II
Más tarde, en la completa oscuridad de aquel sótano de grandes arcos, Jones maldijo la ingenuidad infantil que le había llevado allí. Durante la primera media hora había encendido su linterna a intervalos. Pero ahora, estar sentado en uno de los bancos para visitantes se había convertido en algo que crispaba los nervios. Cada cierto tiempo, la luz surgía iluminando algún objeto grotesco y enfermizo: una guillotina, un indescriptible monstruo híbrido, un rostro de barba pastosa pletórico de maldad, un cuerpo con torrentes rojos fluyendo de la garganta cercenada. Jones sabía que no había ninguna realidad siniestra tras tales seres; pero, tras la primera media hora, prefería no mirarlos. Por qué se había molestado seguir la corriente a aquel demente apenas podía imaginarlo. Hubiera sido mucho más sencillo dejarlo simplemente solo, o haber llamado a un especialista en perturbaciones mentales. Probablemente, reflexionaba, era la camaradería de un artista hacia otro. Había tanto genio en Rogers, que probaba cada forma factible de ayudarle a superar su creciente manía. Un hombre capaz de imaginar y construir aquellos increíbles seres con apariencia de vida, tal y como él había hecho, no estaba, seguramente, alejado de la total grandeza. Tenía la fantasía de un Sime o un Doré unida a la minuciosa y científica habilidad de un Blatschkas. De hecho, había realizado con el mundo de pesadilla lo que Blatschkas, mediante las réplicas maravillosamente exactas de plantas realizadas en fino hierro forjado y cristal coloreado, había hecho con el mundo de la botánica.
A medianoche, los toques de un distante reloj se filtraron en la oscuridad, y Jones se sintió arropado por el mensaje de un mundo exterior que aún existía. La abovedada sala del museo era como una tumba... espantosa en su total soledad. Aun un ratón sería una bienvenida compañía; pero Rogers se había jactado de que —por «cierta razón», según decía— ni ratones ni insectos se acercaban jamás al establecimiento. Era muy curioso, pero parecía ser cierto. La quietud mortal y el silencio eran virtualmente completos. ¡Si tan sólo hubiera un sonido! Tosió, pero hubo algo burlón en el coro de reververaciones. Se juró no comenzar a hablar consigo mismo. Eso significaría la desintegración nerviosa. El tiempo parecía discurrir anormal y desconcertantemente lento. Hubiera jurado que habían pasado horas desde que enfocara por última vez la luz sobre su reloj, pero sólo era el toque de la medianoche. Deseó que sus sentidos no estuvieran tan preternaturalmente agudos. Algo en la oscuridad y quietud parecía agudizarlos, como en respuesta a débiles impulsos que no eran tan fuertes como para llamarlos impresiones. Sus oídos parecían a veces captar un débil y elusivo susurro que no podía ser totalmente identificado con el zumbido nocturno de las míseras calles del exterior, y pensó en algo tan vago e irrelevante como la música de las esferas y la desconocida e inaccesible vida de otras dimensiones presionando contra la nuestra. Rogers especulaba bastante sobre tales cosas.
Las motas de luz que flotaban ante sus ojos sumidos en la oscuridad parecían crear curiosas simetrías de perfiles y movimientos. A menudo se había preguntado sobre esos extraños rayos del abismo insondable que centellean ante nosotros en ausencia de iluminación terrenal, pero nunca había sabido que se comportara así. Les faltaba el tranquilo sin sentido de las motas de luz ordinarias.., insinuando alguna voluntad o propósito distante de cualquier concepción terrestre. Luego vino la sugerencia de extraños movimientos. No había nada abierto, pero, a pesar de la total falta de corrientes de aire, Jones sintió que el aire no estaba totalmente en calma. Había intangibles variaciones de presión... aunque no lo bastante como para sugerir el espantoso movimiento de invisibles elementales. Era anormalmente frió, además. No le gustaba nada de eso. El aire tenía un regusto salado, como si estuviera mezclado con la salmuera de oscuras aguas subterráneas y hubiera un descarnado indicio de algún aroma de inefable humedad. Durante el día nunca se había percatado de que las figuras de cera tuvieran olor. Aun entonces sentía a medias que no eran las figuras de cera las que debían oler así. Era más bien como el débil olor de especimenes en los museos de historia natural. Curioso, dadas las pretensiones de Rogers acerca de que sus figuras no eran completamente artificiales... de hecho, era probable que tal pretensión fuera lo qúe hacia a su imaginación conjurar tales sospechas olfativas. Debía guardarse contra los excesos de la imaginación... ¿No habían enloquecido tales cosas a Rogers?
Pero la completa soledad de aquel sitio era espantosa. Incluso las distantes campanadas parecían llegar atravesando abismos cósmicos. Esto hizo a Jones pensar en la demente fotografía que le mostrara Rogers... la estrafalariamente tallada habitación del críptico trono, que aquel sujeto pretendía que era parte de unas ruinas con tres millones de años de antigüedad, emplazadas en las rehuidas e inaccesibles soledades del Ártico. Quizás Roger había estado en Alaska, pero la fotografía no era más que un montaje. No podía ser de otra manera, con todas aquellas tallas y terribles símbolos. Y la monstruosa figura supuestamente encontrada en aquel trono... ¡Que explosión de fantasía enfermiza! Jones se preguntaba cuán lejos estaría de la demente obra maestra de cera... quizás estaba tras aquella pesada puerta de planchas de madera, cerrada con candado, que llevaba más allá del taller. Pero no debía dejarse obsesionar por una imagen de cera. ¿No estaba aquella estancia repleta de tales seres, algunos de los cuales eran apenas menos horribles que el espantoso «Ello»? Y, más allá de una gruesa lona a la izquierda, estaba la estancia de Sólo adultos, con sus indescriptibles espejismos del delirio.
La proximidad de las innumerables formas de cera comenzó a crispar progresivamente los nervios de Jones mientras pasaba el cuarto de hora. Conocía tan bien el museo que podía ubicar sus habituales imágenes incluso en la total oscuridad. De hecho, las tinieblas tenían el efecto de prestar a las recordadas imágenes algún elemento imaginario sumamente perturbador. La guillotina parecía crujir y el barbudo semblante de Landrú —que mató a sus quince esposas— se contorsionaba con expresión de monstruosa amenaza. De la cercenada garganta de Madame Demers parecía brotar un gorgoteante sonido, mientras que la descabezada y desmembrada víctima de un asesino del baúl intentaba aproximarle más y más sus ensangrentados muñones. Jones comenzó a entornar sus ojos para ver si podía difuminar las imágenes, sin el menor resultado. De hecho, al entornar los ojos, el extraño e intencional trasfondo de granos de luz se hacía más perturbadoramente pronunciado. Luego, repentinamente, comenzó a intentar distinguir las odiosas imágenes que primitivamente había tratado de hacer desvanecerse. Lo hizo porque estaban dando paso a entidades aún más odiosas. A pesar de sí mismo, su memoria comenzó a reconstruir las blasfemias totalmente inhumanas que acechaban las oscuras esquinas, y aquellos grumosos híbridos brotaban rezumando y serpenteando hacia él, como tratando de encerrarle en un círculo. El negro Tsathoggua se modeló a sí mismo, desde una gárgola de aspecto de rana, en una larga y sinuosa línea con centenares de rudimentarios pies, y un blando y enjuto ser nocturno extendió sus alas como para avanzar y sofocar al observador. Jones se forzó a sí mismo para no gritar. Sabía que estaba volviendo a los tradicionales terrores de su infancia y decidió utilizar su razón de adulto para mantener a raya los fantasmas. Esto -le ayudó un poco, según descubrió, al encender de nuevo la luz. Espantosas como eran las imágenes reveladas, no lo eran tanto como las que había conjurado su fantasía en la total oscuridad.
Pero había un inconveniente. Aún a la luz de la linterna, no pudo dejar de sospechar un leve y furtivo temblor en una parte de la lona que mantenía oculta la terrible sala de «Sólo adultos». Conocía lo que había detrás y se estremeció. Su imaginación conjuró las impresionantes formas del fabuloso Yog-Sothoth... tan sólo una aglomera¬ción de globos iridiscentes, pero inmenso en su sugerencia de maldad. ¿Qué era esa maldita masa flotando lentamente hacia él y sacudiendo la partición que estorbaba su camino? Una ligera protuberancia en la lona y a la derecha insinuaba el afilado cuerno del Gnoph-keh, el peludo ser mítico del hielo groenlandés, que caminaba a veces sobre dos piernas, otras sobre cuatro y en ocasiones sobre seis. Para apartar esto de su cabeza, Jones caminó audazmente hacia la infernal sala con la linterna luciendo constantemente. Por supuesto, ninguno de sus temores era real. Aunque, ¿no ondulaban lenta e insidiosamente los largos tentáculos faciales del gran Cthulhu? Sabía que eran flexibles, pero no comprendía que el movimiento de aire causado por su avance bastase para agitarlos. Volviendo a su asiento en el exterior de la sala, entrecerró los ojos y dejó que los simétricos puntos de luz jugaran. El distante reloj lanzó un solitario toque. ¿Seda tan sólo la una? Enfocó la linterna sobre su reloj y vio que así era. Seda, en efecto, duro aguardar hasta el alba. Roger volvería sobre las ocho, antes incluso que Orabona. Habría luz en el exterior en el sótano principal mucho antes de eso, pero nada de ésta entraría allí. Todas las ventanas de este sótano habían sido tapiadas, excepto los tres ventanucos que daban al patio. Sería una espera muy larga, en resumen. Sus oídos estaban sufriendo también alucinaciones ahora... ya que podía jurar que oía pisadas sigilosas y pesadas en el taller del otro lado de la puerta cerrada y asegurada. No tenía sentido pensar en el no exhibido horror que Rogers llamaba «Eso». El ser era una contaminación... había vuelto loco a su creador, e incluso su retrato evocaba terrores de la imaginación. No podía estar en el taller... estaba, obviamente, más allá de la puerta de pesadas planchas y candado. Aquellos pasos eran en verdad pura imaginación.
Luego creyó escuchar girar la llave de la puerta del taller. Encendiendo su linterna, no vio nada excepto el antiguo portón de seis paneles en su posición correcta. De nuevo probó la oscuridad y cerró los ojos, pero siguió una angustiosa ilusión de crujido; esta vez no fue la guillotina, sino la lenta y furtiva apertura de la puerta del taller. No quería gritar. Si gritaba, estaría perdido. Había ahora una especie de reptar o arrastrar audible y avanzaba lentamente hacia él. Debía retener el control sobre si mismo. ¿No lo había hecho cuando las indescriptibles formas del cerebro trataron de acercársele? El arrastrar resonó más cerca y su resolución desfalleció. No gritó, simplemente barbotó un desafío.
—¿Quién está ahí? ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
No hubo respuesta, pero el arrastrar siguió. Jones no sabía qué era lo que más temía... encender la linterna o permanecer en la oscuridad mientras el ser reptaba hacia él. Este ser era diferente, lo sabía con certeza, a los otros terrores de la tarde. Sus dedos y garganta se agitaban espasmódicamente. El silencio era imposible, y la espera en la total negrura comenzaba a ser la más intolerable de todas las condiciones. De nuevo gritó histéricamente.
—¡Alto! ¿Quién está ahí? -encendió los reveladores rayos de su linterna. Luego, paralizado por lo que vio, dejó caer la linterna y gritó.., no una, sino muchas veces.
El ser que se arrastraba hacia él en la oscuridad era la gigantesca y blasfema forma de una negra entidad que no era totalmente mono ni completamente insecto. Su piel colgaba flojamente de su estructura, y su rugosa cabeza de ojos muertos se balanceaba constantemente de un lado a otro. Sus patas superiores estaban extendidas con las garras abiertas, y todo el cuerpo se tensaba con malignidad homicida, a pesar de la completa ausencia de expresión facial. Tras los gritos y la llegada de la oscuridad, brincó y, en un instante, tenía a Jones sujeto contra el suelo. No hubo lucha, ya que el observador se había desmayado. El desvanecimiento de Jones no pudo durar más de un instante, ya que el indescriptible ser estaba arrastrándole simiescamente por la oscuridad cuando recobró la consciencia. Lo que le despertó plenamente eran los sonidos que profería el ser... o mejor dicho, la voz con la que los profería. Aquella voz era humana, y además familiar. Sólo un ser viviente podía tener los roncos y febriles acentos con los que entonaba cánticos a un horror desconocido.
—¡Iä! ¡Iä! — aullaba—. Ya voy, oh, Rhan-Tegoth, voy con tu alimento. Largo tiempo has esperado y malcomido, pero ahora tendrás lo prometido. Esto y más, ya que en vez de Orabona será uno de los que más han dudado de ti. Lo aplastarás y secarás, con todas sus dudas, y así te harás más fuerte. E incluso entre los hombres será mostrado como un monumento a tu gloria. Rhan-Tegoth, infinito e invencible, soy tu esclavo y sumo sacerdote. Tienes hambre, yo la aplaco. He leído el signo y te lo he llevado derecho. Te alimentaré con sangre y tú me alimentarás con poder. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Retoños!
En un instante todos los terrores de la noche abandonaron a Jones como un manto que cae. De nuevo era dueño de si mismo, ya que sabia que era un peligro totalmente terrenal y material al que tenía que enfrentarse. No era ningún monstruo de fábula, sino un peligroso demente. Era Rogers, vestido con algún disfraz de pesadilla de su propio y enloquecido diseño, dispuesto a realizar un espantoso sacrificio al dios-demonio que había creado en cera. Evidentemente, debía haber entrado al taller por el patio trasero, se había disfrazado y había avanzado para apresar a su víctima finamente encerrada y presa del pánico. Su fuerza era prodigiosa, y si debía ser frustrado habría de actuar rápido. Continuaría alimentando la creencia del loco en su inconsciencia, mientras la presa fuera relativamente débil. La sensación de pasar un umbral le dijo que estaba entrando en el taller negro como la tinta. Con la fuerza que da el miedo mortal, Jones dio un brusco salto desde la medio yacente postura en la que estaba siendo arrastrado. Durante un instante se liberó de las manos del atónito maniaco, y, en otro instante, una embestida afortunada puso sus manos alrededor de la garganta extravagantemente disfrazada de su captor. Simultáneamente, Rogers le aferró a él y, sin mayores preliminares, ambos se trabaron en una lucha a vida o muerte. El entrenamiento atlético de Jones, sin duda, fue su única salvación, ya que su enloquecido atacante, abandonando cualquier exhibición de juego limpio, decencia o incluso autopreservación, era una máquina de salvaje destrucción tan formidable como un lobo o una pantera. Gritos guturales salpicaban ocasionalmente la terrible lucha en la oscuridad. Saltó la sangre, las ropas se rasgaron, y al fin Jones sintió la garganta del maniaco, libre ya de su máscara espectral. No dijo una palabra, sino que puso cada gramo de energía en defender su vida. Rogers pateó, buscó los ojos de su enemigo, dio cabezazos, mordió, rasgó y escupió... y aún encontró fuerzas para vociferar ocasionales frases. La mayor parte de su palabrería era una jerga ritual llena de referencias a «Eso» o «Rhan-Tegoth» y, para los crispados nervios de Jones, era como silos gritos tuvieran respuesta de bufidos y aullidos demoníacos, provenientes de una infinita distancia. Hacia el final, ambos rodaron por el suelo, volcando bancos o golpeándose contra los muros y los basamentos de ladrillo del horno de mezcla del centro. Hasta el fin, Jones no pudo estar seguro de salvarse, pero el último lance se inclinó a su favor. Un rodillazo contra el pecho de Rogers produjo una total relajación y, un instante después, supo que había ganado.
A pesar de lo duro que le resultaba sostenerse, Jones se levantó y tanteó los muros buscando el interruptor de la luz, ya que había perdido su linterna, junto con la mayor parte de sus ropas. Mientras palpaba, arrastraba a su desvanecido contrario, temiendo un repentino ataque cuando el demente volviera en si. Encontrando la caja, probó hasta hallar el interruptor correcto. Luego, mientras el taller, salvajemente desordenado, aparecía bajo la repentina luz, volvió para atar a Rogers con cuantas cuerdas y cinturones pudo encontrar a mano. El disfraz del sujeto — o lo que quedaba de él— parecía estar realizado con alguna desconcertante clase de cuero. Por diversas razones, a Jones se le puso la carne de gallina al tocarlo, y parecía haber un extraño y oxidado olor en él. En las ropas de calle de debajo, estaba el llavero de Rogers, y la exhausta víctima lo aferró como su pasaporte final a la libertad. Las pantallas de las pequeñas ventanas parecidas a troneras estaban bajadas y aseguradas, y así las dejó. Enjugando la sangre de la lucha en un recipiente apropiado, Jones buscó las ropas más ordinarias y menos extravagantes que pudo encontrar en los percheros. Probando la puerta del patio, descubrió que estaba asegurada con un cerrojo de resorte que no necesitaba llave desde el interior. Guardó el llavero, no obstante, para entrar, cuando volviera, con ayuda... ya que, claramente, lo que había que hacer era llamar a un psiquiatra. No había teléfono en el museo, pero no sería difícil de encontrar en un restaurante nocturno o en una farmacia de guardia. Casi había abierto la puerta para salir cuando un torrente de odiosas injurias del otro lado de la habita¬ción le indicó que Rogers —cuyas heridas visibles se limitaban a un largo y profundo rasguño en la mejilla izquierda—. había recobrado la consciencia.
-¡Idiota! ¡Desove de Noth-Yidik y efluvio de K’thun! ¡Hijo de los perros que aúllan en el torbellino de Azat¬hoth! Podrías haber sido sagrado e inmortal, y ahora traicionas a Eso y a su sacerdote! ¡Cuidado... porque está hambriento! Debiera haber sido Orabona... ese maldito perro traicionero listo para revolverse contra Eso y contra mí... pero terminé concediéndote el primer honor. Ahora, ambos debéis temer, ya que Eso no es agradable sin su sacerdote. ¡Iä!¡Iä! ¡La venganza se acerca! ¿Sabes que podrías haber sido inmortal? ¡Mira al horno! El fuego está listo y hay cera en la olla. hubiera hecho contigo lo que hice con las otras formas vivientes. ¡Ey! Tú que has jurado que todas mis efigies eran de cera, ¡te habrías convertido en una de ellas! Cuando Eso se hubiera saciado, y fueras como aquel perro que te mostré, ¡hubiera inmortalizado tus pedazos aplastados y lacerados! La cera lo hubiera hecho. ¿No decías que soy un gran artista? Cera en cada poro... cera en cada centímetro cuadrado tuyo... ¡Iä! ¡Iä! Y después el mundo hubiera podido contemplar tu mutilada carcasa ¡y preguntarse cómo podría yo haber imaginado tal cosa! ¡Ey! Y Orabona hubiera sido el siguiente, y otros tras de él... ¡y todos hubieran acrecentado mi familia de cera! Perro... ¿Aún crees que be fabricado todas mis efigies? ¿No sería mejor decir preservado? Ya sabes los extraños lugares que he visitado y los extraños seres que he traído. Cobarde... nunca osarías encarar al destructor cósmico cuyo disfraz me coloqué para darte un susto... su simple presencia viva, o incluso el hecho de concebirlo, ¡te hubieran matado instantáneamente de miedo! ¡Iä! ¡Iä! ¡Eso aguarda hambriento la sangre que es vida!
Rogers, sosteniéndose contra la pared, tironeó de sus ataduras.
—Mira esto, Jones... ¿y si me sueltas y yo te dejo marchar? Hay que ser respetuosos con el sumo sacerdote de Eso. Orabona bastará para mantenerlo vivo, y, cuando termine, inmortalizaré sus pedazos en cera para que el mundo los vea. Debieras haber sido tú, pero has rehusado tal honor. No te molestaré más. Suéltame y repartiré contigo el poder que Eso me dará. ¡Iä! ¡Iä! ¡Grande es Rhan-Tegoth! ¡Suéltame! Está hambriento al otro lado de la puerta y, si muere, los Primordiales nunca volverán. ¡Ey! ¡Ey! ¡Suéltame!
Jones simplemente agitó la cabeza, a pesar de que la repugnancia hacia los delirios del empresario le asqueaban. Rogers, ahora mirando salvajemente hacia la puerta de hierro con el candado, golpeó su cabeza una y otra vez contra el muro de ladrillo y comenzó a dar puntapiés con sus tobillos fuertemente atados. Jones comenzó a temer que se lesionaría y avanzó para atarlo más firmemente a algún objeto fijo. Contorsionándose, Rogers se apartó de él y comenzó a lanzar una serie de frenéticos aullidos cuya total y monstruosa inhumanidad resultaba espantosa y cuyo volumen era casi increíble. Parecía imposible que cualquier garganta humana pudiera producir ruidos tan estrepitosos y penetrantes, y Jones pensó que, de continuar, no necesitaría teléfono para pedir ayuda. En poco tiempo, algún policía llegaría a investigar, aun admitiendo que no hubiera vecinos que pudieran escuchar en aquel desierto distrito de almacenes.
—¡Wza-y’ei! ¡Wza-y’ei! — aullaba el demente— Y’kaa haa bho... ii, Rhan-Tegotb... Ctbulhujhtagn... ¡Fi! ¡Fi! ¡Fi! ¡Fi!... ¡RhanJegoth, Rban-Tegoth, Rhan-Tegoth!
La estrechamente atada criatura, que había comenzado a serpentear por el sucio suelo, alcanzó la puerta de planchas con el candado y comenzó a golpear atronadoramente su cabeza contra ella. Jones temió tener que volver a sujetarle y deseó no estar tan agotado por la lucha previa. El violento resultado estaba crispando de forma espantosa sus nervios y comenzó a sentir un rebrote de los indescriptibles temores que le asaltaran en la oscuridad. ¡Todo lo concerniente Rogers y su museo era tan infernalmente enfermizo y sugerente de negros panoramas al otro lado de la vida! Era odioso el pensar en la obra maestra de cera, fruto del anormal genio, que en aquel momento debía agazaparse cerca en la oscuridad, más allá de la pesada puerta del candado. Luego sucedió algo que envió un frío adicional por la columna de Jones e hizo que cada pelo -hasta los del dorso de su mano— se erizaran con un vago espanto más allá de cualquier clasificación. Rogers había parado bruscamente de gritar y golpear su cabeza contra la sólida puerta de hierro, y estaba buscando colocarse en una postura sentada. Tenía la cabeza torcida y escuchaba intensamente algo. Y entonces una sonrisa de diabólico triunfo iluminó su rostro y comenzó a hablar de forma inteligible nuevamente.., esta vez en un ronco murmullo que contrastaba extrañamente con su previo aullar estentóreo.
-¡Escucha, idiota! ¡Escucha atentamente! Eso me ha escuchado y acude. ¿No puedes oírlo chapotear mientras sale de su tanque al final del túnel? Lo alojé en las profundidades porque nada es demasiado bueno para Ello. Es anfibio, ya lo sabes... viste las branquias en la foto. Llegó a la tierra procedente del plomizo Yuggoth, donde las ciudades están bajo los cálidos y profundos mares. Eso no puede erguirse aquí... demasiado alto... tiene que sentarse o agazaparse. Dame mis llaves, debemos dejarle salir y arrodillamos ante su presencia. Luego saldremos y encontraremos un perro o un gato... quizás un borracho... para darle el alimento que necesita.
No era lo que el loco decía, sino la forma de decirlo, lo que alteró seriamente a Jones. La total y demente confianza, y la sinceridad del enloquecido susurro, era condenadamente contagiosa. La imaginación, con tales estímulos, podía -descubrir una amenaza activa en la diabólica figura de cera que se agazapaba invisible al otro lado de la pesada plancha. Mirando a la puerta con atroz fascinación, Jones descubrió que se producían varios y distintos crujidos, aunque no aparecieron marcas de violencias en la superficie. Se preguntó cuán grande sería la habitación o armario del otro lado, y cómo estaría colocada la figura de cera. Aquella idea del loco sobre un tanque y un túnel era tan delirante como sus otras fantasías. Después, en un terrible instante, Jones perdió por completo la respiración. El cinturón de cuero, con el que había pensado sujetar aún más a Rogers, cayó de sus manos inertes y un espasmo de terror le sacudió de pies a cabeza. Debiera haber sabido que el lugar le volvería loco, tal como había sucedido con Rogers; y ya estaba loco. Estaba loco, ya que sufría alucinaciones más salvajes que las que le habían asaltado anteriormente en la noche. El loco le decía que escuchara el chapoteo de un monstruo mítico en un tanque del otro lado de la puerta... y entonces, Dios le ayudara, ¡Lo escuchó!
Rogers observó el espasmo de horror cubrir el rostro de Jones y convertirlo en una rígida máscara de miedo. Cacareó.
—¡Por fin, loco, crees! ¡Por fin sabes! Lo escuchas y Eso viene! ¡Dame mis llaves, idiota... debemos reverenciarle y servirle!
Pero Jones no prestaba ninguna atención a una voz humana, loca o cuerda. Una parálisis fóbica le inmovilizó sumiéndole en el estupor, con salvajes imágenes recorriendo su imaginación desamparada. Hubo un chapoteo. Hubo un arrastrar o pisar, como de grandes patas húmedas sobre una superficie sólida. Algo se acercaba. Su olfato fue asaltado por un hediondo olor animal que brotaba desde las grietas en aquella puerta de pesadilla, parecido y a la vez diferente al de las jaulas de mamíferos de Regents Park. No sabía si Rogers estaba hablando o no. La realidad se había desvanecido y era una estatua acosada por sueños y alucinaciones tan antinaturales que se convertían casi en objetivas y distantes para él. Creyó oir un husmeo o bufido proveniente de los desconocidos golfos al otro lado de la puerta y, cuando un repentino ruido aullante y trompeteante golpeó sus tímpanos, no pudo estar seguro de que procediera del estrechamente atado maniaco cuya imagen rielaba en su enturbiada visión. La fotografia de aquel maldito e invisible ser de cera insistía en revolotear por su mente. Tal ser no tenía derecho a existir. ¿Acaso no le había vuelto loco? Mientras reflexionaba, una nueva evidencia de locura le asaltó. Algo, pensó, estaba palpando el pestillo de la puerta cerrada con candado. Estaba pateando, arañando y empujando la plancha. Hubo un trueno y la recia madera que se debilitó más y más. El hedor era espantoso. Y entonces el asalto contra la puerta desde el interior se convirtió en una maligna y decidida embestida, como los redobles de un ariete. Hubo un ominoso crujido... un astillarse... un hedor cloacal... una plancha cayendo.. -una pata negra rematada en una pinza como la de un cangrejo.
— jSocorro! ¡Socorro! ¡Dios, ayúdame!.. ¡Aaaaaaah!
Con intenso esfuerzo, Jones es capaz, hoy en día, de recordar la súbita ruptura de su parálisis de temor, descargándose en una frenética huida automática. Aquello debió ser curiosamente similar a las salvajes y desesperadas huidas de las enloquecedoras pesadillas, ya que parecía haber saltado por la desordenada cripta en casi un latido de corazón, franqueado la puerta exterior y haberla cerrado y atrancado tras de si de golpe, saltado sobre los gastados peldaños de tres en tres y volado, frenéticamente y sin rumbo, por el húmedo patio empedrado y a través de las míseras calles del Southwark. Aquí se detiene su memoria. Jones no sabe cómo llegó a su casa, y no existe evidencia de que cogiera un coche. Probablemente hizo todo el camino por ciego instinto: por el puente de Waterloo, a lo largo del Strand y Charing Cross y subiendo Haymarket y Regent Street hacia su vecindad. Todavía vestía la extraña mezcolanza de ropas del museo cuando recobró la consciencia lo suficiente como para llamar al médico. Una semana más tarde, el psiquiatra le permitió abandonar la cama y salir al aire libre. Pero no había contado todo a los especialistas. Sobre toda la experiencia colgaba un manto de locura y pesadilla, y sintió que el silencio era el único camino. Cuando estuvo recuperado, estudió exhaustivamente los periódicos que había coleccionado desde aquella espantosa noche , sin encontrar referencias a nada extraño en el museo. ¿Cuánto, después de todo, había sido realidad? ¿Dónde terminaba la realidad y comenzaba el delirio enfermizo? ¿Había cedido su mente en aquella oscura sala de exposición y todo, hasta la lucha con Rogers, era un fantasma de la fiebre? Le ayudada a recobrarse el aclarar aquellos puntos enloquecedores. Debía ver la maldita fotografía de la imagen de cera apodada.
Jones se sobresaltó violentamente, pero Orabona no dio muestras de notarlo.
—El informe y colosal dios es una réplica de ciertas oscuras leyendas estudiadas por Mr. Rogers. Se supone que llegó del espacio exterior y vivió en el Ártico hace tres millones de años. Realizaba sus sacrificios de una forma bastante peculiar y horrible, como podrá ver. Mr. Rogers lo ha dotado de un diabólico aspecto de vida... aun en el rostro de la víctima.
Temblando ahora violentamente, Jones se asió al pasamanos de latón frente al velado nicho. Casi estuvo por detener a Orabona cuando vio que la cortina comenzaba a abrirse, pero algún impulso contrapuesto le coñtuvo. El extranjero sonrió triunfalmente.
—¡Vea!
Jones se tambaleó a pesar de estar agarrado al pasamanos.
-¡Dios!... ¡Dios mío!
Con sus buenos dos metros y medio, y a pesar de su actitud confusa y agazapada que expresaba una malignidad infinitamente cósmica, se mostraba a un increíble horror plantado frente a un ciclópeo trono de marfil cubierto de grotescas tallas. En el par central de sus seis patas llevaba un arrugado, aplastado, distorsionado ser sin sangre, perforado por un millón de punciones y, en ciertos lugares, quemado por la acción de un activo ácido. Sólo la mutilada cabeza de la víctima, pendiendo a un lado, revelaba que representaba a algo que fuera humano. El propio monstruo no necesitaba presentación para alguien que hubiera visto cierta fotografía infernal. La maldita instantánea había sido demasiado fiel, aunque no podía mostrar el pleno horror que subyacía en la gigantesca entidad. El torso globular.., la burbujeante sugerencia de cabeza... los tres ojos de pescado... la larga trompa... las agallas protuberantes... el monstruoso pelaje de ventosas como áspides... los seis sinuosos miembros con sus patas negras y pinzas de cangrejo... ¡Dios!, ¡la familiaridad de la pata negra rematada en una pinza de cangrejo!...
La sonrisa de Orabona era completamente condenable. Jones se atragantó y observó fijamente la odiosa exhibición con creciente fascinación que le aturdía y le perturbaba. ¿Qué entrevisto horror le sumía y le obligaba a mirar más y buscar detalles. Eso había vueko loco a Rogers... Rogers, supremo artista... decía que no eran artificiales. Luego vio lo que le perturbaba. Era la aplastada y caída cabeza de cera de la víctima, y lo que insinuaba. Su rostro no estaba totalmente destruido y era familiar. Era como el enloquecido semblante del pobre Rogers. Jones observó más de cerca, sin saber del todo qué le impulsaba. ¿No era natural en un enloquecido ególatra moldear sus sus propias facciones en su obra maestra? ¿Había algo más que la subconsciente visión había sumido y suprimido bajo el efecto del puro terror?
La cera del rostro mutilado había sido moldeada con destreza increíble. Aquella incisiones... ¡cuán perfectamente reproducían la minada de heridas que algo infligiera a aquel pobre perro! Pero había algo más. En la mejilla derecha podía distinguirse una irregularidad que desentonaba con el aspecto general... como si el autor hubiera tratado de cubrir un defecto de su primer modelo. Cuanto más lo miraba Jones, más misterioso y horrible le parecía... luego, bruscamente, recordó algo que le llenó de horror. Aquella espantosa noche... la lucha... el demente atado... y el largo y profundo arañazo en la mejilla izquierda del verdadero Rogers...
Jones, soltando la desesperada presa del pasamanos, cayó en un profundo desvanecimiento.
Orabona seguía sonriendo.
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)
Más tarde, en la completa oscuridad de aquel sótano de grandes arcos, Jones maldijo la ingenuidad infantil que le había llevado allí. Durante la primera media hora había encendido su linterna a intervalos. Pero ahora, estar sentado en uno de los bancos para visitantes se había convertido en algo que crispaba los nervios. Cada cierto tiempo, la luz surgía iluminando algún objeto grotesco y enfermizo: una guillotina, un indescriptible monstruo híbrido, un rostro de barba pastosa pletórico de maldad, un cuerpo con torrentes rojos fluyendo de la garganta cercenada. Jones sabía que no había ninguna realidad siniestra tras tales seres; pero, tras la primera media hora, prefería no mirarlos. Por qué se había molestado seguir la corriente a aquel demente apenas podía imaginarlo. Hubiera sido mucho más sencillo dejarlo simplemente solo, o haber llamado a un especialista en perturbaciones mentales. Probablemente, reflexionaba, era la camaradería de un artista hacia otro. Había tanto genio en Rogers, que probaba cada forma factible de ayudarle a superar su creciente manía. Un hombre capaz de imaginar y construir aquellos increíbles seres con apariencia de vida, tal y como él había hecho, no estaba, seguramente, alejado de la total grandeza. Tenía la fantasía de un Sime o un Doré unida a la minuciosa y científica habilidad de un Blatschkas. De hecho, había realizado con el mundo de pesadilla lo que Blatschkas, mediante las réplicas maravillosamente exactas de plantas realizadas en fino hierro forjado y cristal coloreado, había hecho con el mundo de la botánica.
A medianoche, los toques de un distante reloj se filtraron en la oscuridad, y Jones se sintió arropado por el mensaje de un mundo exterior que aún existía. La abovedada sala del museo era como una tumba... espantosa en su total soledad. Aun un ratón sería una bienvenida compañía; pero Rogers se había jactado de que —por «cierta razón», según decía— ni ratones ni insectos se acercaban jamás al establecimiento. Era muy curioso, pero parecía ser cierto. La quietud mortal y el silencio eran virtualmente completos. ¡Si tan sólo hubiera un sonido! Tosió, pero hubo algo burlón en el coro de reververaciones. Se juró no comenzar a hablar consigo mismo. Eso significaría la desintegración nerviosa. El tiempo parecía discurrir anormal y desconcertantemente lento. Hubiera jurado que habían pasado horas desde que enfocara por última vez la luz sobre su reloj, pero sólo era el toque de la medianoche. Deseó que sus sentidos no estuvieran tan preternaturalmente agudos. Algo en la oscuridad y quietud parecía agudizarlos, como en respuesta a débiles impulsos que no eran tan fuertes como para llamarlos impresiones. Sus oídos parecían a veces captar un débil y elusivo susurro que no podía ser totalmente identificado con el zumbido nocturno de las míseras calles del exterior, y pensó en algo tan vago e irrelevante como la música de las esferas y la desconocida e inaccesible vida de otras dimensiones presionando contra la nuestra. Rogers especulaba bastante sobre tales cosas.
Las motas de luz que flotaban ante sus ojos sumidos en la oscuridad parecían crear curiosas simetrías de perfiles y movimientos. A menudo se había preguntado sobre esos extraños rayos del abismo insondable que centellean ante nosotros en ausencia de iluminación terrenal, pero nunca había sabido que se comportara así. Les faltaba el tranquilo sin sentido de las motas de luz ordinarias.., insinuando alguna voluntad o propósito distante de cualquier concepción terrestre. Luego vino la sugerencia de extraños movimientos. No había nada abierto, pero, a pesar de la total falta de corrientes de aire, Jones sintió que el aire no estaba totalmente en calma. Había intangibles variaciones de presión... aunque no lo bastante como para sugerir el espantoso movimiento de invisibles elementales. Era anormalmente frió, además. No le gustaba nada de eso. El aire tenía un regusto salado, como si estuviera mezclado con la salmuera de oscuras aguas subterráneas y hubiera un descarnado indicio de algún aroma de inefable humedad. Durante el día nunca se había percatado de que las figuras de cera tuvieran olor. Aun entonces sentía a medias que no eran las figuras de cera las que debían oler así. Era más bien como el débil olor de especimenes en los museos de historia natural. Curioso, dadas las pretensiones de Rogers acerca de que sus figuras no eran completamente artificiales... de hecho, era probable que tal pretensión fuera lo qúe hacia a su imaginación conjurar tales sospechas olfativas. Debía guardarse contra los excesos de la imaginación... ¿No habían enloquecido tales cosas a Rogers?
Pero la completa soledad de aquel sitio era espantosa. Incluso las distantes campanadas parecían llegar atravesando abismos cósmicos. Esto hizo a Jones pensar en la demente fotografía que le mostrara Rogers... la estrafalariamente tallada habitación del críptico trono, que aquel sujeto pretendía que era parte de unas ruinas con tres millones de años de antigüedad, emplazadas en las rehuidas e inaccesibles soledades del Ártico. Quizás Roger había estado en Alaska, pero la fotografía no era más que un montaje. No podía ser de otra manera, con todas aquellas tallas y terribles símbolos. Y la monstruosa figura supuestamente encontrada en aquel trono... ¡Que explosión de fantasía enfermiza! Jones se preguntaba cuán lejos estaría de la demente obra maestra de cera... quizás estaba tras aquella pesada puerta de planchas de madera, cerrada con candado, que llevaba más allá del taller. Pero no debía dejarse obsesionar por una imagen de cera. ¿No estaba aquella estancia repleta de tales seres, algunos de los cuales eran apenas menos horribles que el espantoso «Ello»? Y, más allá de una gruesa lona a la izquierda, estaba la estancia de Sólo adultos, con sus indescriptibles espejismos del delirio.
La proximidad de las innumerables formas de cera comenzó a crispar progresivamente los nervios de Jones mientras pasaba el cuarto de hora. Conocía tan bien el museo que podía ubicar sus habituales imágenes incluso en la total oscuridad. De hecho, las tinieblas tenían el efecto de prestar a las recordadas imágenes algún elemento imaginario sumamente perturbador. La guillotina parecía crujir y el barbudo semblante de Landrú —que mató a sus quince esposas— se contorsionaba con expresión de monstruosa amenaza. De la cercenada garganta de Madame Demers parecía brotar un gorgoteante sonido, mientras que la descabezada y desmembrada víctima de un asesino del baúl intentaba aproximarle más y más sus ensangrentados muñones. Jones comenzó a entornar sus ojos para ver si podía difuminar las imágenes, sin el menor resultado. De hecho, al entornar los ojos, el extraño e intencional trasfondo de granos de luz se hacía más perturbadoramente pronunciado. Luego, repentinamente, comenzó a intentar distinguir las odiosas imágenes que primitivamente había tratado de hacer desvanecerse. Lo hizo porque estaban dando paso a entidades aún más odiosas. A pesar de sí mismo, su memoria comenzó a reconstruir las blasfemias totalmente inhumanas que acechaban las oscuras esquinas, y aquellos grumosos híbridos brotaban rezumando y serpenteando hacia él, como tratando de encerrarle en un círculo. El negro Tsathoggua se modeló a sí mismo, desde una gárgola de aspecto de rana, en una larga y sinuosa línea con centenares de rudimentarios pies, y un blando y enjuto ser nocturno extendió sus alas como para avanzar y sofocar al observador. Jones se forzó a sí mismo para no gritar. Sabía que estaba volviendo a los tradicionales terrores de su infancia y decidió utilizar su razón de adulto para mantener a raya los fantasmas. Esto -le ayudó un poco, según descubrió, al encender de nuevo la luz. Espantosas como eran las imágenes reveladas, no lo eran tanto como las que había conjurado su fantasía en la total oscuridad.
Pero había un inconveniente. Aún a la luz de la linterna, no pudo dejar de sospechar un leve y furtivo temblor en una parte de la lona que mantenía oculta la terrible sala de «Sólo adultos». Conocía lo que había detrás y se estremeció. Su imaginación conjuró las impresionantes formas del fabuloso Yog-Sothoth... tan sólo una aglomera¬ción de globos iridiscentes, pero inmenso en su sugerencia de maldad. ¿Qué era esa maldita masa flotando lentamente hacia él y sacudiendo la partición que estorbaba su camino? Una ligera protuberancia en la lona y a la derecha insinuaba el afilado cuerno del Gnoph-keh, el peludo ser mítico del hielo groenlandés, que caminaba a veces sobre dos piernas, otras sobre cuatro y en ocasiones sobre seis. Para apartar esto de su cabeza, Jones caminó audazmente hacia la infernal sala con la linterna luciendo constantemente. Por supuesto, ninguno de sus temores era real. Aunque, ¿no ondulaban lenta e insidiosamente los largos tentáculos faciales del gran Cthulhu? Sabía que eran flexibles, pero no comprendía que el movimiento de aire causado por su avance bastase para agitarlos. Volviendo a su asiento en el exterior de la sala, entrecerró los ojos y dejó que los simétricos puntos de luz jugaran. El distante reloj lanzó un solitario toque. ¿Seda tan sólo la una? Enfocó la linterna sobre su reloj y vio que así era. Seda, en efecto, duro aguardar hasta el alba. Roger volvería sobre las ocho, antes incluso que Orabona. Habría luz en el exterior en el sótano principal mucho antes de eso, pero nada de ésta entraría allí. Todas las ventanas de este sótano habían sido tapiadas, excepto los tres ventanucos que daban al patio. Sería una espera muy larga, en resumen. Sus oídos estaban sufriendo también alucinaciones ahora... ya que podía jurar que oía pisadas sigilosas y pesadas en el taller del otro lado de la puerta cerrada y asegurada. No tenía sentido pensar en el no exhibido horror que Rogers llamaba «Eso». El ser era una contaminación... había vuelto loco a su creador, e incluso su retrato evocaba terrores de la imaginación. No podía estar en el taller... estaba, obviamente, más allá de la puerta de pesadas planchas y candado. Aquellos pasos eran en verdad pura imaginación.
Luego creyó escuchar girar la llave de la puerta del taller. Encendiendo su linterna, no vio nada excepto el antiguo portón de seis paneles en su posición correcta. De nuevo probó la oscuridad y cerró los ojos, pero siguió una angustiosa ilusión de crujido; esta vez no fue la guillotina, sino la lenta y furtiva apertura de la puerta del taller. No quería gritar. Si gritaba, estaría perdido. Había ahora una especie de reptar o arrastrar audible y avanzaba lentamente hacia él. Debía retener el control sobre si mismo. ¿No lo había hecho cuando las indescriptibles formas del cerebro trataron de acercársele? El arrastrar resonó más cerca y su resolución desfalleció. No gritó, simplemente barbotó un desafío.
—¿Quién está ahí? ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
No hubo respuesta, pero el arrastrar siguió. Jones no sabía qué era lo que más temía... encender la linterna o permanecer en la oscuridad mientras el ser reptaba hacia él. Este ser era diferente, lo sabía con certeza, a los otros terrores de la tarde. Sus dedos y garganta se agitaban espasmódicamente. El silencio era imposible, y la espera en la total negrura comenzaba a ser la más intolerable de todas las condiciones. De nuevo gritó histéricamente.
—¡Alto! ¿Quién está ahí? -encendió los reveladores rayos de su linterna. Luego, paralizado por lo que vio, dejó caer la linterna y gritó.., no una, sino muchas veces.
El ser que se arrastraba hacia él en la oscuridad era la gigantesca y blasfema forma de una negra entidad que no era totalmente mono ni completamente insecto. Su piel colgaba flojamente de su estructura, y su rugosa cabeza de ojos muertos se balanceaba constantemente de un lado a otro. Sus patas superiores estaban extendidas con las garras abiertas, y todo el cuerpo se tensaba con malignidad homicida, a pesar de la completa ausencia de expresión facial. Tras los gritos y la llegada de la oscuridad, brincó y, en un instante, tenía a Jones sujeto contra el suelo. No hubo lucha, ya que el observador se había desmayado. El desvanecimiento de Jones no pudo durar más de un instante, ya que el indescriptible ser estaba arrastrándole simiescamente por la oscuridad cuando recobró la consciencia. Lo que le despertó plenamente eran los sonidos que profería el ser... o mejor dicho, la voz con la que los profería. Aquella voz era humana, y además familiar. Sólo un ser viviente podía tener los roncos y febriles acentos con los que entonaba cánticos a un horror desconocido.
—¡Iä! ¡Iä! — aullaba—. Ya voy, oh, Rhan-Tegoth, voy con tu alimento. Largo tiempo has esperado y malcomido, pero ahora tendrás lo prometido. Esto y más, ya que en vez de Orabona será uno de los que más han dudado de ti. Lo aplastarás y secarás, con todas sus dudas, y así te harás más fuerte. E incluso entre los hombres será mostrado como un monumento a tu gloria. Rhan-Tegoth, infinito e invencible, soy tu esclavo y sumo sacerdote. Tienes hambre, yo la aplaco. He leído el signo y te lo he llevado derecho. Te alimentaré con sangre y tú me alimentarás con poder. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Retoños!
En un instante todos los terrores de la noche abandonaron a Jones como un manto que cae. De nuevo era dueño de si mismo, ya que sabia que era un peligro totalmente terrenal y material al que tenía que enfrentarse. No era ningún monstruo de fábula, sino un peligroso demente. Era Rogers, vestido con algún disfraz de pesadilla de su propio y enloquecido diseño, dispuesto a realizar un espantoso sacrificio al dios-demonio que había creado en cera. Evidentemente, debía haber entrado al taller por el patio trasero, se había disfrazado y había avanzado para apresar a su víctima finamente encerrada y presa del pánico. Su fuerza era prodigiosa, y si debía ser frustrado habría de actuar rápido. Continuaría alimentando la creencia del loco en su inconsciencia, mientras la presa fuera relativamente débil. La sensación de pasar un umbral le dijo que estaba entrando en el taller negro como la tinta. Con la fuerza que da el miedo mortal, Jones dio un brusco salto desde la medio yacente postura en la que estaba siendo arrastrado. Durante un instante se liberó de las manos del atónito maniaco, y, en otro instante, una embestida afortunada puso sus manos alrededor de la garganta extravagantemente disfrazada de su captor. Simultáneamente, Rogers le aferró a él y, sin mayores preliminares, ambos se trabaron en una lucha a vida o muerte. El entrenamiento atlético de Jones, sin duda, fue su única salvación, ya que su enloquecido atacante, abandonando cualquier exhibición de juego limpio, decencia o incluso autopreservación, era una máquina de salvaje destrucción tan formidable como un lobo o una pantera. Gritos guturales salpicaban ocasionalmente la terrible lucha en la oscuridad. Saltó la sangre, las ropas se rasgaron, y al fin Jones sintió la garganta del maniaco, libre ya de su máscara espectral. No dijo una palabra, sino que puso cada gramo de energía en defender su vida. Rogers pateó, buscó los ojos de su enemigo, dio cabezazos, mordió, rasgó y escupió... y aún encontró fuerzas para vociferar ocasionales frases. La mayor parte de su palabrería era una jerga ritual llena de referencias a «Eso» o «Rhan-Tegoth» y, para los crispados nervios de Jones, era como silos gritos tuvieran respuesta de bufidos y aullidos demoníacos, provenientes de una infinita distancia. Hacia el final, ambos rodaron por el suelo, volcando bancos o golpeándose contra los muros y los basamentos de ladrillo del horno de mezcla del centro. Hasta el fin, Jones no pudo estar seguro de salvarse, pero el último lance se inclinó a su favor. Un rodillazo contra el pecho de Rogers produjo una total relajación y, un instante después, supo que había ganado.
A pesar de lo duro que le resultaba sostenerse, Jones se levantó y tanteó los muros buscando el interruptor de la luz, ya que había perdido su linterna, junto con la mayor parte de sus ropas. Mientras palpaba, arrastraba a su desvanecido contrario, temiendo un repentino ataque cuando el demente volviera en si. Encontrando la caja, probó hasta hallar el interruptor correcto. Luego, mientras el taller, salvajemente desordenado, aparecía bajo la repentina luz, volvió para atar a Rogers con cuantas cuerdas y cinturones pudo encontrar a mano. El disfraz del sujeto — o lo que quedaba de él— parecía estar realizado con alguna desconcertante clase de cuero. Por diversas razones, a Jones se le puso la carne de gallina al tocarlo, y parecía haber un extraño y oxidado olor en él. En las ropas de calle de debajo, estaba el llavero de Rogers, y la exhausta víctima lo aferró como su pasaporte final a la libertad. Las pantallas de las pequeñas ventanas parecidas a troneras estaban bajadas y aseguradas, y así las dejó. Enjugando la sangre de la lucha en un recipiente apropiado, Jones buscó las ropas más ordinarias y menos extravagantes que pudo encontrar en los percheros. Probando la puerta del patio, descubrió que estaba asegurada con un cerrojo de resorte que no necesitaba llave desde el interior. Guardó el llavero, no obstante, para entrar, cuando volviera, con ayuda... ya que, claramente, lo que había que hacer era llamar a un psiquiatra. No había teléfono en el museo, pero no sería difícil de encontrar en un restaurante nocturno o en una farmacia de guardia. Casi había abierto la puerta para salir cuando un torrente de odiosas injurias del otro lado de la habita¬ción le indicó que Rogers —cuyas heridas visibles se limitaban a un largo y profundo rasguño en la mejilla izquierda—. había recobrado la consciencia.
-¡Idiota! ¡Desove de Noth-Yidik y efluvio de K’thun! ¡Hijo de los perros que aúllan en el torbellino de Azat¬hoth! Podrías haber sido sagrado e inmortal, y ahora traicionas a Eso y a su sacerdote! ¡Cuidado... porque está hambriento! Debiera haber sido Orabona... ese maldito perro traicionero listo para revolverse contra Eso y contra mí... pero terminé concediéndote el primer honor. Ahora, ambos debéis temer, ya que Eso no es agradable sin su sacerdote. ¡Iä!¡Iä! ¡La venganza se acerca! ¿Sabes que podrías haber sido inmortal? ¡Mira al horno! El fuego está listo y hay cera en la olla. hubiera hecho contigo lo que hice con las otras formas vivientes. ¡Ey! Tú que has jurado que todas mis efigies eran de cera, ¡te habrías convertido en una de ellas! Cuando Eso se hubiera saciado, y fueras como aquel perro que te mostré, ¡hubiera inmortalizado tus pedazos aplastados y lacerados! La cera lo hubiera hecho. ¿No decías que soy un gran artista? Cera en cada poro... cera en cada centímetro cuadrado tuyo... ¡Iä! ¡Iä! Y después el mundo hubiera podido contemplar tu mutilada carcasa ¡y preguntarse cómo podría yo haber imaginado tal cosa! ¡Ey! Y Orabona hubiera sido el siguiente, y otros tras de él... ¡y todos hubieran acrecentado mi familia de cera! Perro... ¿Aún crees que be fabricado todas mis efigies? ¿No sería mejor decir preservado? Ya sabes los extraños lugares que he visitado y los extraños seres que he traído. Cobarde... nunca osarías encarar al destructor cósmico cuyo disfraz me coloqué para darte un susto... su simple presencia viva, o incluso el hecho de concebirlo, ¡te hubieran matado instantáneamente de miedo! ¡Iä! ¡Iä! ¡Eso aguarda hambriento la sangre que es vida!
Rogers, sosteniéndose contra la pared, tironeó de sus ataduras.
—Mira esto, Jones... ¿y si me sueltas y yo te dejo marchar? Hay que ser respetuosos con el sumo sacerdote de Eso. Orabona bastará para mantenerlo vivo, y, cuando termine, inmortalizaré sus pedazos en cera para que el mundo los vea. Debieras haber sido tú, pero has rehusado tal honor. No te molestaré más. Suéltame y repartiré contigo el poder que Eso me dará. ¡Iä! ¡Iä! ¡Grande es Rhan-Tegoth! ¡Suéltame! Está hambriento al otro lado de la puerta y, si muere, los Primordiales nunca volverán. ¡Ey! ¡Ey! ¡Suéltame!
Jones simplemente agitó la cabeza, a pesar de que la repugnancia hacia los delirios del empresario le asqueaban. Rogers, ahora mirando salvajemente hacia la puerta de hierro con el candado, golpeó su cabeza una y otra vez contra el muro de ladrillo y comenzó a dar puntapiés con sus tobillos fuertemente atados. Jones comenzó a temer que se lesionaría y avanzó para atarlo más firmemente a algún objeto fijo. Contorsionándose, Rogers se apartó de él y comenzó a lanzar una serie de frenéticos aullidos cuya total y monstruosa inhumanidad resultaba espantosa y cuyo volumen era casi increíble. Parecía imposible que cualquier garganta humana pudiera producir ruidos tan estrepitosos y penetrantes, y Jones pensó que, de continuar, no necesitaría teléfono para pedir ayuda. En poco tiempo, algún policía llegaría a investigar, aun admitiendo que no hubiera vecinos que pudieran escuchar en aquel desierto distrito de almacenes.
—¡Wza-y’ei! ¡Wza-y’ei! — aullaba el demente— Y’kaa haa bho... ii, Rhan-Tegotb... Ctbulhujhtagn... ¡Fi! ¡Fi! ¡Fi! ¡Fi!... ¡RhanJegoth, Rban-Tegoth, Rhan-Tegoth!
La estrechamente atada criatura, que había comenzado a serpentear por el sucio suelo, alcanzó la puerta de planchas con el candado y comenzó a golpear atronadoramente su cabeza contra ella. Jones temió tener que volver a sujetarle y deseó no estar tan agotado por la lucha previa. El violento resultado estaba crispando de forma espantosa sus nervios y comenzó a sentir un rebrote de los indescriptibles temores que le asaltaran en la oscuridad. ¡Todo lo concerniente Rogers y su museo era tan infernalmente enfermizo y sugerente de negros panoramas al otro lado de la vida! Era odioso el pensar en la obra maestra de cera, fruto del anormal genio, que en aquel momento debía agazaparse cerca en la oscuridad, más allá de la pesada puerta del candado. Luego sucedió algo que envió un frío adicional por la columna de Jones e hizo que cada pelo -hasta los del dorso de su mano— se erizaran con un vago espanto más allá de cualquier clasificación. Rogers había parado bruscamente de gritar y golpear su cabeza contra la sólida puerta de hierro, y estaba buscando colocarse en una postura sentada. Tenía la cabeza torcida y escuchaba intensamente algo. Y entonces una sonrisa de diabólico triunfo iluminó su rostro y comenzó a hablar de forma inteligible nuevamente.., esta vez en un ronco murmullo que contrastaba extrañamente con su previo aullar estentóreo.
-¡Escucha, idiota! ¡Escucha atentamente! Eso me ha escuchado y acude. ¿No puedes oírlo chapotear mientras sale de su tanque al final del túnel? Lo alojé en las profundidades porque nada es demasiado bueno para Ello. Es anfibio, ya lo sabes... viste las branquias en la foto. Llegó a la tierra procedente del plomizo Yuggoth, donde las ciudades están bajo los cálidos y profundos mares. Eso no puede erguirse aquí... demasiado alto... tiene que sentarse o agazaparse. Dame mis llaves, debemos dejarle salir y arrodillamos ante su presencia. Luego saldremos y encontraremos un perro o un gato... quizás un borracho... para darle el alimento que necesita.
No era lo que el loco decía, sino la forma de decirlo, lo que alteró seriamente a Jones. La total y demente confianza, y la sinceridad del enloquecido susurro, era condenadamente contagiosa. La imaginación, con tales estímulos, podía -descubrir una amenaza activa en la diabólica figura de cera que se agazapaba invisible al otro lado de la pesada plancha. Mirando a la puerta con atroz fascinación, Jones descubrió que se producían varios y distintos crujidos, aunque no aparecieron marcas de violencias en la superficie. Se preguntó cuán grande sería la habitación o armario del otro lado, y cómo estaría colocada la figura de cera. Aquella idea del loco sobre un tanque y un túnel era tan delirante como sus otras fantasías. Después, en un terrible instante, Jones perdió por completo la respiración. El cinturón de cuero, con el que había pensado sujetar aún más a Rogers, cayó de sus manos inertes y un espasmo de terror le sacudió de pies a cabeza. Debiera haber sabido que el lugar le volvería loco, tal como había sucedido con Rogers; y ya estaba loco. Estaba loco, ya que sufría alucinaciones más salvajes que las que le habían asaltado anteriormente en la noche. El loco le decía que escuchara el chapoteo de un monstruo mítico en un tanque del otro lado de la puerta... y entonces, Dios le ayudara, ¡Lo escuchó!
Rogers observó el espasmo de horror cubrir el rostro de Jones y convertirlo en una rígida máscara de miedo. Cacareó.
—¡Por fin, loco, crees! ¡Por fin sabes! Lo escuchas y Eso viene! ¡Dame mis llaves, idiota... debemos reverenciarle y servirle!
Pero Jones no prestaba ninguna atención a una voz humana, loca o cuerda. Una parálisis fóbica le inmovilizó sumiéndole en el estupor, con salvajes imágenes recorriendo su imaginación desamparada. Hubo un chapoteo. Hubo un arrastrar o pisar, como de grandes patas húmedas sobre una superficie sólida. Algo se acercaba. Su olfato fue asaltado por un hediondo olor animal que brotaba desde las grietas en aquella puerta de pesadilla, parecido y a la vez diferente al de las jaulas de mamíferos de Regents Park. No sabía si Rogers estaba hablando o no. La realidad se había desvanecido y era una estatua acosada por sueños y alucinaciones tan antinaturales que se convertían casi en objetivas y distantes para él. Creyó oir un husmeo o bufido proveniente de los desconocidos golfos al otro lado de la puerta y, cuando un repentino ruido aullante y trompeteante golpeó sus tímpanos, no pudo estar seguro de que procediera del estrechamente atado maniaco cuya imagen rielaba en su enturbiada visión. La fotografia de aquel maldito e invisible ser de cera insistía en revolotear por su mente. Tal ser no tenía derecho a existir. ¿Acaso no le había vuelto loco? Mientras reflexionaba, una nueva evidencia de locura le asaltó. Algo, pensó, estaba palpando el pestillo de la puerta cerrada con candado. Estaba pateando, arañando y empujando la plancha. Hubo un trueno y la recia madera que se debilitó más y más. El hedor era espantoso. Y entonces el asalto contra la puerta desde el interior se convirtió en una maligna y decidida embestida, como los redobles de un ariete. Hubo un ominoso crujido... un astillarse... un hedor cloacal... una plancha cayendo.. -una pata negra rematada en una pinza como la de un cangrejo.
— jSocorro! ¡Socorro! ¡Dios, ayúdame!.. ¡Aaaaaaah!
Con intenso esfuerzo, Jones es capaz, hoy en día, de recordar la súbita ruptura de su parálisis de temor, descargándose en una frenética huida automática. Aquello debió ser curiosamente similar a las salvajes y desesperadas huidas de las enloquecedoras pesadillas, ya que parecía haber saltado por la desordenada cripta en casi un latido de corazón, franqueado la puerta exterior y haberla cerrado y atrancado tras de si de golpe, saltado sobre los gastados peldaños de tres en tres y volado, frenéticamente y sin rumbo, por el húmedo patio empedrado y a través de las míseras calles del Southwark. Aquí se detiene su memoria. Jones no sabe cómo llegó a su casa, y no existe evidencia de que cogiera un coche. Probablemente hizo todo el camino por ciego instinto: por el puente de Waterloo, a lo largo del Strand y Charing Cross y subiendo Haymarket y Regent Street hacia su vecindad. Todavía vestía la extraña mezcolanza de ropas del museo cuando recobró la consciencia lo suficiente como para llamar al médico. Una semana más tarde, el psiquiatra le permitió abandonar la cama y salir al aire libre. Pero no había contado todo a los especialistas. Sobre toda la experiencia colgaba un manto de locura y pesadilla, y sintió que el silencio era el único camino. Cuando estuvo recuperado, estudió exhaustivamente los periódicos que había coleccionado desde aquella espantosa noche , sin encontrar referencias a nada extraño en el museo. ¿Cuánto, después de todo, había sido realidad? ¿Dónde terminaba la realidad y comenzaba el delirio enfermizo? ¿Había cedido su mente en aquella oscura sala de exposición y todo, hasta la lucha con Rogers, era un fantasma de la fiebre? Le ayudada a recobrarse el aclarar aquellos puntos enloquecedores. Debía ver la maldita fotografía de la imagen de cera apodada.
Jones se sobresaltó violentamente, pero Orabona no dio muestras de notarlo.
—El informe y colosal dios es una réplica de ciertas oscuras leyendas estudiadas por Mr. Rogers. Se supone que llegó del espacio exterior y vivió en el Ártico hace tres millones de años. Realizaba sus sacrificios de una forma bastante peculiar y horrible, como podrá ver. Mr. Rogers lo ha dotado de un diabólico aspecto de vida... aun en el rostro de la víctima.
Temblando ahora violentamente, Jones se asió al pasamanos de latón frente al velado nicho. Casi estuvo por detener a Orabona cuando vio que la cortina comenzaba a abrirse, pero algún impulso contrapuesto le coñtuvo. El extranjero sonrió triunfalmente.
—¡Vea!
Jones se tambaleó a pesar de estar agarrado al pasamanos.
-¡Dios!... ¡Dios mío!
Con sus buenos dos metros y medio, y a pesar de su actitud confusa y agazapada que expresaba una malignidad infinitamente cósmica, se mostraba a un increíble horror plantado frente a un ciclópeo trono de marfil cubierto de grotescas tallas. En el par central de sus seis patas llevaba un arrugado, aplastado, distorsionado ser sin sangre, perforado por un millón de punciones y, en ciertos lugares, quemado por la acción de un activo ácido. Sólo la mutilada cabeza de la víctima, pendiendo a un lado, revelaba que representaba a algo que fuera humano. El propio monstruo no necesitaba presentación para alguien que hubiera visto cierta fotografía infernal. La maldita instantánea había sido demasiado fiel, aunque no podía mostrar el pleno horror que subyacía en la gigantesca entidad. El torso globular.., la burbujeante sugerencia de cabeza... los tres ojos de pescado... la larga trompa... las agallas protuberantes... el monstruoso pelaje de ventosas como áspides... los seis sinuosos miembros con sus patas negras y pinzas de cangrejo... ¡Dios!, ¡la familiaridad de la pata negra rematada en una pinza de cangrejo!...
La sonrisa de Orabona era completamente condenable. Jones se atragantó y observó fijamente la odiosa exhibición con creciente fascinación que le aturdía y le perturbaba. ¿Qué entrevisto horror le sumía y le obligaba a mirar más y buscar detalles. Eso había vueko loco a Rogers... Rogers, supremo artista... decía que no eran artificiales. Luego vio lo que le perturbaba. Era la aplastada y caída cabeza de cera de la víctima, y lo que insinuaba. Su rostro no estaba totalmente destruido y era familiar. Era como el enloquecido semblante del pobre Rogers. Jones observó más de cerca, sin saber del todo qué le impulsaba. ¿No era natural en un enloquecido ególatra moldear sus sus propias facciones en su obra maestra? ¿Había algo más que la subconsciente visión había sumido y suprimido bajo el efecto del puro terror?
La cera del rostro mutilado había sido moldeada con destreza increíble. Aquella incisiones... ¡cuán perfectamente reproducían la minada de heridas que algo infligiera a aquel pobre perro! Pero había algo más. En la mejilla derecha podía distinguirse una irregularidad que desentonaba con el aspecto general... como si el autor hubiera tratado de cubrir un defecto de su primer modelo. Cuanto más lo miraba Jones, más misterioso y horrible le parecía... luego, bruscamente, recordó algo que le llenó de horror. Aquella espantosa noche... la lucha... el demente atado... y el largo y profundo arañazo en la mejilla izquierda del verdadero Rogers...
Jones, soltando la desesperada presa del pasamanos, cayó en un profundo desvanecimiento.
Orabona seguía sonriendo.
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)