Amour Dure (continuación)

shinhy_flakes

Jinete Volad@r
Miron
Bakala
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Pensándolo bien, veo que simplemente no he podido haber estado antes en esta estancia o gabinete; me he debido equivocar de puerta. Pero, aunque la explicación es tan simple, todavía, y después de varias horas, me siento totalmente conmocionado, hasta en lo más profundo de mi ser. Si me sigo poniendo tan nervioso tendré que marcharme a Roma a pasar las Navidades. Siento como si algún peligro me acechase aquí (¿tendré fiebre?) y, sin embargo, no veo el momento de alejarme.
10 de diciembre. He hecho un esfuerzo y he aceptado la invitación del hijo del viceprefecto para ir a ver cómo se fabrica el aceite en una villa suya, junto a la costa. La villa, o granja, es un viejo lugar fortificado y flanqueado de torres, situado en la ladera de una colina entre olivos y mimbreras, que parecía una brillante llamarada naranja. Prensan las olivas en un sótano tremendamente oscuro, como una prisión. A través de la tenue luz blanca del día y del amarillento fulgor de humo de la resina que hierve en los recipientes, se pueden ver grandes bueyes blancos que giran en torno a una enorme rueda de molino, junto a difusas figuras que manipulan poleas y manivelas; se me antoja, en mi imaginación, una escena de la Inquisición. El Cavaliere me obsequió con su mejor vino y galletas. Me di largos paseos por la orilla del mar; había dejado Urbania envuelta en nubes de nieve; más abajo, en la costa, el sol brillaba en todo su esplendor; el sol, el mar, el ajetreo del pequeño puerto del Adriático, parecen haberme sentado bien. He regresado a Urbania convertido en otro hombre. Sor Asdrubale, mi patrón, curioseando en zapatillas entre las doradas cómodas, los sofás estilo Imperio, las tazas y platos viejos y los cuadros que nadie quiere comprar, me ha felicitado por la mejoría de mi aspecto.
–Trabaja usted demasiado –dice–, la juventud tiene que divertirse, ir al teatro, de paseo, tener amori... ya habrá tiempo suficiente para ser serio cuando se quede uno calvo.
Y se quita su grasiento gorro rojo. ¡Sí que estoy mejor! Y como resultado, nuevamente reasumo mi trabajo con placer. ¡Ya les daré su merecido a esos sabihondos de Berlín!
14 de diciembre. No creo haberme sentido nunca tan feliz con mi trabajo. Lo veo todo tan bien –ese artero y cobarde duque Roberto; esa melancólica duquesa Maddalena; ese débil, ostentoso y supuestamente caballeroso duque Guidalfonso; y, sobre todo, esa espléndida figura de Medea. Me siento como si fuera el historiador más grande de la época; y, al mismo tiempo, como si fuera un muchacho de doce años. Ayer nevó en la ciudad por primera vez, durante dos horas largas. Cuando paró, salí a la plaza y enseñé a los golfillos a hacer un muñeco de nieve; no, una muñeca de nieve; y se me ocurrió llamarle Medea. «¡La pessima Medea!» –gritó uno de los niños– «¿la que iba por el aire montada en una cabra?» «No, no», dije yo, «Era una dama preciosa, la Duquesa de Urbania, la mujer más bella que jamás haya existido.» Le hice una corona de oropel y enseñé a los chicos a gritar: «¡Evviva Medea!" Pero uno de ellos dijo: «¡Es una bruja! ¡Hay que quemarla!» Tras lo cual todos se apresuraron a buscar leña y con ella la derritieron.
15 de diciembre. ¡Qué asno soy! ¡Y pensar que tengo veinticuatro años y soy conocido en el mundo literario! En mis largos paseos he compuesto, para la música de una tonada (no sé lo que es) que todo el mundo canta y silba por la calle, un poemilla en un italiano horrible que comienza: «Medea, mia dea», evocándola en nombre de sus diferentes amantes. Voy por ahí canturreando entre dientes. «¿Por qué no soy yo Marcantonio? ¿O Prinvizalle? ¿O el de Narni? ¿O el buen duque Alfonso? Para poder ser amado por vos, Medea, mia dea», etc., etc. ¡Valiente tontería! Mi patrón, creo, sospecha que Medea debe ser alguna dama que conocí durante mi estancia en la costa. Estoy seguro de que Sora Serafina, Sora Lodovica y Sora Adalgisa –las tres Parcas o Norns, como yo las llamo– también lo creen. Esta tarde en el crepúsculo, mientras adecentaba mi habitación, Sora Lodovica me dijo: «¡De qué forma tan maravillosa ha empezado a cantar el Signorino!» Casi ni me había dado cuenta de que había estado vociferando: «Vieni Medea, mia dea», mientras la anciana señora se afanaba en encenderme el fuego. Me detuve. ¡Vaya una reputación que iba a adquirir! Eso pensé, y todo esto llegará a Roma y de allí a Berlín. Sora Lodovica estaba asomada a la ventana, metiendo el gancho de hierro del Farolillo que hay en la casa de Sor Asdrubale. Mientras despabilaba la lámpara antes de volverla a colgar fuera, dijo, con su peculiar mojigatería: «Hace mal en dejar de cantar, hijo» (vacila entre llamarme Signor Professore y apelativos afectuosos como «Nino», «Viscere mie», etc.). «Hace mal en dejar de cantar porque hay una joven allá abajo, en la calle, que acaba de detenerse a escucharlo».
Corrí hacia la ventana. Una mujer, envuelta en un chal negro, estaba parada bajo un arco mirando la ventana.
–¡Eh, eh! El Signor Professore tiene sus admiradoras! –dijo Sora Lodovica.
–¡Medea, mia dea! –grité tan alto como pude, sintiendo un placer infantil al desconcertar a la inquisitiva viandante. De pronto, se volvió para alejarse, agitando la mano en mi dirección; en ese momento Sora Lodovica colgó el farolillo en su lugar. Un haz de luz iluminó la calle. Sentí que me invadía un frío helador. ¡El rostro de la mujer de allá fuera era el de Medea da Carpi!
¡No hay duda de que soy un imbécil integral!
II

17 de diciembre. Gracias a mi necia charla y a mis canciones idiotas, siento como si todos conocieran mi locura por Medea da Carpi. El hijo del viceprefecto, o el auxiliar de los Archivos, o tal vez alguno de los amigos de la Contessa, está intentando hacerme una jugarreta. Pero ¡guardaos, damas y caballeros, que os pagaré con la misma moneda! Imaginaos mis sentimientos cuando, esta mañana, me encontré sobre mi escritorio una carta doblada y dirigida a mí con una curiosa caligrafía, que me resultaba extrañamente familiar y que, después de un momento, reconocí como la de las cartas de Medea da Carpi leídas en los archivos. Me conmocionó terriblemente. Mi siguiente idea fue que debía de tratarse del regalo de alguien que conocía mi interés por Medea –una carta auténtica de ella sobre la que algún idiota habría escrito mi dirección en vez de meterla en un sobre–. Pero estaba dirigida a mí, y no era una carta antigua; solamente cuatro líneas que rezaban como sigue:
«A SPIRIDION. –Una persona que conoce su interés por ella estará en la Iglesia de San Giovanni Decollato esta noche a las nueve. Buscad, en la nave izquierda, a una dama con un manto negro y una rosa en las manos.»
Para entonces ya había comprendido que era objeto de una conspiración, la víctima de una broma de mal gusto. Le di mil vueltas a la carta. Estaba escrita en un papel similar al que empleaban en el siglo dieciséis e imitaba extraordinariamente bien los rasgos caligráficos de Medea da Carpi. ¿Quién la habría escrito? Pensé en todas las personas posibles. Principalmente debía tratarse del hijo del viceprefecto, tal vez en connivencia con su amada condesa. Seguramente habían roto una página en blanco de una carta vieja; pero el hecho de que cualquiera de ellos pudiera haber tenido el ingenio de pergeñar tamaño engaño o la posibilidad de realizar semejante falsificación me deja completamente atónito. Esta gente oculta mucho más de lo que podría haber imaginado. ¿Cómo devolverles la jugada? ¿Ignorando la carta? Es muy digno, pero poco ingenioso. No, iré: tal vez haya alguien allí, y podré a mi vez desconcertarles. Y, si no hay nadie, ¿cómo vencerles y desenmascararles por su estratagema tan imperfectamente ideada? Tal vez se trate de alguna locura del Cavaliere Muzio para llevarme en presencia de alguna dama que él haya designado como la indicada para ser la llama de mis futuros amori. Eso es lo más probable. Y sería demasiado idiota y profesoral rehusar una invitación de esa índole. ¡Debe merecer la pena conocer a una dama que sabe falsificar cartas del siglo dieciséis, pues estoy seguro de que ese lánguido y elegantísimo Muzio no habría sabido. ¡Iré! ¡Por todos los cielos! ¡Les pagaré con su propia moneda! Ahora son las cinco –¡qué largos son estos días!
18 de diciembre. ¿Estaré loco? ¿O son realmente fantasmas? Esa aventura de la noche anterior me ha conmocionado hasta lo más profundo de mi alma.
Tal y como la misteriosa carta me instaba, salí a las nueve. Hacía un frío de muerte y el aire estaba lleno de neblina y aguanieve; no había ni una tienda abierta, ni una ventana con las contraventanas sin cerrar, ni una criatura visible; las calles estrechas, tan oscuras, esas costanillas escarpadas entre las elevadas murallas y bajo los arrogantes arcos que parecían aún más sombrías por la exigua luz de unas lámparas de aceite aquí y allí, con sus reflejos amarillentos parpadeando sobre las mojadas banderas. San Giovanni Decollato es una pequeña iglesia, o más bien un oratorio, que hasta ahora siempre había visto cerrada (como tantas otras iglesias que permanecen cerradas y que sólo abren sus puertas para las conmemoraciones solemnes), situada detrás del palacio ducal, sobre una pronunciada cuesta, y formando la bifurcación de dos empinadas callejas pavimentadas. Había pasado por el palacio cientos de veces, y apenas me había fijado en nada, excepto en el altorrelieve de encima de la puerta que representaba la cabeza entrecana del Bautista en la bandeja y la jaula de hierro cercana, en la que antiguamente se exponían las cabezas de los criminales; del decapitado, o, como le llaman aquí, del degollado Juan Bautista, que aparentemente era el patrón del hacha y el tajo.
Tan sólo me llevó unos cuantos pasos llegar desde mis aposentos a San Giovanni Decollato. Confieso que estaba nervioso; no en vano tiene uno veinticuatro años y es polaco. Al llegar a esa especie de pequeña plataforma que hay en la bifurcación de las dos escarpadas calles, me encontré, para mi sorpresa, con que las ventanas de la iglesia u oratorio no estaban iluminadas y que la puerta estaba cerrada. ¡Así que ésta era la bonita broma que me habían gastado!, ¡enviarme en una noche de frío glacial, de aguanieve, a una iglesia que estaba cerrada y que tal vez había permanecido cerrada durante años! No sé de lo que hubiera sido capaz en aquel momento de ira. Me sentí inclinado a forzar la puerta de la iglesia o a ir a sacar al hijo del viceprefecto de la cama (pues estaba seguro de que la broma había partido de él). Me decidí por esto último y ya me dirigía a su casa por el oscuro pasadizo que se encuentra a la izquierda de la iglesia, cuando de pronto me vi detenido por el sonido de un órgano próximo; sí, se trataba evidentemente de un órgano y de las voces de un coro y el murmullo de una letanía. ¡Así que la iglesia no estaba cerrada después de todo! Volví sobre mis pasos hasta lo alto de la colina. Todo estaba oscuro y en completo silencio. De pronto me llegó el débil sonido de un órgano y de voces. Escuché atentamente; venía de la otra callejuela, la que estaba en el ala derecha. ¿Habría tal vez otra puerta allí? Pasé debajo del arco y descendí un trecho en dirección al lugar de donde parecían provenir los sonidos. Pero no había puerta, ni luces, sólo las negras paredes, las negras banderas mojadas, con los tenues destellos de las parpadeantes lámparas de aceite; y lo que es más, había un completo silencio. Me detuve un momento y de nuevo se oyeron los cánticos; esta vez me parecieron llegar con mayor nitidez de la callejuela que acababa de abandonar. Volví: Nada. Y así, de un lado a otro, con los sonidos llevándome siempre de una dirección a otra, para volverme a dejar en el sitio de partida. Todo ello en vano.
Por fin, perdí la paciencia y sentí que me invadía un terror que sólo podía disipar una acción violenta. Si los sonidos misteriosos no procedían ni de la calle de la derecha ni de la de la izquierda, sólo podían venir de la iglesia. Medio enloquecido, me apresuré a subir los dos o tres escalones y me dispuse a forzar la puerta, haciendo un tremendo esfuerzo. Para mi sorpresa, se abrió con toda facilidad. Entré, y al detenerme un momento entre la puerta exterior y la pesada cortina de cuero, los sonidos de la letanía me llegaron con más claridad que antes. Levanté la cortina y me adentré en el templo. El altar estaba brillantemente iluminado con cirios y candelabros. Se trataba evidentemente de algún servicio religioso relacionado con la Natividad. La nave y los pasillos estaban, por contraste, más oscuros y sólo medio llenos. Me abrí paso a codazos por el pasillo derecho, hasta el altar. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, empecé a mirar a mi alrededor con el corazón acelerado. La idea de que todo aquello era una broma, de que simplemente me iba a encontrar con algún conocido de mi amigo el Cavaliere, me había abandonado. Miré en derredor. Todas las personas estaban cubiertas, los hombres con amplios mantones y las mujeres con velos y mantillas de lana. La nave de la iglesia estaba relativamente oscura y no podía distinguir nada con claridad, pero, de alguna manera, me parecía como si debajo de los ropones y velos, la gente estuviese extrañamente vestida. Me fijé en que el hombre de delante llevaba medias amarillas bajo el abrigo; una mujer cercana al lugar donde yo estaba, lucía un corpiño rojo cerrado por detrás con broches de oro. ¿Serían tal vez campesinos de zonas remotas que hubieran venido para las fiestas de Navidad, o es que los habitantes de Urbania se habían ataviado con trajes antiguos para alguna festividad navideña?
En medio de mi perplejidad, me llamó la atención una mujer que estaba en la nave lateral opuesta a la mía y cerca del altar, iluminada plenamente por las luces. Estaba toda ella vestida de negro, pero sostenía, de forma muy conspicua, una rosa roja, un lujo insospechado para la época de año en la que nos hallábamos y en un lugar como Urbania. Evidentemente, ella también me vio y, volviéndose más hacia la luz, desabrochó su capa dejando ver un vestido de color rojo oscuro, con brillantes bordados de oro y plata. Volvió su rostro hacia mí. Todo el resplandor de los candelabros y los cirios cayó de lleno sobre él. ¡Era el rostro de Medea da Carpi! Me precipité hacia lo alto de la nave, empujando a la gente a un lado, de forma poco ceremoniosa o, según me pareció, atravesando formas inmateriales. La dama se volvió y caminó apresuradamente hacia la puerta. La seguí de cerca, pero por alguna razón no podía ponerme a su altura. Hubo un momento, ya junto a la cortina, en que se volvió de nuevo. Estaba a unos pasos de mí. Sí, era Medea. La misma Medea, sin engaño o ilusión, sin impostura. Con su rostro ovalado, los labios fruncidos, los párpados estirados en la comisura de los ojos ¡y su exquisita tez de alabastro! Levantó la cortina y se deslizó fuera. Yo la seguí; tan sólo la cortina me separaba de ella. ¡A tan sólo un paso de mí! Abrí la puerta bruscamente. ¡Tendría que estar sobre los escalones, al alcance de mi brazo!
Permanecí de pie fuera de la iglesia. Todo estaba vacío, tan sólo el pavimiento mojado y los reflejos amarillentos sobre los charcos; de pronto me sobrevino un frío helador. No podía seguir. Intenté volver a entrar en la iglesia. Estaba cerrada. Me marché a casa, corriendo, con los pelos de punta, y temblando de pies a cabeza, y seguí así durante una hora, como un maníaco. ¿Se trata de una ilusión? ¿Acaso me estoy volviendo loco? Oh, Dios, Dios, ¿me estaré volviendo loco?
19 de diciembre. Un brillante día soleado; todo resto de nieve ha desaparecido de la ciudad, de los arbustos y los árboles. Las montañas coronadas de nieve brillan contra el azul del cielo. Es domingo y el tiempo también es de domingo. Todas las campanas tañen anunciando la proximidad de la Navidad. Están preparando una especie de feria en la plaza de las columnatas, con puestos llenos de telas de algodón de colores y prendas de lana, brillantes chales y pañuelos, espejos, lazos y relucientes lámparas de peltre; todo el aparato que rodea a los buhoneros del «Cuento de Navidad». Las tiendas de porcinos están engalanadas con flores de papel verdes, con los jamones y los quesos adornados con pequeñas banderas y ramitas también verdes. Deambulé por fuera, para ver la feria de ganado, del otro lado de la puerta. Era un bosque de astas entrelazadas, un océano de mugidos y coces. Cientos de inmensos bueyes blancos, con cuernos de una yarda de largo y rojas borlas de adorno, muy juntos, en la pequeña piazza d'armi bajo las murallas de la ciudad. ¡Bah! ¿Por qué escribo estas tonterías? ¿De qué vale todo esto? Mientras me esfuerzo en escribir sobre campanas, festejos de Navidad y ferias de ganado, una idea da vueltas, como una campana, dentro de mí: ¡Medea! ¿La he visto realmente o me estaré volviendo loco?
Dos horas más tarde. Esa iglesia de San Giovanni Decollato –según me ha informado mi patrón– jamás ha sido usada en todo el tiempo que él pueda recordar. ¿Habrá sido todo una alucinación o un sueño?, ¿tal vez lo habré soñado aquella misma noche? He salido otra vez a ver la iglesia. Ahí está, en la bifurcación de las dos empinadas callejuelas, con sus altorrelieves de la cabeza del Bautista sobre el pórtico. La puerta sí que parece no haber sido abierta durante años. Se pueden ver telarañas en los cristales de las ventanas; efectivamente, parece que –como dice Sor Asdrubale– sólo las ratas y las arañas se congregan en su interior. Y sin embargo, sin embargo, ¡tengo un recuerdo tan vivo, una conciencia tan clara de todo ello! Había un retrato de la hija de Herodías bailando, sobre el altar. Recuerdo su turbante blanco con un penacho de plumas escarlata y el caftán azul de Herodes. Recuerdo la forma del candelabro central. Se balanceaba despacio y una de las velas de cera casi se había doblado por la mitad por el calor y las corrientes de aire.
Cosas éstas, todas ellas, que puedo haber visto en otra parte, que he almacenado sin darme cuenta en la memoria y que han surgido, de alguna forma, en un sueño. He oído a los psicólogos referirse a cosas semejantes. Iré de nuevo: si la iglesia está cerrada es que se trataba de un sueño, una visión, el resultado de mi hipersensibilidad. Debo partir inmediatamente para Roma y ver a los médicos, porque temo estar volviéndome loco. Si, por otra parte –¡pufff! no hay por otra parte en este caso. Pero si la hubiera –en ese caso– realmente habría visto a Medea; y puedo verla otra vez; hablar con ella. El solo pensamiento de esta posibilidad hace que hierva mi sangre, no de horror, sino de... no sé cómo llamarlo. El sentimiento me aterroriza, pero es delicioso. ¡Idiota! Hay un pequeño recoveco de mi cerebro apenas inferior a un cabello, que no está en su sitio, ¡eso es todo!
20 de diciembre. He regresado a la iglesia. He oído la música. He estado dentro. ¡La he visto! Ya no puedo dudar más de mis sentidos. ¿Por qué habría de hacerlo? Esos pedantes dicen que los muertos están muertos y que el pasado es el pasado. Para ellos, sí, pero ¿por qué para mí? ¿por qué para un hombre que ama, que se consume de amor por una mujer? Una mujer que, en verdad –sí, voy a acabar la frase–. ¿Por qué no ha de haber fantasmas para aquellos que pueden verlos? ¿Por qué no puede ella regresar a la tierra si sabe que ahí hay un hombre que piensa en ella y sólo a ella desea?
¿Una alucinación? ¿Cómo? Si la vi, como veo este papel sobre el que escribo; de pie, allí, iluminada por toda la luz del altar. ¿Cómo, si oí el ruido de sus faldas, olí la fragancia de sus cabellos y levanté la cortina que se agitaba a su paso. De nuevo la perdí. Pero esta vez, mientras me precipitaba hacia la desierta calle iluminada por la luz de la luna, encontré sobre los escalones de la iglesia una rosa –la rosa que había visto en sus manos tan sólo un momento antes–, la palpé, la olí. Una rosa, una rosa de verdad, de color rojo y recién cortada. La coloqué en agua en cuanto regresé, después de haberla besado quién sabe cuántas veces. La puse en lo alto del armario. Y me propuse no mirarla en veinticuatro horas, no fuera que se tratase de una ilusión. Pero debo mirarla otra vez. Tengo que... ¡Dios mío, esto es horrible, horrible! Si hubiera encontrado un esqueleto no hubiera sido peor! La rosa, que anoche parecía recién cortada, llena de color y de fragancia, está marchita, seca –como algo guardado durante siglos entre las hojas de un libro– se ha deshecho como polvo entre mis dedos. ¡Horrible, horrible! Pero ¿por qué, Dios mío? ¿Acaso no sabía yo que estaba enamorado de una mujer que lleva muerta trescientos años? Si quería rosas frescas, florecidas tan sólo ayer, la condesa Fiammeta o cualquier costurera de Urbania me las podía haber proporcionado. ¿Y qué si la rosa se ha convertido en polvo? Si solamente pudiera estrechar a Medea entre mis brazos como sostuve la rosa entre mis dedos y besarla como besé sus pétalos ¿no estaría también satisfecho aunque ella se convirtiera en polvo al instante siguiente, incluso si yo mismo me convirtiera en polvo?
22 de diciembre, a las once de la noche. ¡La he visto una vez más! Casi he hablado con ella. ¿Me ha sido prometido su amor? ¡Ah, Spiridion! Tenías razón cuando pensabas que no estabas hecho para amoríos terrenales. Esta noche me he acercado a la hora acostumbrada a San Giovanni Decollato. Una luminosa noche de invierno; las elevadas casas y los campanarios recortados contra un cielo de un brillante azul intenso, tornasolado como el acero por miríadas de estrellas; la luna aún no había salido. No había luz en las ventanas; pero, tras un pequeño esfuerzo, la puerta se abrió y entré en la iglesia, con el altar, como siempre, iluminado en todo su esplendor. De ponto me asaltó la idea de que estos hombres y mujeres que estaban a mi alrededor, todos estos sacerdotes que cantaban y se movían por el altar, estaban muertos, que no existían... sólo yo. Toqué, como si fuera fortuitamente, la mano de mi vecino; estaba fría, como la arcilla mojada. Se volvió, pero no pareció verme; su rostro era ceniciento, con los ojos mirando fijamente, clavados, como los de un ciego o los de un cadáver. Sentí que debía salir fuera. Pero en ese momento, mis ojos se fijaron en Ella, de pie, como de costumbre, junto a los peldaños del altar, envuelta en un manto negro, profusamente iluminada por la luz. Se volvió; la luz caía de pleno sobre su rostro, ese rostro de rasgos delicados, de labios y párpados un tanto rígidos, con la tez de alabastro ligeramente teñida de rosa suave. Nuestras miradas se cruzaron.
Me abrí camino a lo largo de la nave hacia el lugar donde estaba de pie, como de costumbre, junto a los escalones del altar; se dio la vuelta rápidamente y caminó por el pasillo; la seguí.
Una o dos veces se rezagó y creí que iba a alcanzarla; pero de nuevo, cuando no hacía ni un segundo que la puerta se había vuelto a cerrar tras ella, al salir a la calle, ya se había esfumado.
Sobre la escalinata de la iglesia había algo blanco. Esta vez no se trataba de una flor, sino de una carta, y me apresuré a volver hacia la iglesia para leerla; pero ésta estaba cerrada a cal y canto, como si no se hubiera abierto durante años. No podía ver a la luz de las parpadeantes lámparas, me apresuré a volver a casa y, al llegar, saqué la carta de mi pecho. La tengo ante mí. La caligrafía es suya; la misma que vi en los archivos, la misma de la primera carta:
«A SPIRIDION.–Que vuestro coraje sea igual a vuestro amor y vuestro amor será recompensado. En la noche que precede a la Navidad, tomad un hacha y una sierra; segad sin miedo el cuerpo del jinete de bronce que se encuentra en la Corte, a la izquierda, y a la altura de su grupa. Serrad hasta llegar al interior del cuerpo y dentro de él encontraréis la efigie de plata de un genio alado. Sacadla y hacedla mil pedazos que esparciréis en todas direcciones, para que los vientos los dispersen. Esa noche, aquella a quien amáis vendrá a recompensaros por vuestra fidelidad.»
En el sello pardusco se lee el emblema
«AMOUR DURE–DURE AMOUR»
23 de diciembre. ¡Así que es verdad! Yo estaba destinado a algo maravilloso en este mundo. Al final he encontrado aquello por lo que mi alma ha estado penando. La ambición, el amor al arte, el amor a Italia, todas esas cosas que han estado ocupando mi espíritu y que, sin embargo, me han dejado totalmente insatisfecho, todas esas cosas no eran en realidad mi verdadero destino. He buscado la vida, ansiándola como un hombre en el desierto ansía un pozo; pero la vida de los sentidos de otros jóvenes, la vida del intelecto de otros hombres, ¡jamás ha saciado esa sed! ¿Será que la vida para mí significa amar a una mujer muerta? Solemos sonreír ante lo que denominamos supersticiones del pasado, a veces, olvidando que la ciencia de la que nos jactamos hoy puede que parezca otra superstición a los hombres del futuro. Pero, ¿por qué ha de estar en lo cierto el presente y no el pasado? Los hombres que pintaron los cuadros y construyeron los palacios de hace trescientos años estaban, sin duda, hechos de una fibra tan delicada y su razonamiento era tan agudo como el nuestro, nosotros que simplemente nos dedicamos a estampar algodón y construir locomotoras. Lo que me hace pensar esto es que he estado calculando mi natalicio con la ayuda de un antiguo libro que pertenece a Sor Asdrubale, y veo que mi horóscopo se corresponde casi exactamente con el de Medea da Carpi, tal y como está registrado por un cronista. ¿Lo explica esto todo? No, no, todo queda explicado por el hecho de que la primera vez que leí algo sobre la vida de esta mujer, la primera vez que vi su retrato, la amé, aunque escondí mi amor en aras del interés de la cultura. ¡Menudo interés cultural!
Tengo el hacha y la sierra. Le compré la sierra a un pobre carpintero de un pueblo a algunas millas de aquí: al principio no entendía lo que yo quería decir, y creo que pensó que estaba loco; tal vez sí que lo estoy. Pero si la locura significa la felicidad en la vida de uno, ¿qué hay de malo en ello? El hacha la vi abandonada en una leñera donde preparan los grandes troncos de los abetos que crecen en los Apeninos de Sant'Elmo. No había nadie en la leñera y no pude resistir la tentación. Tomé el objeto en mis manos, sentí su filo y la robé. Es la primera vez en toda mi vida que he actuado como un ladrón. ¿Por qué no entré en una tienda y compré un hacha? No lo sé; no pude resistir la tentación de su brillante hoja. Supongo que lo que voy a hacer es un acto de vandalismo. Ciertamente, no tengo derecho a destrozar la propiedad de esta ciudad de Urbania. Tampoco deseo ningún mal a la estatua ni a la ciudad. Si pudiese enyesar el bronce, lo haría de buena gana. Pero LA debo obedecer, LA debo vengar. Debo acceder a la imagen de plata que Roberto de Montemurlo hizo para que su cobarde alma pudiera dormir en paz, sin encontrarse con el alma del ser a quien más temía en este mundo. ¡Ajá! Duque Roberto, ¡tú la forzaste a morir sin penitencia e insertaste la imagen de tu espíritu en la estatua, para que mientras ella sufría las torturas del Infierno, tú pudieras descansar en paz hasta que tu bien protegida alma pudiera volar al Paraíso! ¡Tenías miedo de ella cuando ambos estuvierais muertos y te creíste muy listo al haber previsto todas las eventualidades! No es así, Serenísima Alteza, ¡tú también sabrás lo que es vagar después de muerto y encontrarse con aquel a quien has injuriado!
¡Qué día tan interminable! Pero la veré de nuevo esta noche.
Las once de la noche. No, la iglesia estaba cerrada a cal y canto. El encanto se había roto. Hasta mañana no la veré. Pero mañana... ¡Ah, Medea! ¿Os amó alguno de vuestros amantes como yo os amo?
Todavía veinticuatro horas hasta el momento de la felicidad, el momento que al parecer he estado esperando toda mi vida. Y después de eso ¿que ocurrirá? Sí, lo veo cada vez más claro a cada minuto que pasa; después de esto, no habrá nada más. Todos los que amaron a Medea da Carpi, los que la amaron y sirvieron, murieron: Giovanfrancesco Pico, su primer esposo, al que apuñaló en el castillo antes de huir; Stimigliano, que murió envenenado; el ayuda de cámara que administró el veneno y al que mandó asesinar; Oliverotto da Narni, Marcantonio Frangipani y el pobre muchacho de los Ordelaffi que ni tan siquiera había visto su rostro y cuya única recompensa fue aquel pañuelo con el que el verdugo enjugó su rostro cuando no era más que una mata de miembros rotos y carne desgarrada; todos tenían que morir y yo moriría también.
El amor de una mujer como ésa es más que suficiente, y es fatal «Amour Dure», como dice su lema. Yo también moriré. Pero ¿por qué no? ¿Acaso podría seguir viviendo para amar a otra mujer? No. ¿Podría seguir llevando la misma vida después de la felicidad de mañana? Imposible. Los otros murieron y yo también debo morir. Siempre tuve el presentimiento de que no viviría mucho tiempo. Una gitana en Polonia me dijo una vez que en la línea de mi vida había otra que la cruzaba y que eso significaba una muerte violenta. Podía haber perecido en un duelo con algún compañero de estudios, o en un accidente de ferrocarril. No, no, ¡mi muerte no será de esa clase! La muerte ¿acaso no está muerta ella también? ¡Y qué extrañas posibilidades me sugiere este pensamiento! Entonces, los otros, –Pico, el ayuda de cámara, Stmigliano, Oliverotto, Frangipani, Prinzivalle degli Ordelaffi– ¿estarán todos allí? Pero me amará a mí más que a ellos, ¡a mí, que la he amado después de haber permanecido trescientos años en la tumba!
24 de diciembre. Ya lo he arreglado todo. Hoy a las once salgo de casa. Sor Asdrubale y sus hermanas estarán profundamente dormidos. Les he preguntado. Su miedo al reúma les impide asistir a la Misa del Gallo. Afortunadamente no hay iglesias entre la casa y la Corte. Cualesquiera que sean los movimientos que se produzcan en Nochebuena, supondrán un escape. Las habitaciones del viceprefecto están en el otro ala del palacio. El resto de la plaza está ocupada con dependencias del estado, archivos, los establos vacíos y las cocheras de palacio. Además, haré mi trabajo con rapidez.
He probado mi sierra con un sólido jarrón de bronce que compré a Sor Asdrubale. El bronce de la estatua, hueco y corroído por el óxido (incluso he encontrado algunos agujeros) no puede resistir mucho. Sobre todo, después de darle un golpe con el afilado borde del hacha. He puesto en orden todos mis papeles por deferencia al Gobierno que me ha enviado aquí. Siento haberles defraudado con mi «Historia de Urbania». Acabo de darme un largo paseo para pasar este día interminable y mitigar mi impaciencia. Se trata del día más frío que jamás hemos sufrido. El brillante sol no calienta lo más mínimo, sino que, al hacer brillar la nieve en las cimas de las montañas y al hacer que el cielo resplandezca como el acero, consigue aumentar más bien la impresión de gelidez. Las pocas personas que se aventuran a salir están enfundadas hasta las narices y llevan braseros de cerámica bajo sus abrigos. De la figura de Mercurio penden largos carámbanos. Uno se puede imaginar a los lobos descendiendo por la seca maleza y asediando esta ciudad. De alguna manera este frío me proporciona una inmensa calma y parece transportarme de nuevo a mi niñez.
Al caminar por las calles irregularmente pavimentadas, empinadas y resbaladizas por la escarcha, con la vista de las montañas nevadas contra el cielo, y al pasar por la escalinata de la iglesia, regada de boj y laurel, con ese leve aroma a incienso, me pareció recuperar –no sé por qué–, casi sentir, la sensación de aquellas Navidades de antaño, en Posen y Breslau, cuando, siendo un chiquillo, caminaba por las anchas calles mirando los escaparates donde empezaban a encenderse las velas de los árboles de Navidad, preguntándome si yo también, al volver a casa, entraría en una estancia maravillosa llena de luces luminosas, nueces doradas y cuentas de cristal. Están colgando las últimas hileras de esas cuentas metálicas, rojas y azules, enzarzándolas a las últimas nueces doradas de los árboles de allí, en mi hogar del norte; están encendiendo las velas azules y rojas; la cera empieza a derretirse sobre la preciosa pícea de verdes ramas; los niños esperan con sus corazones palpitantes detrás de la puerta, para que les digan que el Niño Dios ha nacido. Y yo, ¿a qué estoy esperando? No lo sé: todo parece un sueño. Todo a mi alrededor es vago e insustancial, como si el tiempo se hubiera detenido, nada pudiera suceder, mis propios deseos y esperanzas estuvieran todos muertos, y yo mismo absorto en no se sabe qué pasiva tierra de ensueños. ¿Deseo que llegue la noche? ¿Lo temo? ¿Llegará alguna vez? ¿Siento algo? ¿Existe algo en torno a mí? Al sentarme me parece estar viendo aquella calle de Posen, la calle ancha con los escaparates iluminados por las luces de Navidad, con velas en las verdes ramas de los aleros que apenas rozan los escaparates.
Nochebuena, a medianoche. Lo he hecho. Me he deslizado silenciosamente. Sor Asdrubale y sus hermanas estaban profundamente dormidos. Temí haberles despertado porque el hacha se me cayó cuando pasaba por delante de la habitación principal en la que mi patrón guarda sus curiosidades para la venta. Chocó contra una vieja armadura que ha estado restaurando. Le oí lanzar una exclamación, medio en sueños. Apagué mi luz y me escondí en las escaleras. Salió de su estancia en camisón, pero, al no ver a nadie, se volvió a la cama. «Algún gato, sin duda», dijo. Cerré suavemente la puerta de la casa al salir. El cielo tenía un aspecto tormentoso, como la tarde anterior, iluminado a la luz de la luna llena, pero atravesado por vapores de color gris parduzco. A veces la luna desaparecía por completo. No había ni un alma fuera. Las lúgubres casas sólo se enfrentaban a la luz de la luna.
No sé por qué di un rodeo hasta la Corte, pasando por delante de la puerta de una o dos iglesias, por las que salía el débil resplandor de la Misa del Gallo. Por un momento, sentí la tentación de entrar en una de ellas, pero algo parecía detenerme. Me llegaron retazos de Himnos de Navidad. Me di cuenta de que estaba muy tranquilo y me apresuré hacia la Plaza de la Corte. Al pasar delante del Pórtico de San Francesco, oí pasos detrás de mí. Parecía como si me siguieran. Me detuve para dejar pasar a la otra persona. Al acercárseme, aminoró el paso. Cruzó muy cerca de mí y murmuró: «No vayáis: soy Giovanfrancesco Pico". Me di la vuelta pero había desaparecido. Un gran frío se apoderó de mí, pero continué mi camino.
Detrás del ábside de la catedral, en una estrecha calleja, vi a un hombre apoyado en una pared. La luz de la luna le iluminaba plenamente. Me pareció que su rostro, adornado con una barba puntiaguda, estaba bañado en sangre. Aceleré el paso, pero al pasar junto a él, me dijo: «No la obedezcáis; volved a casa: soy Marcantonio Frangipani». Me castañetearon los dientes, pero me adentré en la estrecha callejuela, con la azulada luz de la luna proyectada sobre las blancas murallas.
Por fin vi la Corte delante de mí. La plaza estaba inundada por la luz de la luna, las ventanas de palacio parecían brillantemente iluminadas y la estatua del duque Roberto, con un brillo verduzco, parecía avanzar hacia mí sobre su caballo. Me interné en la sombra. Tenía que pasar debajo de un arco. Había allí una figura que sobresalía de la muralla y me cerraba el paso con su brazo extendido y enfundado en una capa. Intenté pasar. Me cogió por el brazo y su contacto se me antojó glacial. «No pasaréis», gritó, y al salir de nuevo la luna, vi su rostro de una blancura espectral, cubierto con un pañuelo bordado. Parecía un niño. «¡No pasaréis!», gritó, «¡No la poseeréis! ¡Es mía y sólo mía! ¡Soy Prinzivalle degli Ordelaffi!». Sentí su gélido contacto, pero con mi otro brazo di ciegos golpes con el hacha, que llevaba bajo la capa. El hacha se clavó en la pared y sonó contra la piedra. Se había esfumado.
Me di prisa. En efecto. Seccioné el bronce. Lo serré haciendo una gran ranura. Saqué la imagen de plata y la hice mil pedazos. Esparcí los últimos fragmentos en torno mío y, entonces, la luna, se ocultó de repente. Se levantó un gran vendaval que rugía por toda la plaza. Me pareció como si la tierra se agitara. Arrojé el hacha y la sierra y fui corriendo a casa. Me sentí perseguido, como si me acosasen cientos de jinetes invisibles.
Ahora estoy tranquilo. Es medianoche, ¡un minuto más y ella estará aquí! ¡Paciencia, corazón! Lo oigo latir, espero que nadie acuse al pobre Sor Asdrubale. Escribiré una carta a las autoridades proclamando su inocencia por si algo me sucediera... ¡La una! El reloj de palacio acaba de dar... «Por la presente certifico que, si algo me sucediera esta noche, a mí, Spiridion Trepka, nadie, sino yo mismo, ha de ser considerado...» ¡Pasos en la escalera! ¡Es ella! ¡Por fin, Medea, Medea! ¡Ah! ¡AMOUR DURE–DURE AMOUR!

NOTA.– Aquí acaba el diario del difunto Spiridion Trepka. Los principales periódicos de Umbría han informado al público que en la mañana de la Navidad del año 1885, la estatua ecuestre de bronce de Roberto II ha aparecido brutalmente mutilada y que el profesor Spiridion Trepka de Posen, en el Imperio Germánico, ha sido descubierto muerto, de una puñalada en el corazón, a manos de desconocidos.