grandes patas y la evidentemente flexible trompa, así como un distendido sistema lateral análogo a las branquias, sugería que era una cabeza. La mayor parte del cuerpo estaba cubierto con lo que a primera vista parecía ser piel, pero a la que un examen más detenido mostraba como una densa mata de oscuros y delgados tentáculos o filamentos de succión, cada uno provisto de una boca que recordaba a la cabeza de un áspid. En la cabeza, tras la trompa, los tentáculos tendían a ser más largos y gruesos, marcados con listas espirales... sugiriendo el tradicio¬nal cabello de serpiente de Medusa. Decir que tal ser tenía una expresión parecía paradójico, aunque Jones sintió que el triángulo de saltones ojos de pez y que esa oblicuamente suspendida trompa desprendían una mezcla de odio, glotonería y completa crueldad incomprensibles para un ser humano, ya se hallaban entremezcladas con otras emociones ajenas al mundo o incluso al sistema solar. En esta bestial anormalidad, reflexionó, Rogers debía haber vertido toda su demencia maligna y todo su extraordinario genio de escultor. El ser era increíble.., aun cuando la fotografía probara su existencia.
Rogers interrumpió sus ensueños.
—Bueno... ¿Qué piensas de Eso? ¿No preguntas ahora qué es lo que ha aplastado al perro y lo ha exprimido con un millón de bocas? Necesitaba alimentarse... y volverá a necesitarlo. Es un dios, y yo soy el primer sacerdote de su postrer culto. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Crías!
Jones bajó la foto con disgusto y piedad.
— Mira, Rogers, esto no puede ser. Todo tiene sus limites, tú lo sabes. Es una gran obra y todo eso, pero no es tu dios. Mej6r sería que no la vieras nunca más... deja que Orabona se deshaga de ella y trata de olvidarla. Y déjame romper esta foto bestial, también.
Con un graznido, Rogers le arrancó la foto y la devolvió al escritorio.
—Imbécil... tú... ¡tú todavía crees que todo es un fraude! ¡Todavía piensas que hice Eso y que mis figuras no son otra cosa que cera inerte! ¡Maldito seas, eres aún más patán que una imagen de cera de ti mismo! ¡Pero te daré pruebas y sabrás! No ahora mismo, ya que Eso descansa tras el sacrificio, más tarde. Oh, sí... no te quedarán dudas entonces acerca de su poder.
Mientras Rogers observaba hacia la puerta interior del candado, Jones tomó sombrero y bastón de un banco cercano.
—Muy bien, Rogers, lo dejaremos para más tarde. Ahora tengo que irme, pero volveré mañana por la tarde. Ten en cuenta mi advertencia y mira si no suena sensata. Pregunta también a Orabona lo que piensa.
Rogers enseñó sus dientes como una bestia salvaje.
—Tienes que irte, ¿eh? ¡Así que tienes miedo! ¡Miedo a pesar de toda esa palabrería! Dices que las efigies son sólo cera, pero sales corriendo cuando comienzo a probar que no lo son. Eres como los tipos que apuestan que son capaces de pasar una noche en el museo... vienen envalentonados, pero después de una hora ¡están gritando y aporreando para que les dejen salir! Quieres que pregunte a Orabona, ¿eh? Vosotros dos... ¡Siempre contra mi! ¡Queréis impedir el próximo reinado terrenal de Eso!
Jones conservó la calma.
-No, Rogers... nadie está en contra tuya. Tampoco tengo miedo de tus figuras; de hecho, admiro tu trabajo. Estamos un poco nerviosos esta noche, pero supongo que algo de descanso nos hará sentir mejor.
De nuevo, Rogers refrenó la partida de su invitado.
—No tienes miedo, ¿eh?... Entonces, ¿por qué estás tan ansioso de marcharte?... ¿Te atreves o no a quedarte a solas aquí, en la oscuridad? ¿A qué tanta prisa si no crees en Eso?
Alguna nueva idea parecía haberse despertado en Rogers, yJones le observó atentamente.
—Bueno, no tengo especial prisa... ¿pero qué ganaría quedándome aquí a solas en la oscuridad? ¿Qué probaría? Mi única pega es que es poco confortable para dormir. ¿Qué mejor podemos hacer?
En ese momento, fue Jones quien tuvo una idea. Continuó en tono conciliador.
— Mira, Rogers... te acabo de preguntar qué probaría quedándome aquí, cuando ambos lo sabemos. Probaría que tus efigies son sólo eso, y que no debes dejar que tu imaginación te lleve por donde te ha llevado últimamente. Supón que me quedo. Si aguanto hasta el amanecer, ¿aceptarás tomarte de otra forma las cosas... marcharte tres meses de vacaciones o así y dejar que Orabona destruya esa nueva creación? Bueno... ¿Qué te parece?
El rostro del empresario resultaba difícil de interpretar. Era patente que estaba pensando rápidamente y que, de las diversas emociones en conflicto, el triunfo maligno llevaba las de ganar. Su voz tuvo una cualidad estremecedora al responder.
—¡Hecho! Si aguantas, seguiré tus indicaciones. Pero tienes que aguantar. Iremos a cenar y volveremos. Te encerraré en la sala de exhibiciones y me iré a casa. Por la mañana, volveré antes que Orabona él viene media hora antes que los demás— para ver cómo estás. Pero no digas nada hasta estar totalmente seguro de tu excepticismo. Otros se han echado atrás... tienes esa opción. Y supongo que aporrear en la puerta exterior llamará la atención de algún policía. Puede que no te guste tanto después de un rato... estarás en el mismo edificio, aunque no en la misma habitación que Eso.
Mientras dejaban la puerta trasera en el sucio patio interior, Rogers llevó consigo la pieza de arpillera... lastrada con su horrible carga. Cerca del centro del patio había un agujero de alcantarilla cuya tapa quitó silenciosamente el empresario, dando una estremecedora impre¬sión de familiaridad con aquella tarea. Con arpillera y todo, el lastre cayó al olvido del laberinto de las cloacas. Jones se estremeció y casi se encogió ante la enjuta figura que iba a su lado cuando salieron a la calle. De tácito acuerdo, no cenaron juntos, pero quedaron en reunirse frente al museo a las once. Jones tomó un coche y respiró más tranquilo al cruzar el puente de Waterloo y aproxirnarse al brillantemente iluminado Strand. Cenó en un café tranquilo y, posterior¬mente, volvió a su casa de Portland Place para bañarse y coger unas pocas cosas. Ociosamente, se preguntó qué estaría haciendo Rogers. Había oído decir que el hombre tenía una amplia y sombría casa en Walworth Road, llena de libros oscuros y prohibidos, útiles ocultistas e imágenes de cera que no se atrevía a poner en exhibición. Orabona, según se decía, vivía en otra ala de la misma casa. A las once, Jones encontró a Rogers esperando en la puerta del sótano en Southwark Street. Cruzaron pocas palabras, pero ambos parecían sentir con la amenazadora tensión. Convinieron en que la sala de exhibición abovedada sería el lugar de la prueba y Rogers no insistió en que el observador se quedara en la estancia, especial para adultos, de los supremos horrores. El empresario, habiendo apagado todas las luces con interruptores manejados desde el taller, cerró la puerta de la cripta con una de la llaves de su atestado llavero. Sin estrecharle la mano, salió a la calle, cerró la puerta tras de sí y ascendió los gastados peldaños hacia la calleja exterior. Cuando dejaron de oírse las pisadas, Jones comprendió que la larga y tediosa vigilia había comenzado.