El orfanato maldito de San Pedro

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Jinete Volad@r
Miron
Bakala
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Hace algunos años llegaron hasta nuestros oídos algunos relatos aterradores sobre un caso sucedido en San Pedro Cholula, en el estado mexicano de Puebla. Se contaba que en las proximidades de la intersección de la calle Camino Nacional y la Carretera México 190, había una casa en venta desde hacía décadas, que jamás había podido ser vendida debido a los acontecimientos que ahí sucedieron en el pasado.

Nos dirigimos hasta este sitio y luego de un poco de investigación no había nada interesante ni excepcional en el lugar, ningún hilo ni pista que pudiéramos seguir. Hablamos con los locales e ignoraban todas las historias al respecto. Por las dudas, les dejamos nuestros datos de contacto en caso de que llegaran a saber de algo.

Luego de un mes de no tener noticias y de casi olvidar el caso, una señora nos llamó. Solamente diremos que su nombre era Gloria. Esta tal Gloria nos telefoneó y nos dijo que tenía muchas cosas que contarnos y algo aterrador que mostrarnos, fue así que emprendimos el viaje de regreso a San Pedro.

La residencia de Gloria se encontraba a una distancia considerable de San Pedro, vivía en el poblado de Villa Vicente Guerrero sobre la Carretera México 121, pero nos dio santo y seña y nos resultó bastante fácil localizarla. La anciana había enviudado y vivía sola, decía tener 79 años pero su apariencia bien podía sumarle otra década más. Su cara estaba colmada de profundos surcos en la piel que el paso y el peso del tiempo habían cavado poco a poco, nos invitó a pasar. Todo su semblante parecía anticuado y pesado, se podía percibir su deseo de hablar, reprimido por un profundo miedo y terror que se reflejaban en sus ojos.

Pasamos hasta la cocina de aquella vieja casa y sobre la mesa había dejado una especie de cofre con llave. Tomó una silla, se acomodó sobre esta, abrazó aquella vieja caja de madera y comenzó a relatar la historia de aquella casa, en otros tiempos conocida como el Orfanato de San Pedro. Así comenzó el relato mientras sacaba las fotos de aquel cofre:

Esa casa jamás podrá ser vendida. Ahí sucedieron cosas horrorosas, cosas abominables de las que nadie quiere hablar. La historia comienza desde algunos años antes de su construcción, cuando aquella tierra virgen era un lugar de rituales satánicos. Lo que pasó en el orfanato fue la culminación trágica de todo aquello que se empezó a sembrar en el pasado, la venganza y la ira de aquellos seres de la oscuridad. Yo lo vi todo… yo lo vi todo.

Algunos años después del fin de la Gran Guerra, mi familia decidió venir a vivir de Francia a México, gran parte del continente europeo vivía un estado constante de agitación y mi padre temía que sucediera lo que varios años después pasó, la Segunda Guerra Mundial, la peor de todas. Mi padre trabajaba en el campo como un agricultor, y mi madre se dedicaba a la familia, con las posibilidades limitadas tuvieron que venderlo todo y se vinieron a vivir a Puebla, lo único que no abandonamos o vendimos en Francia fue la cámara fotográfica de mi madre, ya que se trataba de un objeto muy moderno y supusimos que en México todavía no existía. Desde muy chica heredé el pasatiempo y la pasión de mi madre, ella me enseñó a tomar fotos y rápidamente me hice aficionada a esta práctica. Cuando cumplí los XV años me contrataron en el Club Social del pueblo para que trabajara como fotógrafa de un evento donde estarían algunas personalidades importantes de la época, ya no recuerdo ni quienes eran.

Aquel evento se hizo fiesta y se extendió hasta muy tarde, por lo que no me quedó más remedio que volver caminando hasta mi casa durante la noche. A la altura de lo que hoy se conoce como calle Camino Nacional sentí la presencia de algo extraño. Mi reacción no fue otra que esconderme entre unos árboles ante el miedo de que alguien me persiguiera, más por mi cámara que por mí. Varias personas se adentraron en esta calle de terracería. No los pude distinguir bien, pero me mantuve oculta en aquel lugar. Luego de un tiempo, los ruidos ya no iban en mi dirección, podía apreciarlos gracias al viento que los llevaba hasta mí. Eran susurros y murmullos, como si alguien estuviera rezando, aquello calmó mi miedo un poco. Salí de mi escondite con mucha cautela y me dirigí al lugar de donde provenían los sonidos, a unos cuantos metros de la ruta. A la distancia logré ver a unas cuantas personas, la negrura de la noche y las siluetas de sus sombras se fundían con sus vestimentas, fue entonces que escuché un sonido suplicante, me recordó a cuando mi padre mataban a un animal para comer, inició con un llanto, le siguió un grito y luego un golpe seco. Aquellos sonidos me helaron los huesos, el miedo me hizo correr hacia mi casa. Esa noche preferí no contar nada a mis padres, pero tampoco pude dormir.


Al día siguiente regresé al lugar, me aseguré de que nadie estuviera en los alrededores y empecé mi recorrido por la calle Camino Nacional, en aquel entonces había una hacienda abandonada. El pasto dominaba por todas partes, había un pastizal tupido que separaba la calle de la finca. Busqué un sendero y en este encontré unas huellas que decidí seguir, caminé hasta cruzar la vegetación, descendí algunas rocas y encontré un pequeño claro despejado, sin pasto, sin piedras, rodeado de pinos muertos. No había nada ni nadie en aquel sitio, estaba completamente vacío, pero en el centro de aquel claro una mancha negra destacaba entre el suelo. Me acerqué hasta la mancha y le pasé la mano, era una sustancia pegajosa, al tratar de limpiarla entre el suelo perdió el color y se tornó rojiza, rápidamente me di cuenta de que era sangre. Mi instinto de supervivencia hizo que mi corazón se acelerara, me sentía observada por miles de ojos, por los pinos, por aquel lugar. Dirigí mi vista con desesperación hacia todas partes y no había nadie, el ruido de aquel silencio era absorbente, ni siquiera el canto de los pájaros podía escucharse, entonces me eche a correr, corrí, corrí y corrí… corrí hasta que llegué a mi casa. Esta vez no me quedó más remedio que contarle a mis padres, pero ambos hicieron menos el asunto, y con toda razón ¿quién se iba a preocupar por una mancha de sangre en el medio de un campo abandonado, donde cientos de animales deambulan todo el tiempo? Era demasiado iluso de mi parte que aquello les impresionara, pero mi instinto me decía que allí pasaba algo.

Ese fin de semana me contrataron para otro evento del Club Social, esta vez terminó a la hora acordada pero como ya contaba con el permiso de mis padres para llegar de madrugada, decidí ir a ver si volvía a encontrar algo extraño en aquel lugar. Caminé por el mismo sendero, atravesé todo el pastizal, baje por las mismas piedras y apenas iba llegando al claro donde encontré la sangre, pude percibir aquellos “rezos” que había escuchado la primera vez… esta vez eran más fuertes y estaban más cerca.

El terror se apoderó de mi cuerpo, miré hacia el punto desde donde provenían los murmullos y los pude ver. Era un grupo de hombres vestidos de negro, con grandes capuchas. Susurraban una especie de oración que nunca había escuchado y se acercaban a mí. En aquel momento me escondí entre los arbustos y disparé una fotografía. Cuando la tomé pude ver lo que me acechaba, eran cuatro hombres que venían hacía donde yo estaba, detrás de ellos había un número mucho mayor. No tenía escapatoria, así que no tuve más remedio que seguir escondida, lo que vi aquella noche fue aterrador.

Entre oraciones y movimientos rituales extraños, uno de estos hombres presentó algo envuelto entre una manta, lo dejó en el suelo, justo en el sitio donde yo había visto la mancha de sangre, y le quitó la manta. Fue entonces cuando pude ver de dónde venían los gritos. No era un animal, sino un niño, ¡un bebé! Otro hombre levantó sus manos hacía el cielo, y mientras miraba a la noche oscura, soltaba frases en un idioma desconocido para mí. Poco a poco pude sentir como me orinaba en los pantalones, jamás podré olvidar aquel calor de mi orín fluyendo por el frío de mi piel. Entonces, un tercer hombre que llevaba una hoz la levantó ya la dejó caer sin piedad ni contemplaciones sobre el cuerpo del bebé, cesando al instante los llantos de aquella criatura. Mientras seguían con el ritual, los hombres se abalanzaron sobre el cadáver del niño, todo mi cuerpo estaba descompuesto, temblando sin control. Luego de unos cinco minutos, que se me hicieron una eternidad, los hombres de negro se marcharon, dejando apenas un charco de sangre donde momentos antes yacía aquel niño, y nada más. Cuando mis piernas lograron moverse, me eche a correr, el corazón casi se me salía de tanto miedo.

Al llegar a mi casa, mis padres pudieron notar al instante el estado en el que me encontraba. Esta vez tenía una prueba en mis manos. Una vez que revelamos la foto no dudaron en ir a la comisaría. Ahí fuimos atendidos por el comisario Ricardo Carbajal, quien escuchó con atención mi relato. Cuando terminé de contarle mi historia se le dibujo una sonrisa de ironía en el rostro, pensando que eran tonterías de niños, hasta que le entregamos la foto y le cambió el semblante. Lo primero que dijo fue que tuviéramos cuidado, que la policía se haría cargo, pero que no dijéramos nada a nadie más.

Mi familia era muy religiosa, por lo que mi madre no tuvo mejor idea que ir a contárselo al sacerdote del pueblo, creyendo que necesitaba el perdón por algo de lo que ni siquiera era culpable. Platiqué con el padre Ernesto Rocafuerte, quien no tardó mucho en divulgar con furia entre sus pares lo que un grupo de “herejes y satánicos” (como los llamó) estaban haciendo en el pueblo.

Luego de unos días, el rumor podía sentirse en el aire, nadie decía nada, pero todos sabían algo, todos se habían enterado de que algo pasaba, la gota que derramó el vaso fue la desaparición de Martín, el bebé primogénito de la familia Suarez. Fue entonces cuando el pueblo inició una revuelta, gobierno e iglesia incluidos, lo primero que hicieron fue acudir al lugar.

Prácticamente todo el pueblo estaba allí, rodearon, se dividieron y unas cuantas personas ingresaron por los cuatro flancos. Con cautela, llegaron a aquel claro que había relatado… y allí estaban. En un momento de cólera todos los presentes atacaron al mismo tiempo, ninguno de los hombres vestidos de negro huyó, solamente se quedaron ahí, inmóviles mientras la multitud los destrozaba. En cuestión de minutos fueron masacrados, encendieron una gran hoguera y los arrojaron a todos en ella, Martín, el bebé de los Suarez, nunca fue encontrado. Jamás olvidaré los gritos de Suarez y el olor repugnante a piel y cabello quemado que impregnaba el ambiente, aquel mismo olor que percibí en Francia cuando los soldados quemaban nuestros hogares.

En aquella misma reunión se prohibió a todos los allí presentes hablar de aquel acto, este hecho hundiría a un pueblo que poco a poco se las había arreglado para subsistir, y lo que habían cometido era asesinato a sangre fría, una venganza que jamás entraría en los términos de la legalidad. Hubiera sido la perdición para el comisario y todos los demás. Pensando que la foto que había proporcionado a la policía era la única copia, la arrojaron a la hoguera junto con los cuerpos y aquel recuerdo ardió. Para borrar aquel nefasto hecho, decidieron edificar un orfanato en aquel lugar, una especie de homenaje a todos aquellos pequeños que habían muerto de la peor forma. Fue así que se construyó el Orfanato de San Pedro.

Pasaron unos cuantos años antes de que el albergue se terminara, y una vez que estuvo listo se pobló rápidamente, yo jamás sentí una pizca de tranquilidad mientras pasaba por aquella calle, lo evitaba cada que podía, interminables escalofríos me recorrían todo el cuerpo cada vez que tenía que pasar por la zona… hasta que un día, la señora Adelaida López, encargada del lugar, me solicitó tomar algunas fotografías con motivo del aniversario del orfanato.

Durante aquella tarde tomé varias fotografías, pero especialmente dos lo resumen todo. En una se puede ver a Adelaida y a María, su hija, con dos de los niños del orfanato. A lo que hay colgando sobre la mesa jamás pude encontrarle explicación, nuevamente un mal presentimiento se apoderó de mí. Pero en esta ocasión no tenía policía a quien recurrir… ¿Qué ley se estaba rompiendo? Ninguna, al menos ninguna ley del hombre.

La otra la tomé en el exterior del orfanato, a una niña bastante risueña que reía y se mostraba asombrada por la cámara. La risa no la dejaba estar quieta para la foto, pero una vez que lo conseguí, esto fue lo que apareció en la imagen. Los niños a los lados no estaban cuando tomé la foto y lógicamente ese no era el rostro “risueño” de la niña que capturé en la silla. El oscuro pasado del lugar había hecho presencia.

Decidí acudir nuevamente con el padre Ernesto con las fotos en mano para hablar sobre el asunto. No pasaron más que unos cuantos días hasta que llegaba al pueblo un sacerdote que aseguraba ser experto en asuntos de exorcismos, con experiencia en bendecir sitio y alejar a los malos espíritus. En cuanto el sacerdote Ángel Lugo puso un pie sobre el orfanato, se detuvo, nos miró y con una cara de profundo pánico exclamó “no tengo nada que hacer en este lugar”. Sin más explicaciones regresó por donde vino. El padre Ernesto intentó en repetidas ocasiones bendecir el lugar, pero apenas abría la botella de agua bendita y rociaba unas gotas, antes de que cayera al suelo, el agua simplemente se evaporaba. Una vez más acordamos guardar silencio, por el bien del orfanato, por los motivos del pasado y por la tranquilidad del pueblo.

Entonces sucedió lo peor…

Aquel día amaneció con lluvia, el cielo estaba cubierto de nubes grises que amenazaban con escupir granizo. El viento soplaba fuerte y yo tenía que ir hasta la ciudad a realizar algunos trámites. Como casi era de madrugada, uno de mis vecinos se ofreció a acercarme hasta Puebla. Cuando íbamos pasando por la entrada al orfanato puede ver la patrulla del comisario Ricardo Carbajal, indudablemente algo malo había pasado. Le pedí a mi vecino que parara, prepare mi cámara (como ya se me había hecho una costumbre desde hacía mucho) y me metí al orfanato sin llamar a la puerta, pero preguntando por Adelaida… luego por María y finalmente por el comisario. Nadie respondió a mis llamados. Entonces me adentré en la casa y al entrar a la habitación donde estaban los dormitorios pude ver el terror en persona.

Los cadáveres de los niños estaban desparramados por todo el lugar, no habían sido mutilados pero parecía que les habían roto cada hueso del cuerpo, uno había sido ahorcado con su propia bufanda. Todos tenían el cuello roto y golpes en la espalda, como si los hubieran lanzada contra las pareces. Era una escena horrorosa, oscura, tenebrosa, aquello era el infierno.

En otra habitación se encontraba Adelaida, también tenía los brazos y las piernas rotas, sus ojos habían quedado abiertos y aun se podía ver en ellos el horror que había sufrido previo a su muerte. María yacía muerta sobre su cama, un fuerza descomunal le había torcido el cuello girándole el rostro hacía la espalda. También había niños esparcidos por los corredores, todos habían perecido, todos de la misma forma, con la misma brutalidad.

Mientras tomaba las fotos se hicieron presentes el comisario Carbajal y el padre Ernesto. Carbajal estaba patrullando la zona y vio las puertas abiertas, cuando entró a ver si todo estaba bien vio lo sucedido, en un ataque de pánico corrió hasta la iglesia a contarle al padre Ernesto, olvidándose del auto. La desesperación se apoderó de nosotros, los tres estábamos horrorizados y atónitos. La tempestad afuera comenzó a arreciar, fue entonces que pudimos escuchar ruidos, susurros, murmullos, gritos, llanto… niños llorando, personas… ¿rezando? Carbajal gritó que venían desde la tierra. Con esperanza, los tres comenzamos a romper las tablas del piso esperando encontrar a alguien que hubiera logrado escapar de aquella masacre, creyendo que algún niño se había ocultado en un escondite secreto. Entonces descubrimos lo más terrorífico de toda esta historia.

Bajo las tablas de aquel suelo había una especie de sótano. Cuando ingresamos, un olor penetrante y nauseabundo nos envolvió. La humedad de aquel sitio era terrible, encendimos una veladora y pudimos presenciar aquel horroroso espectáculo. En este sótano del orfanato de San Pedro se encontraban la totalidad de los restos de todos los hombres de negro que habían sido masacrados y quemados hasta las cenizas en la hoguera, era una especie de mausoleo del infierno, como una sátira, una espantosa burla de terror, estos hombres… ahí, eternos, sombríos, quemados, en silencio, continuaron su ritual.

Hicimos un pacto, los restos de los niños, de Adelaida y de María fueron sepultados en el cementerio del pueblo, pero aquel sótano fue cubierto con tierra y concreto para que nadie más volviera a profanar aquel horrendo lugar. Hace unos años murió Carvajal, hace dos semanas falleció el padre Ernesto y ahora solo quedo yo. Creía que me iba a ir con este secreto a la tumba, tal como habíamos pactado, pero desde aquel suceso jamás pude dormir tranquila, las sombras aun me atormentan por las noches, obligándome a vivir en la miseria y la oscuridad… no quiero esto para mi eternidad, así que decidí relatárselo a ustedes y mostrarles las pruebas. No son los primeros en ver las fotografías, pero sí en conocer la verdad. Hagan lo que mejor les parezca, pero dejen a esos hombres de negro en paz.

Fue así como volvimos a la ciudad, cuando pasábamos por la casa de lo que antes había sido el orfanato de San Pedro nadie se atrevió a mirar con detenimiento, pero un ambiente de oscuridad aún permanece en toda la zona.