El vampiro dorado

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Jinete Volad@r
Miron
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Nadie podía esperar demasiado de la denuncia por intento de robo, allanamiento de morada y retención forzosa que puso Ana Rosa Colinas contra Santiago Delors (véase "El Vampiro Dorado", 1ª parte), pues este nunca intervenía directamente en un asunto criminal sin tener las espaldas bien cubiertas. En efecto, apenas se hizo pública la denuncia, no menos de diez personas –todas ellas de reputación intachable- se presentaron en la comisaría para declarar que Delors había pasado la tarde de los hechos jugando al golf en un selecto club de las afueras.

En cuanto a la pistola hallada en la casa de Rosa, el propio Delors reconoció que el arma era de su propiedad y que las huellas digitales de la culata también eran suyas, pero les recordó a las autoridades que él mismo había denunciado el robo del arma varios días antes. Sin duda, el verdadero criminal había conservado aquellas huellas deliberadamente, con la intención de incriminar a un inocente en sus fechorías, y sin duda se habría puesto unos guantes para que sus propias huellas no quedaran impresas en el arma. Si las víctimas no recordaban que su agresor llevara guantes, sería porque, con los lógicos nervios de la ocasión, no se habrían fijado en ese detalle. En cuanto a Julius, el presunto guardaespaldas y cómplice de de Delors, ni siquiera existían pruebas de su existencia.

Finalmente, Ana retiró la denuncia contra Delors, reconociendo que lo había confundido con otra persona que se la parecía vagamente, y hasta le ofreció unas disculpas por escrito, que fueron generosamente aceptadas. Todo parecía indicar que aquel astuto criminal no tardaría en volver a las andadas, pero entonces tuvieron lugar los inesperados hechos que lo condujeron a su trágica muerte (véase “Raptadas”), de modo que la amenazante figura de Santiago Delors desapareció de la escena tan súbitamente como había aparecido. Como un criminal muerto no es lo mismo que uno vivo, las mismas autoridades que tanto lo habían protegido, e incluso temido, durante su existencia terrena no tardaron en aprovechar su desaparición sacar a la luz sus negocios sucios, provocando de ese modo una rápida diáspora entre sus numerosos cómplices, que por primera vez en muchos años se veían cerca del arresto.

Ana e Isa, por su parte, también decidieron aprovechar la dispersión de aquella temible banda para hacer un viaje a México en busca del padre de la segunda, con el fin de entregarle de una vez el dichoso y enigmático Vampiro Dorado. Brais, no sin numerosas protestas y algunas mentiras, consiguió que sus padres le permitieran viajar a México con sus amigas, bajo la responsabilidad de Ana, que era la única mayor de edad del grupo. Por supuesto, no les dijo que su viaje terminaría en las profundidades de la selva de Chiapas, sino que les juró y les perjuró que todo se quedaría en una apacible excursión cultural por las ciudades mayas del Yucatán, guiada por un gran experto en la materia como el profesor Felipe Castaño, padre de Isa y persona en la cual los progenitores del muchacho confiaban plenamente.

Así, tras un viaje largo y pesado, pero desprovisto de mayores incidencias, Ana, Isa y Brais llegaron a un pueblo del estado de Chiapas, el último lugar civilizado que visitarían antes de internarse en la selva. Hasta entonces, habían utilizado un coche alquilado, pero a partir de allí sería necesario continuar a pie, atravesando los angostos senderos que atravesaban la espesura y guiándose por el mapa que el propio profesor Castaño les había hecho llegar junto con un mensaje en clave.

Los tres amigos pasaron la noche en el único hotel del pueblo, para recobrar fuerzas antes de iniciar aquella incierta caminata hacia lo desconocido. Pero Ana, que no resistía la tentación de fumar, madrugó bastante y abandonó el hotel poco después del amanecer, aprovechando aquellas horas de temperatura relativamente fresca para dar un paseo por la selva cercana mientras se fumaba unos cigarrillos. Para su sorpresa, Brais, que tampoco debía de ser capaz de conciliar el sueño, apareció allí, tranquilo y sonriente, y abordó a Ana con estas palabras desenfadadas, no demasiado propias de un muchacho tan tímido como él: -¿Qué tal, Ana? ¡Hay ganas de fumar, por lo que veo!

Ana, aunque sorprendida por su presencia, también sonrió y le dijo:

-Pues sí, ya os he dicho que soy una adicta incurable a la nicotina. Claro que gracias a eso siempre llevo un mechero conmigo, como el que nos ayudó a encontrar el mapa. Y tú pareces ansioso por empezar la aventura, que has madrugado mucho. -Ya, no podía dormir y he decidido aprovechar para charlar un poco contigo. -¿Charlar? ¡Vaya, ten cuidado, a ver si Isa se va a poner celosa! ¡Y te advierto que tengo novio y que practica culturismo, así que tú verás lo que me dices! -Tranqui, guapetona. Eres una chica preciosa y me caes genial, te lo aseguro, pero la verdad… es que casi preferiría hablar del Vampiro Dorado. -¿Sí? Pues creo que de eso ya sabes tú tanto como yo. -¿De verdad? Pues a mí me parece que no. ¡Venga, Ana! Tú tienes que saber de esa estatuilla mucho más de lo que nos has dicho hasta ahora. No te reprocho que al principio hayas sido discreta, pero, ahora que ya estamos embarcados en la misma aventura, creo que deberías compartir información con nosotros.

-Bueno, supongo que es difícil esconderte nada, eres un detective nato. Sé lo siguiente, lo que me contó mi padre antes de morir, que tampoco fue demasiado: Felipe –o sea, el padre de Isa- descubrió esa estatuílla mientras realizaba unas excavaciones arqueológicas en las ciudades mayas del norte de Guatemala, no muy lejos de aquí. Desde el primer momento le llamó la atención, pues su factura no respondía a los cánones habituales de la orfebrería maya. Tras ciertas investigaciones, descubrió en una obra marginal de Fray Diego de Landa una alusión al Vampiro Dorado y a las leyendas que corrían sobre él entre los indios de sangre maya, como los lacandónes o los quichés. Se decía que el Vampiro Dorado era la única reliquia que se conservaba de una civilización india muy antigua y tan misteriosa que de ella no quedaba ni el nombre. Aquella tribu habría florecido en las selvas de Chiapas, cuando el pueblo maya aún era joven, y el Vampiro Dorado sería una efigie de su único dios, un monstruo con forma de murciélago que simbolizaba la Muerte y la Oscuridad, a las cuales ellos consideraban las fuerzas más poderosas y sagradas del universo. Ese dios habría sido adorado mediante ritos sangrientos y misteriosos en las cámaras secretas de un templo subterráneo, a las cuales sólo los grandes sacerdotes podían acceder. Pues bien, aquel pueblo se debilitó a causa de las sequías y las malas cosechas, de modo que no pudo resistir el ataque de los ejércitos mayas, los cuales un buen día (es un decir) arrasaron el templo, diezmaron a los sacerdotes y se llevaron consigo el Vampiro Dorado como trofeo de guerra, junto con varios prisioneros destinados al ara de los sacrificios. Sin embargo, no pudieron hallar los grandes tesoros que, según se decía, se hallaban ocultos en las criptas inferiores del templo, pues sólo los sacerdotes asesinados durante la masacre sabían cómo acceder a ellos. En fin, la leyenda (recuerda que todo esto es únicamente una leyenda) dice que, si alguien devuelve el Vampiro Dorado a su hogar en las ruinas del templo, el dios de la Muerte lo recompensará mostrándole el camino hacia los tesoros sagrados. Y por eso hay ahora tanta gente interesada en hacerse con él.

-¡Caray, menuda película! ¿Y tú te crees esa fantasmada? -Pues… no sé que te diga. Cuando tienes diez años, has visto muchas películas y te lo crees casi todo. A los veinte, has leído muchos libros y ya no crees en casi nada. Y después han tenido muchas experiencias extrañas y tu visión del mundo se ha vuelto tan flexible que ya no te atreves a creer ni a dejar de creer en absolutamente nada. Yo creo que Felipe, con razón o sin ella, cree en la leyenda. Sin duda, mi padre también creía en ella. Y yo, si tuviera que contestarte con un sí o un no, me vería en un apuro, la verdad. -Pues a mí me parece que no estás siendo del todo sincera conmigo. Tú crees al cien por cien en la leyenda del tesoro, y por eso te habías aliado con Delors para hacerte con el Vampiro Dorado. -¿Qué dices, Brais? Primero, yo soy amiga del profesor Castaño y nunca hubiera traicionado su confianza. Segundo, recordarás que aquella vez Delors me amordazó a mí de la misma manera que a ti y a tus amigas para robarme la estatuilla. Y, por último, ¿para qué habría de hacerme con algo que llevaba años en mi poder? -Pues porque si el Vampiro Dorado simplemente hubiera desaparecido, precisamente una vez que el templo había sido descubierto (porque todos sabemos que el mapa del profesor Castaño indica la localización de ese dichoso templo), habrías quedado en una posición muy sospechosa ante Isa y su padre, mientras que a ti te interesaba conservar su confianza para aprovecharte de ella en otras ocasiones. Por eso Delors y tú montasteis la comedia en tu piso. Todo era muy creíble, claro, pero Delors metió la pata y dijo algo que, aunque entonces no lo pillé, ahora me parece sospechoso. -¿De qué hablas? Te advierto, Brais, que, aunque te aprecio mucho, estas bromas no me están haciendo ninguna gracia. -Es que no son bromas, guapa. Delors dijo que había llegado a tu piso siguiendo a Isa, con la esperanza de que ella lo condujera a la persona que custodiaba el Vampiro Dorado. Pero se le pasó un detalle. Antes de ir a tu hogar, Isa se pasó por mi casa para que la ayudara a descifrar el mensaje secreto de su padre. Entonces, ¿por qué Delors y Julius no irrumpieron en mi casa como sí lo hicieron en la tuya? Si ellos no te conocían, y sólo estaban espiando los movimientos de Isa, mi casa podría ser un escondrijo tan bueno como la tuya para ocultar la estatuilla. Si entraron en tu casa, “casualmente” un instante después de que hubiéramos encontrado el mapa, fue porque ya sabían que allí encontrarían el Vampiro Dorado. A ti te interesaba que te lo robaran, o fingieran robártelo, delante de testigos (esto es, Isa y yo) para que parecieras una víctima inocente del robo. Luego, y con la ayuda del mapa, Delors y tú encontraríais el templo, devolveríais el Vampiro a su lugar de culto y encontraríais el tesoro, que luego os repartiríais como buenos amigos, sin despertar las sospechas de nadie. Eso también explica que no le hicieran caso al mapa, que tenían delante de sus narices, y aun así estuvieran seguros de encontrar al profesor y su templo.

Ana, que hasta hacía un momento había escuchado a Brais con una sonrisa irónica, no pudo disimular su turbación ni su rabia al darse cuenta de que aquel mocoso había adivinado su plan. Tras unos instantes de parálisis, la muchacha se encaminó hacia Brais, mirándolo con ojos amenazantes. Pero apenas había dado un par de pasos cuando el sonido inconfundible de un cascabel asaltó sus oídos, paralizándola de terror. No necesitó mirar a sus pies para darse cuenta de que tenía una enorme víbora de cascabel enroscada a escasos centímetros de ella, y dispuesta a morder ante la menor señal de amenaza. Brais sonrió y le dijo a la asustada joven, que se había quedado muda y pálida como un cadáver: -Es por eso por lo que he escogido este momento para contarte mis sospechas. Vine aquí sólo para hablar del Vampiro Dorado, pero cuando vi que tenías cerca de tu nueva amiga, consideré que era el momento oportuno para decirte lo que pensaba de ti. Ahora tú misma te has delatado con tu actitud, así que no me pidas que te ayude. Te recomiendo que te quedes ahí un rato, quietecita y calladita para no molestar a la serpiente, porque de lo contrario podrías llevarte un mordisco muy desagradable. Ana, cada vez más pálida (ya no tanto por el miedo a la víbora como por la rabia que sentía contra aquel niñato entrometido), siguió los prudentes consejos de Brais, quedándose quieta y silenciosa como una estatua, aunque dirigiéndole miradas sobradamente amenazantes mientras él volvía hacia el hotel, sabiendo que ella, dada su peligrosa situación, aún tardaría un buen rato en verse capacitada para perseguirlo. Brais, una vez en el hotel, entró en el cuarto de Isa, tras llamar a su puerta mediante un código acordado entre ambos la noche anterior, cuando él la había hecho partícipe de sus sospechas. Isa no sólo no estaba dormida, sino que se hallaba completamente dispuesta para emprender la marcha. Cuando Brais entró, ella le dijo:

-¡Ya estaba preocupada por ti, Brais! Al final, ¿qué ha pasado con Ana? -La he dejado en buena compañía. Ella es lista y no le pasará nada, pero creo que tardará bastante en causarnos problemas. ¿Estás preparada para la marcha? -Sí, ¡desde hace horas! Llevo en la mochila la estatuilla y el mapa, además de todo lo que necesitaremos para el viaje. Creo que, si salimos ahora mismo, llegaremos al templo antes de que anochezca. -Vale, no me gustaría tener que pasar una noche en medio de la selva, pero de día, y sabiendo adónde vamos, no creo que haya demasiado peligro. Habrá cocodrilos, serpientes de cascabel y pumas, claro, pero también en Galicia hay víboras, jabalíes y lobos… y no por eso dejamos de pasear por el monte cuando nos apetece. -De acuerdo, pues vamos allá.

Sin más preámbulos, Isa y Brais, con sus mochilas a la espalda, y tras pagar la cuenta de las tres habitaciones, se perdieron rápidamente en la selva, guiándose por el mapa y aprovechando los pobres caminos hacia la espesura: estrechos y arduos senderos medio devorados por la maleza, empleados únicamente, y sólo de forma esporádica, por los cazadores indios, pero bastante aceptables cuando no se podía optar por nada mejor.

En cuanto a Ana, permaneció un rato silenciosa y sumida en una inmovilidad absoluta, temerosa de las iras de la víbora, que parecía haberle cogido gusto a aquel lugar y no manifestaba el menor deseo de abandonarlo. Quizás el ambiente matutino aún era demasiado fresco para que su primitivo organismo entrara en su fase de plena actividad, o quizás aquel era un buen sitio para acechar a los apetitosos roedores de la selva, pero la verdad era que se la veía con tan pocas ganas de movimiento como a la propia Ana. Sin embargo, esta recordó, de pronto, que las serpientes eran sordas, por lo cual, aunque ciertamente le convenía permanecer inmóvil, nada le impedía gritar pidiendo ayuda. En efecto, Ana dio un par de gritos en demanda de socorro y no tardaron en acudir unos campesinos indios que se dirigían a sus maizales por una senda cercana. Uno de los indios, un hombre hábil y valiente, mató a la serpiente de un certero machetazo y Ana, tras un suspiro de alivio, acertó a decir: -Muchas gracias, señor. Esto me pasa por meterme en la selva sin protección alguna. ¿No podrían indicarme ustedes si hay en este lugar un sitio donde vendan armas de fuego? Les agradecería mucho que me informasen…

Bastantes horas después de estos hechos, y tras una caminata realmente dura, pero relativamente apacible teniendo en cuenta el carácter salvaje y primitivo de aquella región inhóspita, Brais e Isa llegaban a un calvero de la selva, cuya localización coincidía plenamente con el punto indicado por el mapa del profesor Castaño. Los dos amigos, sacando fuerzas de flaqueza, habían hecho el trayecto en menos tiempo del esperado, gracias a lo cual habían conseguido llegar a su destino bastante antes de que empezara el breve crepúsculo tropical, y, aunque el día ya estaba bastante avanzado, la luz solar, allí donde no la detenía el espeso ramaje de la selva, aún era intensa y ardiente. Allí se levantaban unas pobres ruinas medio devoradas por la maleza, así como una modesta tienda de campaña, y además se veía en las cercanías de las ruinas una especie de pozo, que (según sabrían después) conducía a los misteriosos recovecos subterráneos del templo. Cerca del pozo, se hallaba de pie un hombre blanco de mediana edad, alto y apuesto, con el cual Isa no tardó en fundirse en un cálido abrazo, dando intensas muestras de alegría y cariño, pese a lo agotada que se sentía. Aquel hombre era su padre, el profesor Felipe Castaño, y, aunque algo deteriorado por las últimas semanas en la selva, parecía hallarse en perfectas condiciones de salud. El profesor respondió a la alegría de su hija con un cariño más sosegado, pero no por ello menos sincero, y no dejó de sorprenderse al ver que había llegado con ella Brais, a quien él conocía bastante, pero cuya presencia, en principio, no era esperada. En cambio, Ana brillaba por su ausencia, lo cual no dejó de causarle al buen profesor una honda turbación, hasta que su hija y Brais le explicaron, con palabras un tanto confusas, lo que había pasado con ella. Al principio, El profesor Castaño tuvo grandes dificultades para asumir que aquella muchacha hermosa e inteligente, hija de uno de sus mejores amigos, había sido capaz de traicionar su confianza, pero tuvo que rendirse ante las razones de Brais. Luego, Isa le preguntó: -Pero, papá… ¿Cómo has podido estar tanto tiempo solo en un sitio como este? El profesor suspiró y contestó:

-No he estado solo. Hasta esta misma mañana han estado conmigo varios indios, que me han ayudado a desbrozar el terreno y a despejar la entrada del pozo. Pero hoy, al despertarse, me han pedido permiso para volver a sus aldeas, pues, según me confesar, llevaban teniendo pesadillas horrorosas desde que descubrimos el acceso a los subterráneos del templo. Yo no he tenido tales pesadillas, pero no puedo reprocharles sus miedos ancestrales. Lo cierto es que yo también he notado algo inquietante, quizás hostil, en la atmósfera de este lugar olvidado, y, como ellos son descendientes de los mayas que profanaron el templo, supongo que el espíritu que rige esta zona no los habrá visto con buenos ojos. Pero creo que con nosotros será más comprensivo, siempre y cuando devolvamos la estatuilla al lugar que le corresponde lo antes posible. Isa, más escéptica que su padre, dijo, usando un tono un tanto desdeñoso:

-¡Bah, papá, ni que esto fuera una película de miedo! Puede que aquí haya cosas peligrosas, pero no son las supersticiones de los indios las que me dan miedo.

-Claro que no, cariño. Soy yo la que debería darte miedo, ¿sabes?

Isa, su padre y Brais se volvieron estupefactos, tras haber oído aquellas inesperadas palabras, pronunciados en un tono a la vez hipócritamente dulce y amenazante. Allí, en el mismo borde del calvero, se hallaba Ana, que los estaba apuntando con una pequeña pero más que respetable pistola automática. A ellos les pareció, al principio, un milagro que Ana hubiera podido encontrar el calvero del templo sin el mapa, pero esta tuvo la cortesía de despejar sus dudas antes de que nadie hubiera reunido ánimos suficientes para hacerle una sola pregunta: -Eres muy listo, Brais, pero no lo suficiente. Ni se te ocurrió pensar que, en todo este tiempo, había tenido tiempo más que suficiente para quitarle el mapa a Isa, sin que ella se diera cuenta, y hacerle una copia para mi uso particular antes de devolvérselo. El aludido agachó la cabeza, avergonzado de su imperdonable despiste, aunque, en realidad, Isa había tenido tanta culpa como él en ese sentido. Ana prosiguió: -No deseo hacerle daño a nadie, pero, ahora que me habéis descubierto, no me queda otra que jugar todas mis cartas hasta el final. Cuando tenga el tesoro, os dejaré tranquilos, pero antes debéis entregarme el Vampiro Dorado. ¡Isa, sé que lo llevas en tu mochila! Dámelo si no quieres que le pegue un tiro a tu amigo… o a tu padre.

Isa, muy pálida y con cara de circunstancias, extrajo la reliquia de la mochila, tiró esta última al suelo, y se encaminó hacia Ana con pasos lentos pero firmes, sumida en un silencio tan lóbrego como su expresión. Los demás se limitaron a mirar, callados e impotentes, pues nada podían hacer contra el arma de su enemiga. Esta, cuando Isa ya estaba a pocos pasos de ella, le ordenó detenerse con un gesto imperioso y le dijo: -No avances más, Isa. Ya tuve ocasión de comprobar la otra vez, en mi piso, que eres una chica demasiado temeraria como para confiar demasiado en tus reacciones. Pero a mí no me atacarás por sorpresa, como a Delors. Deja el murciélago en el suelo, ahí donde estás, y da media vuelta sin hacer tonterías.

Isa no respondió ni con una sola sílaba, pero cumplió las instrucciones de Ana al pie de la letra. Esta, una vez que Isa hubo vuelto con los demás, se agachó para coger la estatuilla, la examinó fugazmente y se la guardó en un bolsillo de sus tejanos, mientras decía, con su rostro animado por la conciencia de la victoria: -¡Por fin es mío y sólo mío! -Perdona, nena, pero yo diría que, más bien, es mío.

Esta vez le tocó a Ana volverse estupefacta ante unas palabras inesperadas. A escasos metros de sus espaldas, varios hombres armados con fusiles automáticos emergieron del círculo de maleza que rodeaba el calvero, donde hasta entonces habían permanecido completamente invisibles. Uno de ellos, el que había hablado y parecía el jefe de la banda, no era otro que el robusto Julius Mendes, el guardaespaldas de Delors, al cual todos ellos, salvo el profesor Castaño, ya conocían demasiado bien. Él le dijo a Ana, que, pasado su efímero momento de triunfo, se sentía tan aterrorizada e indefensa como Brais y sus amigos:

-Llevamos varios días siguiéndoos, de forma discreta pero eficaz, tal como el pobre Delors nos enseñó a hacer las cosas. Muerto el jefe, me tocaba buscarme la vida por mi propia cuenta, así que reuní a varios colegas y decidí que sería una buena idea buscar el templo del murciélago dorado ese, con lustra involuntaria pero impagable colaboración. Sé que habías hecho un trato con Delors, pero ahora, preciosa, las cosas han cambiado mucho y yo, que no soy tan rico como lo era él, quiero el tesoro para mí solito… bueno, y para mis amigos, aquí presentes. Por cierto que ellos tienen el gatillo fácil, así que yo de ti iría tirando la pistola y entregando el estatuilla, muñeca.

Ana comprendió que no seguir aquellas órdenes supondría la muerte instantánea para ella y para todos los demás. Arrojó su arma al suelo y, con las manos temblorosas, le entregó la estatuilla a Julius, que la agarró con toda la fuerza de sus poderosas manos. Los otros hombres, media docena de desesperados, agarraron, a su vez, a Ana y a los demás para reducirlos a la impotencia.

Poco después, Ana, Brais, Isa y el profesor Castaño se hallaban dentro de la tienda de campaña, todos ellos bien atados. Uno de sus captores, el que parecía ser el lugarteniente de Julius, se acercó a este y le dijo: -Ya están a buen recaudo, Mendes. Pero, ¿qué vamos a hacer con ellos?

-Por ahora sólo vigilarlos, Mendoza. El profesor sabe mucho y puede resultarnos útil si las cosas se complican. A las chicas las quiero para mí (porque esto habrá que celebrarlo con un par de polvos, cuando el tesoro esté en nuestras manos) y el chaval es de buena familia, así que podremos conseguir un buen rescate por él. Luego ya se verá. Ahora los chicos y yo vamos a explorar ese pozo, a ver dónde debemos colocar la estatuilla. Tú cuida de nuestros amigos de la tienda y procura no pasarte con las nenas, que te conozco, bribón.

Dicho esto, Julius y cinco de sus cómplices se internaron en las tenebrosas profundidades del templo subterráneo, dejando al tal Mendoza como único guardián del campamento. Esta, aburrido, decidió que Julius, cuando volviera a la superficie con el tesoro, se hallaría de buen humor y no le reprocharía demasiado que, incumpliendo sus recomendaciones, realizara una visita a la tienda para pasarlo bien con alguna de las chicas. Ana le gustaba especialmente, mientras que Isa, pese a su belleza, le parecía un poco demasiado cría para él. Pero convendría hacer las cosas discretamente, para que Julius no se enterase antes de que los hechos estuvieran consumados, así que se dejó su fusil en el suelo y cogió, en su lugar, un buen rollo de cinta adhesiva y unas tijeras. Entró en la tienda sonriente y ya excitado por al anticipación del placer. Antes de que los prisioneros comprendieran sus intenciones, Mendoza ya había cortado cuatro tiras de cinta, que usaría para silenciarlos a todos mientras forzaba a Ana. Sin dejar de sonreír cínicamente, el maleante empezó a amordazar a sus indefensas víctimas, mientras les dedicaba estos susurros malévolos:

-Primero usted, profesor, a ver esta boquita… ¡Ay, cuánto me hubiera gustado, de pequeño, amordazar a unos cuantos profesores! Ahora tú, chaval, que ahora toca estar calladitos… A ver esta carita tan linda, nena… Y mira bien cómo se hace, porque luego a lo mejor te toca a ti… Y ahora tú, preciosa, que no me gustan las chicas que se ponen a hablar y hablar mientras las follo. Ya verás qué bien nos lo pasamos…

Dicho esto, Mendoza tumbó a Ana boca arriba, sobre un saco de dormir del profesor Castaño, y empezó a manosearla con lujuriosa voracidad, mientras le desabrochaba la camisa y los tejanos, indiferente a sus gemidos ahogados y a las protestas amordazadas de los demás prisioneros, que no podían hacer otra cosa que asistir impotentes a aquella violación infame. Ya se había llevado Mendoza las manos a su sexo, con el fin de frotárselo durante un rato para endurecerlo y prepararlo para la violación, cuando un pandemonio de gritos horribles, procedentes del pozo donde se habían internado sus cómplices, rasgó bruscamente el silencio de la selva.

Mendoza se incorporó asustado y salió de la tienda lo más rápido que pudo. En aquel momento el pozo estaba vomitando un ejército aparentemente infinito de grandes murciélagos, que chillaban furiosos y de cuyas pequeñas bocas caían al suelo gotas de sangre fresca. Medio ahogados por los estridentes chillidos de los quirópteros, también se oían, procedentes del mismo pozo, gritos humanos, al principio desgarradores, pero luego cada vez más débiles, hasta quedar convertidos en pobres gemidos agonizantes. Mendoza, incapaz de reaccionar ante una situación tan horrible e inusitada, permaneció clavado en el suelo durante un rato, incapaz de moverse aunque sólo fuera para recoger su fusil, y entonces vio cómo del pozo salía también un enorme amasijo de carne ensangrentada, en cuyas facciones, medio devoradas por los dientes de los vampiros, aún se podían reconocer, horriblemente, las facciones de Julius Mendes. Este, aunque su lengua no había corrido una suerte mucho mejor que la carne de su rostro, aún pudo articular torpemente unas últimas palabras, que Mendoza pudo oír gracias a que, por fin, la atroz barahúnda de los vampiros estaba empezando a decrecer:

-Fue… un horror, el infierno… Mendoza… Huye si quieres vivir… si te dejan vivir… Yo… nosotros entramos en el templo, con las linternas… Caminamos por el pasadizo… Encontramos la piedra-altar… la de la leyenda… donde se dice que los indios adoraban al Vampiro Dorado… Y lo colocamos allí, esperando a que nos revelase dónde estaba… el mal… maldito tesoro. ¡Ay, Dios mío! Aparecieron vampiros de verdad, miles y miles de ellos… Primero en silencio, luego empezaron a chillar como almas condenadas… Todos están muertos, no es que les hayan chupado toda la sangre… No, aunque, bueno… también… ¡los despedazaron a todos antes de que pudieran usar sus armas! Aunque de nada nos hubieran servido… Huye, Mendoza… Yo ya no puedo huir, ni quiero… Sólo quiero morir ya, este puto dolor… ¡Dios, perdóname! Men… do… za… hu… ye… o…

Julius cayó al suelo, aún vivo, pero ya sin esperanzas de sobrevivir a aquellas heridas atroces, de las cuales aún manaba la poca sangre que le restaba en el cuerpo, en brutales borbotones, que amenazaban con teñir de rojo toda la hierba del calvero. El aterrorizado Mendoza pudo reaccionar por fin y, tras emitir un gemido de terror más propio de un niño que de un hombre, corrió hacia su fusil, temeroso de que los murciélagos volvieran y lo despedazaran. Pero a sus espaldas, al lado de sitio donde había dejado el arma, se hallaba un enorme puma, que lo estaba mirando con ojos golosos. Mendoza intentó escapar, pero ya era demasiado tarde. El puma se arrojó sobre él y le clavó los dientes en la yugular, matándolo casi en el acto. Luego se lo llevó a la selva para devorarlo tranquilamente. Su muerte, después de todo, había sido más piadosa que las de sus amigos, quizás porque él no había llegado a profanar el templo, sólo había tenido intención de hacerlo. Julius, por su parte, no tardó en morir desangrado. En cuanto a Brais y a sus amigos (contamos entre ellos a Ana, a pesar de todo), seguían en la tienda, confusos y aterrorizados, pero totalmente ilesos.

Cuando hubo pasado un buen rato desde la extinción total de la barahúnda provocada por hombres y murciélagos, Brais, aprovechando las últimas luces del día, se acercó a Isa y, no sin esfuerzo, consiguió desatarle las muñecas. Luego, Isa se quitó ella misma la mordaza y las ligaduras de los tobillos, para, a continuación, desatar a los demás: a su padre, a Brais y a Ana, en este orden. Ya era casi de noche cuando los cuatro pudieron salir y contemplar, lívidos de horror, cómo la roja luz del crepúsculo iluminaba un espectáculo más rojo todavía. Lo único que pudieron hacer fue cubrir los despojos mortales del desdichado Julius con una manta, para protegerlos de las alimañas nocturnas, y rezar en silencio, tanto por las almas de los muertos como por su propia seguridad. Por suerte, los vampiros no volvieron, o, si lo hicieron, nadie se dio cuenta.

Siendo ya noche cerrada, la luz de la luna llena contempló a Felipe Castaño, Ana, Isa y Brais sentados en torno a una hoguera que habían improvisado junto a la tienda, para cocinar una cena frugal que, en definitiva, ninguno de ellos se atrevería a probar. Purgados de sus propias debilidades por el horror de las últimas horas, el profesor castaño, su hija y Brais habían perdonado a Ana su traición y la trataban con cariño, como si nada malo hubiera pasado entre ellos, e incluso procuraban animarla para hacerle olvidar el intento de violación que había sufrido por parte del desgraciado Mendoza. Ella, a su vez, que, aun siendo una persona ambiciosa y taimada, no carecía de cierta nobleza en el fondo de su ser, correspondió a su generosidad mostrándose sincera y revelándoles la verdad. Extrajo del bolsillo de sus pantalones tejanos un pequeño objeto dorado, que brilló tenuemente a la luz mortecina de la hoguera y que resultó ser la verdadera estatuilla del Vampiro Dorado. Ana suspiró y dijo: -La estatuilla que le di a Julius era una copia que había mandado hacer en España. Mi intención era aprovechar la primera oportunidad que se me presentara para hacerme discretamente con la verdadera estatuilla, tal como me había hecho con el mapa, y darle el cambiazo a Isa. Al final, la astucia de Brais arruinó mi plan y conservé la copia casi sin querer, pues ya no pensaba que pudiera llegar a serme útil. De hecho, cuando se la di a Julius ni siquiera sabía si era la estatuilla legítima o la copia, de lo nerviosa que estaba, y durante mucho tiempo no me acordé de eso para nada. Claro que, aunque me hubiera acordado, jamás se me habría ocurrido pensar que llevar un Vampiro Dorado falso al templo del dios-murciélago pudiera tener unas consecuencias tan horrorosas. Puedo juraros por la memoria de mis padres que nunca se me habría pasado por la cabeza daros el cambiazo ni a vosotros ni a nadie a sabiendas de que eso podría causaros la muerte.

El profesor Castaño dijo, a su vez:

-Supongo que a ningún dios le agrada que unos simples mortales intenten engatusarlo. Lo de esta tarde ha sido un poco como la historia bíblica de Ananías y Safira en versión pagana. La diferencia radia en que ni Julius ni sus hombres eran conscientes del engaño, pero supongo que a los viejos dioses esas pequeñas diferencias no les importan demasiado. O quizás los espíritus sólo deseaban una excusa para satisfacer su sed de sangre, la justicia del motivo e incluso la devolución de la reliquia serían elementos secundarios.

Isa dijo, a su vez:

-Pero, papá, esto no tiene sentido. Si esos espíritus pueden castigar a quien entra en el templo con una reliquia falsa, ¿por qué no pudieron proteger a sus adoradores de los mayas? El profesor suspiró y dijo, sin mucha seguridad: -Es difícil hallar responder a eso. Claro que los mayas también tendrían sus propios dioses, más poderosos que los de la tribu desconocida, o mejor alimentados con la sangre de cientos de sacrificios rituales, y quizás esa fue la razón de su victoria. Pero nosotros hoy en día sólo creemos en el Dios Dinero, que, pese a los numerosísimos sacrificios humanos que ha recibido a lo largo de los siglos, sigue siendo un dios muy débil, que apenas tiene poder más allá de los límites de nuestra mezquina civilización. Aquí los dioses que mandan son otros.

Brais, el único que no había hablado últimamente, tomó por fin la palabra y dijo, a su vez, venciendo con algún esfuerzo su timidez habitual: -Pero ahora que tenemos en nuestro poder la verdadera reliquia… ¿qué nos impide entrar en el templo –ahora no, claro, pero cuando amanezca- y devolverla a su altar, para ver si de realmente existe un tesoro?

El profesor lo miró con una expresión de cariñoso reproche, valga la expresión, y le dijo, con dulzura pero no sin cierta recriminación bajo el fondo de sus palabras: -¿De verdad deseas Brais, después de lo que hemos visto hoy, bajar a ese pozo oscuro? ¿Crees que un tesoro, quizás imaginario, merece la pena? La estatuilla es auténtica, sí, pero acaso no esté lo bastante limpia o no la hayamos tratado con suficiente reverencia durante el viaje. Si el dios de la selva que vive en ese templo tiene sed de sangre, buscará un motivo para saciarse. ¿Qué opinas tú, Isa? -A mí el tesoro no me importa, sólo quiero volver a casa contigo y con los abuelos… y que tardes mucho en volver a marcharte. -¿Y tú, Ana? -Yo no merezco ni que me pregunten mi opinión. Pero si me la piden, os aseguro que no quiero olvidarme de este asunto para siempre. -¿Y tú, Brais? ¿Bajarías mañana a buscar el tesoro? -¡Ni loco! Sólo era una curiosidad, no una propuesta. Yo ya tengo mi tesoro.

Brais miró a Isa y acarició suavemente sus hermosas mejillas. Ella sonrió con dulce timidez y respondió a sus caricias con un beso.

Al día siguiente, poco después del amanecer, los cuatro abandonaron definitivamente el campamento, dejando tras de sí la estatuilla del Vampiro Dorado tirada sobre la hierba, esperando que una mano temeraria la recogiera para devolverla a su altar subterráneo… con mejores o peores consecuencias.