—No soy del todo el Hartley que esperabas ver, ¿eh?
Jadeé y retrocedí dando tumbos; el ser que vi me sacudió como un golpe certero en el plexo solar; reculé buscando resuello mientras algo se arrastraba arriba y abajo por mi cuello. Después una miríada de voces gritaron dentro de mi cerebro: "¡No puede ser! ¡No puede ser!"
Él —eso— estaba delante de mí, tratando de sonreír. Tendió los brazos con manos como garras en el viejo gesto que yo había aprendido; entonces bajó las manos. Los labios encogidos se retorcieron y la voz me llegó como si viniera de lejos. Estaba soñando... ¡debía ser una pesadilla!
—Ven, Harvey —seguí al ser que había sido Frank Hartley por el vestíbulo que conocía tan bien hasta la tranquila y lujosa habitación en un extremo del apartamento. Sin cambiar, ante mí estaban los muebles extrañamente labrados con sus abundantes envoltorios bárbaros: alfombras orientales, tapices y baratijas exóticas. Sobre la chimenea, el retrato de cuerpo entero de Hartley, realizado años atrás por un amigo artista.
La momia se hundió en el sillón preferido de Hartley, ofreciéndome la familiar caja de tabaco, una extraña composición de mezclas combinada con incienso, un preparado que restringía su consumo a unos cuantos amigos elegidos que compartían los gustos exóticos del autor de la mezcla. Me esforcé por mantener la compostura, azulando el aire con el humo aromático.
—¿Te acuerdas de Roche, Harvey? ¿De Roche, Klarner y Paulsen?
—Sí —murmuré—. Por supuesto. He leído bastante a Roche y a Klarner, y he visto los espléndidos dibujos de Paulsen. Siempre he querido escribirles pero nunca he llegado a hacerlo. Recordarás que te pedí varias veces sus direcciones. ¿Cómo están?
—Muertos —graznó—. Todos muertos. Paulsen fue el primero, después Klarner. Roche se cansó de... esperarlos... y tomó veneno. Siempre fue más práctico que el resto de nosotros. Si yo fuera menos imbécil...
—Pero querrás saber qué sucedió... Todo comenzó cuando Hank me invitó junto a Roche y Paulsen a su refugio de caza en Maine para pasar un fin de semana. Paulsen acababa de obtener el divorcio y quería que algo le quitase de la cabeza sus problemas personales; Roche llevaba lo bastante adelantado su trabajo como para tomarse las cosas con calma un tiempo, y yo decidí que podía venirme bien un cambio. Así que hicimos las maletas, nos subimos en el coche de época del año 20 de Klarner y condujimos hasta Maine. De camino, Hank nos habló de la casa que había comprado por una cifra ridícula. Agradablemente retirada, a menos de un cuarto de milla de la carretera principal —en otras palabras, un camino de cabras a través del bosque con pretensiones de ser algo más— y una senda más o menos transitable que llegaba hasta la casa. No estaba lejos de un lago bastante grande y retirado y había varias playas magníficas, de esa clase especial de arena blanca que sólo se encuentra en Maine.
—En aquellos tiempos yo estaba en Maine —interrumpí—. No tenía ni idea de que estuvieseis por allí. Pero prosigue...
—Bueno, resulta que Hank había comprado el lugar pero nunca se había quedado mucho tiempo allí. Fue un par de veces para ver si estaba en condiciones, y después lo cerró. Así que estaba tan desprevenido como cualquiera de nosotros ante lo que iba a pasar. Es difícil de describir. Si estuviera escribiendo uno de mis propios relatos fantásticos, sería sencillo. Pero esto fue diferente. Ninguna señal tangible de nada, de ningún tipo. Ni vientos aulladores ni nada similar. Pero en ese lugar algo se nos metió en la cabeza tras la primera noche, y no pudimos librarnos de ello. No vimos, oímos ni olimos nada. No tuvimos extraños sueños. Pero medró en nosotros, tanto que empezamos a buscar por los rincones, golpeando las paredes en busca de paneles ocultos y cosas así. Hank decía que ojalá Lovecraft hubiese podido pasar algún tiempo allí; él hubiera podido hacer una descripción real del lugar, hubiera hecho sentir a sus lectores lo que nosotros sentíamos, y además hubiera ideado un final fantástico. Tras la cuarta noche, estábamos a punto de admitir que nos había vencido. Nos daba vergüenza sentirnos así por nada, cuando todos pasábamos gran parte de nuestra existencia evocando horrores sobre papel. Pero no se puede luchar con los nervios inquietos. La quinta noche tuvimos una buena tormenta: cayó un rayo en la chimenea y tiró un montón de ladrillos al hogar. Cuando estábamos limpiando el desorden a la mañana siguiente encontramos el libro. —Su voz se detuvo. Por un momento se quedó sentado mirando al vacío. Su figura esquelética se convulsionó—. Qué extraño —susurró—. Puedo sentirlos, pero no hay dolor. No más dolor. Pero puedo... sentirlos.
—¿Qué pasa, Frank?
Se estremeció.
—Espera... ¿por dónde iba?... oh, sí, el libro. Era un objeto de aspecto totalmente corriente. Páginas bastante viejas y amarillentas, edición antigua, completamente en latín. El anterior propietario había garabateado un montón de notas en las guardas, en parte traducciones, en parte comentarios. A veces había grandes signos de interrogación acerca de ciertos párrafos, anotaciones referidas a ciertas páginas de otros libros... el Necronomicón y La canción de Yste sobre todo. Lo malo era que ninguno de nosotros leía demasiado bien latín, pero por lo que pudimos entender sin duda se trataba de uno de los antiguos objetos que Roche, Klarner y yo mencionábamos en nuestras historias. Oh, no me entiendas mal; no todo es invención de Lovecraft. Cambió unos cuantos nombres, y añadió sus propios detalles. Pero las fuentes son suficientemente veraces.
»Encontramos un auténtico tesoro en unas cuantas páginas escritas con letra apretada pegadas al final del libro. Eran obra del anónimo constructor de la casa, el propietario del libro. Hacían referencia a algo horrible que había hecho veinte años antes...
—¡Espera! —grité—. Este lago del que hablas, ¿tenía aproximadamente la forma de una mano con cinco ensenadas que equivalían a sus dedos? ¿Había una enorme roca en la playa a poca distancia de una gran cueva? ¿Estabais a unas quince millas de una aldea en ruinas conocida popularmente como la Aldea del perro?
—Sí —respondió—. ¿Cómo lo sabes?
—Yo también he estado allí —contesté—. He estado por toda la zona, he visto la casa, he explorado la cueva y he hablado con un viejo al que llaman el Capitán, que cuenta la historia de lo que allí sucedió hace veinte años.
—Entonces ¿sabes algo del tesoro... de Graag?
—¿Graag? Así se llamaba el hombre... el hechicero que construyó la casa. El libro que encontrasteis debía ser suyo. Pero nunca oí hablar de ningún tesoro...
—La referencia estaba en aquellas páginas manuscritas que encontramos pegadas al libro. Había que realizar un ritual. En realidad no pensábamos encontrar un tesoro enterrado en la cueva, pero creíamos que podría haber algo interesante. Alguna base para unos cuantos relatos de terror. Roche nos convenció para que realizásemos el ritual. Aprendimos las señales e hicimos las marcas prescritas. Entonces salimos y cavamos en el lugar mencionado por Graag. Después de media hora no encontramos nada y estábamos a punto de marcharnos a la casa cuando la pala de Paulsen golpeó algo metálico. Se asustó mucho, y quiso alejarse, pero Roche insistió en desenterrarlo fuese lo que fuese. Paulsen se puso cada vez más nervioso... había leído mucho más del libro que nosotros... y comenzó a murmurar acerca de algo a lo que llamaba el Otro, el ser que Graag había invocado para sus hechicerías. Pero nos reímos de ello y Roche abrió el cofre con su pico. —Los labios de Hartley temblaron. —Había... había un gusano, un gran gusano blanco en el cofre sobre un nido de seda. Cuando Klarner lo tocó, el ser se convirtió en polvo. Nos quedamos perplejos, pero Paulsen estaba fuera de sí por el terror. Murmuraba algo acerca del azote del gusano blanco, y del manto de Graag. Estaba oscuro, y nuestras lámparas de mano proporcionaban la luz justa para ver lo que estábamos haciendo.
»De repente Paulsen gritó algo y señaló detrás de nosotros, hacia la boca de la cueva. Miramos; no vimos nada. Paulsen perdió la cabeza y comenzó a barbullar acerca de una cuarta figura y a desvariar sobre el manto de Graag hasta que Klarner le calmó con un directo. Nos lo llevamos y dejamos el lugar a la mañana siguiente. Paulsen nunca se recuperó de la conmoción por lo que creyó haber visto, y murió tras dos semanas de delirio. Una noche recibí una llamada de Klarner. Estaba gimoteando algo acerca del manto de Graag. Al día siguiente recibí un paquete certificado. Era el libro. Y con él, una larga carta de Klarner. Tras leer la carta, la quemé junto al libro. Nunca volví a ver vivo a Klarner; y me alegro.
»La carta lo contaba todo... acerca del Otro, qué debe hacerse cuando el hechicero está a punto de morir y se ha de permitir el regreso del Otro. Narra los rituales de enterramiento del gusano, y la maldición protectora del hechicero sobre los restos terrenales del Otro, esa maldición que recibe el nombre de manto del hechicero. Y también contaba lo que sucede a todos aquellos que profanan los restos, lo que sucede a todos aquellos que están presentes, tomen parte en ello o no.
Alzó el tono de su voz.
—¡El gusano! ¡El gusano! El manto de Graag cayó sobre todos nosotros. Sobre Paulsen, pero murió de puro terror antes de que lo encontrasen. Sobre Klarner: sabía lo que significaba el manto de Graag. Sobre Roche: tomó veneno antes de que pudiesen alcanzarlo... y sobre mí. Ellos también me han encontrado.
Se levantó con rapidez.
—Harvey —susurró— márchate. ¡Márchate pronto antes de que veas nada! Ha venido; le han construido un lugar. Márchate mientras conservas la cordura, y adiós, Harvey. ¡No me volverás a ver! Me agarró, empujándome violentamente hacia el vestíbulo.
—Adiós, Harvey, ¡márchate aprisa!
Parte del terror que sentía fluyó en mi alma. No esperé para hacer más preguntas. Mientras mi mano caía sobre el pomo de la puerta, me medio giré, volviendo la vista. ¡Ojalá no lo hubiese hecho! No leí los periódicos al día siguiente, pero sé que no pudieron describir cómo encontraron a Hartley. No se atrevieron a decir la verdad. Lo sé porque lo vi... Posteriormente confirmé su historia; sus palabras acerca del Otro, acerca de la conjuración del manto, y del destino que esperaba a todos los presentes cuando se profanara la tumba del Otro.
Paulsen no estaba loco cuando esa noche gritó por la presencia de una cuarta figura, apartada de los demás, en la boca de la cueva.
Yo era esa figura.
Jadeé y retrocedí dando tumbos; el ser que vi me sacudió como un golpe certero en el plexo solar; reculé buscando resuello mientras algo se arrastraba arriba y abajo por mi cuello. Después una miríada de voces gritaron dentro de mi cerebro: "¡No puede ser! ¡No puede ser!"
Él —eso— estaba delante de mí, tratando de sonreír. Tendió los brazos con manos como garras en el viejo gesto que yo había aprendido; entonces bajó las manos. Los labios encogidos se retorcieron y la voz me llegó como si viniera de lejos. Estaba soñando... ¡debía ser una pesadilla!
—Ven, Harvey —seguí al ser que había sido Frank Hartley por el vestíbulo que conocía tan bien hasta la tranquila y lujosa habitación en un extremo del apartamento. Sin cambiar, ante mí estaban los muebles extrañamente labrados con sus abundantes envoltorios bárbaros: alfombras orientales, tapices y baratijas exóticas. Sobre la chimenea, el retrato de cuerpo entero de Hartley, realizado años atrás por un amigo artista.
La momia se hundió en el sillón preferido de Hartley, ofreciéndome la familiar caja de tabaco, una extraña composición de mezclas combinada con incienso, un preparado que restringía su consumo a unos cuantos amigos elegidos que compartían los gustos exóticos del autor de la mezcla. Me esforcé por mantener la compostura, azulando el aire con el humo aromático.
—¿Te acuerdas de Roche, Harvey? ¿De Roche, Klarner y Paulsen?
—Sí —murmuré—. Por supuesto. He leído bastante a Roche y a Klarner, y he visto los espléndidos dibujos de Paulsen. Siempre he querido escribirles pero nunca he llegado a hacerlo. Recordarás que te pedí varias veces sus direcciones. ¿Cómo están?
—Muertos —graznó—. Todos muertos. Paulsen fue el primero, después Klarner. Roche se cansó de... esperarlos... y tomó veneno. Siempre fue más práctico que el resto de nosotros. Si yo fuera menos imbécil...
—Pero querrás saber qué sucedió... Todo comenzó cuando Hank me invitó junto a Roche y Paulsen a su refugio de caza en Maine para pasar un fin de semana. Paulsen acababa de obtener el divorcio y quería que algo le quitase de la cabeza sus problemas personales; Roche llevaba lo bastante adelantado su trabajo como para tomarse las cosas con calma un tiempo, y yo decidí que podía venirme bien un cambio. Así que hicimos las maletas, nos subimos en el coche de época del año 20 de Klarner y condujimos hasta Maine. De camino, Hank nos habló de la casa que había comprado por una cifra ridícula. Agradablemente retirada, a menos de un cuarto de milla de la carretera principal —en otras palabras, un camino de cabras a través del bosque con pretensiones de ser algo más— y una senda más o menos transitable que llegaba hasta la casa. No estaba lejos de un lago bastante grande y retirado y había varias playas magníficas, de esa clase especial de arena blanca que sólo se encuentra en Maine.
—En aquellos tiempos yo estaba en Maine —interrumpí—. No tenía ni idea de que estuvieseis por allí. Pero prosigue...
—Bueno, resulta que Hank había comprado el lugar pero nunca se había quedado mucho tiempo allí. Fue un par de veces para ver si estaba en condiciones, y después lo cerró. Así que estaba tan desprevenido como cualquiera de nosotros ante lo que iba a pasar. Es difícil de describir. Si estuviera escribiendo uno de mis propios relatos fantásticos, sería sencillo. Pero esto fue diferente. Ninguna señal tangible de nada, de ningún tipo. Ni vientos aulladores ni nada similar. Pero en ese lugar algo se nos metió en la cabeza tras la primera noche, y no pudimos librarnos de ello. No vimos, oímos ni olimos nada. No tuvimos extraños sueños. Pero medró en nosotros, tanto que empezamos a buscar por los rincones, golpeando las paredes en busca de paneles ocultos y cosas así. Hank decía que ojalá Lovecraft hubiese podido pasar algún tiempo allí; él hubiera podido hacer una descripción real del lugar, hubiera hecho sentir a sus lectores lo que nosotros sentíamos, y además hubiera ideado un final fantástico. Tras la cuarta noche, estábamos a punto de admitir que nos había vencido. Nos daba vergüenza sentirnos así por nada, cuando todos pasábamos gran parte de nuestra existencia evocando horrores sobre papel. Pero no se puede luchar con los nervios inquietos. La quinta noche tuvimos una buena tormenta: cayó un rayo en la chimenea y tiró un montón de ladrillos al hogar. Cuando estábamos limpiando el desorden a la mañana siguiente encontramos el libro. —Su voz se detuvo. Por un momento se quedó sentado mirando al vacío. Su figura esquelética se convulsionó—. Qué extraño —susurró—. Puedo sentirlos, pero no hay dolor. No más dolor. Pero puedo... sentirlos.
—¿Qué pasa, Frank?
Se estremeció.
—Espera... ¿por dónde iba?... oh, sí, el libro. Era un objeto de aspecto totalmente corriente. Páginas bastante viejas y amarillentas, edición antigua, completamente en latín. El anterior propietario había garabateado un montón de notas en las guardas, en parte traducciones, en parte comentarios. A veces había grandes signos de interrogación acerca de ciertos párrafos, anotaciones referidas a ciertas páginas de otros libros... el Necronomicón y La canción de Yste sobre todo. Lo malo era que ninguno de nosotros leía demasiado bien latín, pero por lo que pudimos entender sin duda se trataba de uno de los antiguos objetos que Roche, Klarner y yo mencionábamos en nuestras historias. Oh, no me entiendas mal; no todo es invención de Lovecraft. Cambió unos cuantos nombres, y añadió sus propios detalles. Pero las fuentes son suficientemente veraces.
»Encontramos un auténtico tesoro en unas cuantas páginas escritas con letra apretada pegadas al final del libro. Eran obra del anónimo constructor de la casa, el propietario del libro. Hacían referencia a algo horrible que había hecho veinte años antes...
—¡Espera! —grité—. Este lago del que hablas, ¿tenía aproximadamente la forma de una mano con cinco ensenadas que equivalían a sus dedos? ¿Había una enorme roca en la playa a poca distancia de una gran cueva? ¿Estabais a unas quince millas de una aldea en ruinas conocida popularmente como la Aldea del perro?
—Sí —respondió—. ¿Cómo lo sabes?
—Yo también he estado allí —contesté—. He estado por toda la zona, he visto la casa, he explorado la cueva y he hablado con un viejo al que llaman el Capitán, que cuenta la historia de lo que allí sucedió hace veinte años.
—Entonces ¿sabes algo del tesoro... de Graag?
—¿Graag? Así se llamaba el hombre... el hechicero que construyó la casa. El libro que encontrasteis debía ser suyo. Pero nunca oí hablar de ningún tesoro...
—La referencia estaba en aquellas páginas manuscritas que encontramos pegadas al libro. Había que realizar un ritual. En realidad no pensábamos encontrar un tesoro enterrado en la cueva, pero creíamos que podría haber algo interesante. Alguna base para unos cuantos relatos de terror. Roche nos convenció para que realizásemos el ritual. Aprendimos las señales e hicimos las marcas prescritas. Entonces salimos y cavamos en el lugar mencionado por Graag. Después de media hora no encontramos nada y estábamos a punto de marcharnos a la casa cuando la pala de Paulsen golpeó algo metálico. Se asustó mucho, y quiso alejarse, pero Roche insistió en desenterrarlo fuese lo que fuese. Paulsen se puso cada vez más nervioso... había leído mucho más del libro que nosotros... y comenzó a murmurar acerca de algo a lo que llamaba el Otro, el ser que Graag había invocado para sus hechicerías. Pero nos reímos de ello y Roche abrió el cofre con su pico. —Los labios de Hartley temblaron. —Había... había un gusano, un gran gusano blanco en el cofre sobre un nido de seda. Cuando Klarner lo tocó, el ser se convirtió en polvo. Nos quedamos perplejos, pero Paulsen estaba fuera de sí por el terror. Murmuraba algo acerca del azote del gusano blanco, y del manto de Graag. Estaba oscuro, y nuestras lámparas de mano proporcionaban la luz justa para ver lo que estábamos haciendo.
»De repente Paulsen gritó algo y señaló detrás de nosotros, hacia la boca de la cueva. Miramos; no vimos nada. Paulsen perdió la cabeza y comenzó a barbullar acerca de una cuarta figura y a desvariar sobre el manto de Graag hasta que Klarner le calmó con un directo. Nos lo llevamos y dejamos el lugar a la mañana siguiente. Paulsen nunca se recuperó de la conmoción por lo que creyó haber visto, y murió tras dos semanas de delirio. Una noche recibí una llamada de Klarner. Estaba gimoteando algo acerca del manto de Graag. Al día siguiente recibí un paquete certificado. Era el libro. Y con él, una larga carta de Klarner. Tras leer la carta, la quemé junto al libro. Nunca volví a ver vivo a Klarner; y me alegro.
»La carta lo contaba todo... acerca del Otro, qué debe hacerse cuando el hechicero está a punto de morir y se ha de permitir el regreso del Otro. Narra los rituales de enterramiento del gusano, y la maldición protectora del hechicero sobre los restos terrenales del Otro, esa maldición que recibe el nombre de manto del hechicero. Y también contaba lo que sucede a todos aquellos que profanan los restos, lo que sucede a todos aquellos que están presentes, tomen parte en ello o no.
Alzó el tono de su voz.
—¡El gusano! ¡El gusano! El manto de Graag cayó sobre todos nosotros. Sobre Paulsen, pero murió de puro terror antes de que lo encontrasen. Sobre Klarner: sabía lo que significaba el manto de Graag. Sobre Roche: tomó veneno antes de que pudiesen alcanzarlo... y sobre mí. Ellos también me han encontrado.
Se levantó con rapidez.
—Harvey —susurró— márchate. ¡Márchate pronto antes de que veas nada! Ha venido; le han construido un lugar. Márchate mientras conservas la cordura, y adiós, Harvey. ¡No me volverás a ver! Me agarró, empujándome violentamente hacia el vestíbulo.
—Adiós, Harvey, ¡márchate aprisa!
Parte del terror que sentía fluyó en mi alma. No esperé para hacer más preguntas. Mientras mi mano caía sobre el pomo de la puerta, me medio giré, volviendo la vista. ¡Ojalá no lo hubiese hecho! No leí los periódicos al día siguiente, pero sé que no pudieron describir cómo encontraron a Hartley. No se atrevieron a decir la verdad. Lo sé porque lo vi... Posteriormente confirmé su historia; sus palabras acerca del Otro, acerca de la conjuración del manto, y del destino que esperaba a todos los presentes cuando se profanara la tumba del Otro.
Paulsen no estaba loco cuando esa noche gritó por la presencia de una cuarta figura, apartada de los demás, en la boca de la cueva.
Yo era esa figura.