La mujer que se sienta a la mesa conmigo no es mi esposa. Se ve como mi esposa, sonríe como mi esposa, su voz suena justo como la de mi esposa, desayuna lo que mi esposa y se siente justo, exactamente como mi esposa.
Pero yo sé que ella no es mi esposa.
Hay algo en sus ojos, en la manera en la que se dispara como un dardo a través de las habitaciones y me evita. Algo en la forma en la que habla y algo en su voz un tono aplanado al final de cada frase. Hay algo fuera de lugar en la forma en la que se pasea por el suelo, balanceando sus caderas demasiado, levantando sus pies un poco, apenas un poco de más. No tengo idea de qué clase de cosa pueda ser la que se sienta conmigo a la mesa, pero no es mi esposa. Y tengo razones de peso para pensar que intenta matarme.
Los cambios aparecieron hace un año.
Habíamos ido a acampar a Sierra Nevada. Pasamos los días explorando por los caminos del boque y las noches abrazados bajo las estrellas. Entonces, una tarde de tormenta, nos separamos. Perdí el camino y comencé a correr entre los árboles, buscando a mi esposa entre los estallidos de luz de los relámpagos y los parches de absoluta oscuridad. Por horas, me tropecé en el descampado, llamándola ya sin esperanza, rehusándome a admitir que estaba por completo perdido.
De pronto atravesé un claro bordeado por árboles gruesos y altos. Las nubes marcaban una tregua y se separaban, bordeándolo todo con la luz de la luna llena, hasta ese momento oculta. Mis piernas cansadas colapsaron con mi peso y caí de rodillas. Suspiré su nombre con mi aliento agitado, “Sophie, Sophie, ¿dónde estás?”…
Su voz atravesó la noche helada. “Danny, ¿eres tu?”, Estaba a mis espaldas y de pronto, la luz la hizo parecer una estatua de mármol a la mitad de la nada. Me levanté a abrazarla. Pasamos la noche ahí mismo, abrazados, temblando. A la mañana siguiente, mientras encontrábamos el camino de vuelta, noté algo fuera de lugar por primera vez. Iba adelante mío, pero a cada dos pasos me miraba por detrás del hombro, como intentando encontrar alguna expresión secreta en mí. Me dijo que temía perderme de nuevo. En el momento, fue motivo suficiente para dejar de pensar en ello.
Recobramos los pasos, encontramos nuestro campamento. El resto del viaje de regreso fue desencajándose mientras mi ansiedad comenzaba a crecer. Cada vez que la miraba, encontraba algo nuevo, ligeramente fuera de lugar. La manera en la que insistía en verme, como intentando encontrar el momento en el que no la descubriera terminó por ponerme francamente nervioso y opté por insistir en tomar la delantera; pero eso no solucionó nada, porque entonces tuve que soportar el peso de sus ojos, colgando de la parte trasera de mi cabeza durante todo el camino. No me gustó la forma en la que fue distanciándose de mí en esa tarde, cuando encendimos una fogata para descansar.
La situación sólo empeoró de regreso a casa. El hogar exacerbó las sutiles inconsistencias entre la persona con la que estaba viviendo y la mujer con la que me había casado. Poco a poco, siempre que me encontrara con ella, comenzó a actuar de forma reservada y silenciosa, su sonrisa, una vez magnífica, se redujo al mero facsimilar de una reproducción de cera; podía verla dar un pequeño salto, un estremecimiento, cada vez que me acercaba y cuando la tocaba, su piel misma se ponía tensa. Lo peor de todo: nunca dejó de mirarme. Poco a poco, siempre que me encontrara con ella, la sorprendía mirándome con un dejo sospechoso en cada momento en el que me distraía con algo y al momento, miraría a otro lado para evitar el contacto visual. Intenté poner el tema sobre la mesa sutilmente, mencionando sus nuevos hábitos, pero ella simplemente evadió responder claramente.
Conforme las semanas pasaron, terminé tan desconectado de Sophie como nunca antes lo había estado. Me evitaba claramente, cambiando de habitación tan pronto como intentaba reunirme con ella. La tensión en la casa era palpable. En el fondo de mi mente, sabía que algo estaba pasando, algo terrible, pero no era capaz de nombrarlo de ninguna forma. Entonces, una tarde en la que había salido de la casa con alguna excusa, me encontré a mí mismo hojeando nuestros álbumes. El descubrimiento me dejó helado. Entre más miraba las antiguas fotos de la Sophie que una vez conocí, el hecho se volvía evidente: la mujer con la que me había encontrado bajo la luz de la luna, no era mi esposa…
Cuando volvió y abrió la puerta, me encontró sentado, mirándola. No era racional de ningún modo, pero era obvio. Algún oscuro conjuro de aquel remoto paraje había reemplazado a mi Sophie con un misterioso y sombrío doppelganger, cuyas intenciones finales escapaban por completo a mi entendimiento. El duplicado me enfrentó con otra sonrisa de plástico y desapareció escaleras arriba. Sus miradas incesantes se volvieron insoportables conforme fui imaginando las intenciones terribles que se escondían detrás de aquellos brillantes ojos. Incrementé mi vigilancia sobre ella, siempre manteniéndola en mi rango de vista, evitando siempre que se quedara a mis espaldas. Este es el infierno al que regreso después del trabajo, todos los días. Y de noche, tengo que acostarme junto a ella, pensando que de atreverme a cerrar los ojos la encontraré estrangulándome.
Trece meses así. No puedo soportar más. He comenzado a beber, lo que al parecer sólo a incrementado el extraño comportamiento de la criatura. Sus cuidadosos pasos por los pasillos, andando de un cuarto a otro en un extraño ritual diario. Intenta matarme. Lo sé. ¿Qué más podría significar su extraño comportamiento, su manera de mirarme cuando cree que no me doy cuenta?
Es un baile diario, absurdo, de evasión y escrutinio. Las pocas veces que hemos logrado quedarnos en un mismo cuarto, han sido extrañas sesiones de un silencio prolongado e incómodo, de miradas paranoicas y sonrisas que pretenden astucia. Me es imposible entender cuánto sabe de mis sospechas. Debía hacer algo.
Mi oportunidad vino de la criatura misma. Deseaba plantar algunos árboles en el patio trasero. Miré al reemplazo, a la sombra del amor que antes pareció proteger mi vida, ir y andar con una pala y comenzar a cavar. Deben ser agujeros profundos, me diría, para que los árboles pudieran echar raíces. Con una sonrisa apretada, asentí y le dije ayudaría en lo posible. La horrible cosa se inclinó hacia mí y me regaló un beso que hizo que la cara me ardiera.
Pasó varios días así. Una palada tras otra. Los agujeros debían ser anchos y profundos, me decía. Yo asentí e incluso, para desahogar un morbo mal sano, me propuse para ir a encargar los árboles a cierto negocio en el pueblo, ayudándole a sostener lo que por supuesto que era una absoluta charada. Hoyos anchos y profundos, para árboles que crecerían, altos, gruesos.
Jugaría su juego, me revelaría en el momento preciso y tendría lista, para ese momento, una coartada. La criatura intentaría matarme antes de sembrar alguno de los árboles y sepultarme ahí debajo, pero yo lo haría primero. El siguiente día iría a la policía a archivar un reporte de desaparición. Cuando los policías atendieran el caso y llegaran a casa para decirme que no habían encontrado nada, yo lloraría y lloraría sin consuelo y en un tiempo prudente, prepararía un funeral simbólico para dejar atrás la pérdida, entonces venderé la casa y continuaré con mi vida.
Me llamó para avisarme que los agujeros estaban listos. Vi cómo, desde la ventana, se hacía disimuladamente de un cuchillo pequeño que ocultaba entre sus ropas. En ese momento, no me cabía ya, duda alguna de lo que vendría. “¿te parece que este agujero es lo suficientemente profundo?”, me preguntó con una preocupación que me pareció casi cómica, de lo falsa que resultaba. “Sí”, le dije, “creo que es momento de que veas si uno de los árboles cabe en el agujero. “De acuerdo”, me dijo y tomó uno de los retoños que habían traído a casa justo ayer.
Cuando me dio la espalda, tomé la pala. Cuando tomó el retoño, le asesté con todas mis fuerzas en la cabeza. Cayó con el impacto y no se movió más. Sujeté sus brazos y sus piernas con la cuerda de cáñamo que empacaba las raíces de uno de los árboles. Tiré a la criatura en el fondo del agujero más profundo, el que seguramente estaba destinado para mí. Justo cuando me inclinaba para recuperar mi herramienta principal, despertó, lo escuché quejarse.
“Bien, ahora me vas a decir qué carajos eres”, le dije desde la orilla del agujero.
“Amor, ¿por qué estoy amarrado?”
“No te atrevas a llamarme así. No sé lo que seas, pero no eres mi esposo. Última oportunidad, “Daniel”, ¿qué carajos eres y qué le hiciste a mi esposo?”
“¿Qué?, mi nombre es Daniel McCormick, he estado casado con Sophie McCormick por casi dos años y…”
“No. Yo estuve casada con Daniel McCormick por un año. Entonces se perdió en el bosque y nos separamos. Desapareció y me encontré contigo, llorando en el bosque.”
“Ay dios mío, ¡te juro que soy yo!, pensé que tú…”
“No más mentiras. ¿Tú crees que no he notado la forma en la que me miras, piensas que no he notado las cosas raras que haces? Cada vez que te miro, hay algo fuera de su lugar; no te mueves bien, no hablas bien; te he visto mirarme con odio, intenté convencerme de que era sólo mi imaginación, pero luego lo entendí: tú no eres mi esposo, solamente eres un horrible duplicado. Tuve que soportarte por casi un año, tuve que dormir contigo y me llevó tiempo entender lo que querías, pero entonces quisiste plantar estos árboles… ahora serán tu tumba.”
“¿Tumba?”
“Tumba. No voy a preguntarte de nuevo, “Danny”, ¿Qué carajos eres y qué hiciste con mi marido?”
“¡Yo soy tu marido!”
“Bien.” Dejé caer la primer palada.
“¡Sophie, no!, Soy tu marido, tienes que creerme, déjame salir, esto no es gracioso, Sophie, yo soy Daniel!”
Fuera lo que fuera, no pudo gritar con la boca llena de lodo. Llené el agujero y planté los árboles cuidadosamente. Entré a la casa y me lavé las manos. Llamé a la policía y reporté la desaparición de mi esposo. Cuando los policías regresaron, unas semanas después, me dijeron que no habían dado con una sola pista y que la búsqueda concluía. Lloré y lloré, en el funeral simbólico para él, entonces vendí la casa y continué con mi vida.
Los árboles crecieron altos y gruesos.
Pero yo sé que ella no es mi esposa.
Hay algo en sus ojos, en la manera en la que se dispara como un dardo a través de las habitaciones y me evita. Algo en la forma en la que habla y algo en su voz un tono aplanado al final de cada frase. Hay algo fuera de lugar en la forma en la que se pasea por el suelo, balanceando sus caderas demasiado, levantando sus pies un poco, apenas un poco de más. No tengo idea de qué clase de cosa pueda ser la que se sienta conmigo a la mesa, pero no es mi esposa. Y tengo razones de peso para pensar que intenta matarme.
Los cambios aparecieron hace un año.
Habíamos ido a acampar a Sierra Nevada. Pasamos los días explorando por los caminos del boque y las noches abrazados bajo las estrellas. Entonces, una tarde de tormenta, nos separamos. Perdí el camino y comencé a correr entre los árboles, buscando a mi esposa entre los estallidos de luz de los relámpagos y los parches de absoluta oscuridad. Por horas, me tropecé en el descampado, llamándola ya sin esperanza, rehusándome a admitir que estaba por completo perdido.
De pronto atravesé un claro bordeado por árboles gruesos y altos. Las nubes marcaban una tregua y se separaban, bordeándolo todo con la luz de la luna llena, hasta ese momento oculta. Mis piernas cansadas colapsaron con mi peso y caí de rodillas. Suspiré su nombre con mi aliento agitado, “Sophie, Sophie, ¿dónde estás?”…
Su voz atravesó la noche helada. “Danny, ¿eres tu?”, Estaba a mis espaldas y de pronto, la luz la hizo parecer una estatua de mármol a la mitad de la nada. Me levanté a abrazarla. Pasamos la noche ahí mismo, abrazados, temblando. A la mañana siguiente, mientras encontrábamos el camino de vuelta, noté algo fuera de lugar por primera vez. Iba adelante mío, pero a cada dos pasos me miraba por detrás del hombro, como intentando encontrar alguna expresión secreta en mí. Me dijo que temía perderme de nuevo. En el momento, fue motivo suficiente para dejar de pensar en ello.
Recobramos los pasos, encontramos nuestro campamento. El resto del viaje de regreso fue desencajándose mientras mi ansiedad comenzaba a crecer. Cada vez que la miraba, encontraba algo nuevo, ligeramente fuera de lugar. La manera en la que insistía en verme, como intentando encontrar el momento en el que no la descubriera terminó por ponerme francamente nervioso y opté por insistir en tomar la delantera; pero eso no solucionó nada, porque entonces tuve que soportar el peso de sus ojos, colgando de la parte trasera de mi cabeza durante todo el camino. No me gustó la forma en la que fue distanciándose de mí en esa tarde, cuando encendimos una fogata para descansar.
La situación sólo empeoró de regreso a casa. El hogar exacerbó las sutiles inconsistencias entre la persona con la que estaba viviendo y la mujer con la que me había casado. Poco a poco, siempre que me encontrara con ella, comenzó a actuar de forma reservada y silenciosa, su sonrisa, una vez magnífica, se redujo al mero facsimilar de una reproducción de cera; podía verla dar un pequeño salto, un estremecimiento, cada vez que me acercaba y cuando la tocaba, su piel misma se ponía tensa. Lo peor de todo: nunca dejó de mirarme. Poco a poco, siempre que me encontrara con ella, la sorprendía mirándome con un dejo sospechoso en cada momento en el que me distraía con algo y al momento, miraría a otro lado para evitar el contacto visual. Intenté poner el tema sobre la mesa sutilmente, mencionando sus nuevos hábitos, pero ella simplemente evadió responder claramente.
Conforme las semanas pasaron, terminé tan desconectado de Sophie como nunca antes lo había estado. Me evitaba claramente, cambiando de habitación tan pronto como intentaba reunirme con ella. La tensión en la casa era palpable. En el fondo de mi mente, sabía que algo estaba pasando, algo terrible, pero no era capaz de nombrarlo de ninguna forma. Entonces, una tarde en la que había salido de la casa con alguna excusa, me encontré a mí mismo hojeando nuestros álbumes. El descubrimiento me dejó helado. Entre más miraba las antiguas fotos de la Sophie que una vez conocí, el hecho se volvía evidente: la mujer con la que me había encontrado bajo la luz de la luna, no era mi esposa…
Cuando volvió y abrió la puerta, me encontró sentado, mirándola. No era racional de ningún modo, pero era obvio. Algún oscuro conjuro de aquel remoto paraje había reemplazado a mi Sophie con un misterioso y sombrío doppelganger, cuyas intenciones finales escapaban por completo a mi entendimiento. El duplicado me enfrentó con otra sonrisa de plástico y desapareció escaleras arriba. Sus miradas incesantes se volvieron insoportables conforme fui imaginando las intenciones terribles que se escondían detrás de aquellos brillantes ojos. Incrementé mi vigilancia sobre ella, siempre manteniéndola en mi rango de vista, evitando siempre que se quedara a mis espaldas. Este es el infierno al que regreso después del trabajo, todos los días. Y de noche, tengo que acostarme junto a ella, pensando que de atreverme a cerrar los ojos la encontraré estrangulándome.
Trece meses así. No puedo soportar más. He comenzado a beber, lo que al parecer sólo a incrementado el extraño comportamiento de la criatura. Sus cuidadosos pasos por los pasillos, andando de un cuarto a otro en un extraño ritual diario. Intenta matarme. Lo sé. ¿Qué más podría significar su extraño comportamiento, su manera de mirarme cuando cree que no me doy cuenta?
Es un baile diario, absurdo, de evasión y escrutinio. Las pocas veces que hemos logrado quedarnos en un mismo cuarto, han sido extrañas sesiones de un silencio prolongado e incómodo, de miradas paranoicas y sonrisas que pretenden astucia. Me es imposible entender cuánto sabe de mis sospechas. Debía hacer algo.
Mi oportunidad vino de la criatura misma. Deseaba plantar algunos árboles en el patio trasero. Miré al reemplazo, a la sombra del amor que antes pareció proteger mi vida, ir y andar con una pala y comenzar a cavar. Deben ser agujeros profundos, me diría, para que los árboles pudieran echar raíces. Con una sonrisa apretada, asentí y le dije ayudaría en lo posible. La horrible cosa se inclinó hacia mí y me regaló un beso que hizo que la cara me ardiera.
Pasó varios días así. Una palada tras otra. Los agujeros debían ser anchos y profundos, me decía. Yo asentí e incluso, para desahogar un morbo mal sano, me propuse para ir a encargar los árboles a cierto negocio en el pueblo, ayudándole a sostener lo que por supuesto que era una absoluta charada. Hoyos anchos y profundos, para árboles que crecerían, altos, gruesos.
Jugaría su juego, me revelaría en el momento preciso y tendría lista, para ese momento, una coartada. La criatura intentaría matarme antes de sembrar alguno de los árboles y sepultarme ahí debajo, pero yo lo haría primero. El siguiente día iría a la policía a archivar un reporte de desaparición. Cuando los policías atendieran el caso y llegaran a casa para decirme que no habían encontrado nada, yo lloraría y lloraría sin consuelo y en un tiempo prudente, prepararía un funeral simbólico para dejar atrás la pérdida, entonces venderé la casa y continuaré con mi vida.
Me llamó para avisarme que los agujeros estaban listos. Vi cómo, desde la ventana, se hacía disimuladamente de un cuchillo pequeño que ocultaba entre sus ropas. En ese momento, no me cabía ya, duda alguna de lo que vendría. “¿te parece que este agujero es lo suficientemente profundo?”, me preguntó con una preocupación que me pareció casi cómica, de lo falsa que resultaba. “Sí”, le dije, “creo que es momento de que veas si uno de los árboles cabe en el agujero. “De acuerdo”, me dijo y tomó uno de los retoños que habían traído a casa justo ayer.
Cuando me dio la espalda, tomé la pala. Cuando tomó el retoño, le asesté con todas mis fuerzas en la cabeza. Cayó con el impacto y no se movió más. Sujeté sus brazos y sus piernas con la cuerda de cáñamo que empacaba las raíces de uno de los árboles. Tiré a la criatura en el fondo del agujero más profundo, el que seguramente estaba destinado para mí. Justo cuando me inclinaba para recuperar mi herramienta principal, despertó, lo escuché quejarse.
“Bien, ahora me vas a decir qué carajos eres”, le dije desde la orilla del agujero.
“Amor, ¿por qué estoy amarrado?”
“No te atrevas a llamarme así. No sé lo que seas, pero no eres mi esposo. Última oportunidad, “Daniel”, ¿qué carajos eres y qué le hiciste a mi esposo?”
“¿Qué?, mi nombre es Daniel McCormick, he estado casado con Sophie McCormick por casi dos años y…”
“No. Yo estuve casada con Daniel McCormick por un año. Entonces se perdió en el bosque y nos separamos. Desapareció y me encontré contigo, llorando en el bosque.”
“Ay dios mío, ¡te juro que soy yo!, pensé que tú…”
“No más mentiras. ¿Tú crees que no he notado la forma en la que me miras, piensas que no he notado las cosas raras que haces? Cada vez que te miro, hay algo fuera de su lugar; no te mueves bien, no hablas bien; te he visto mirarme con odio, intenté convencerme de que era sólo mi imaginación, pero luego lo entendí: tú no eres mi esposo, solamente eres un horrible duplicado. Tuve que soportarte por casi un año, tuve que dormir contigo y me llevó tiempo entender lo que querías, pero entonces quisiste plantar estos árboles… ahora serán tu tumba.”
“¿Tumba?”
“Tumba. No voy a preguntarte de nuevo, “Danny”, ¿Qué carajos eres y qué hiciste con mi marido?”
“¡Yo soy tu marido!”
“Bien.” Dejé caer la primer palada.
“¡Sophie, no!, Soy tu marido, tienes que creerme, déjame salir, esto no es gracioso, Sophie, yo soy Daniel!”
Fuera lo que fuera, no pudo gritar con la boca llena de lodo. Llené el agujero y planté los árboles cuidadosamente. Entré a la casa y me lavé las manos. Llamé a la policía y reporté la desaparición de mi esposo. Cuando los policías regresaron, unas semanas después, me dijeron que no habían dado con una sola pista y que la búsqueda concluía. Lloré y lloré, en el funeral simbólico para él, entonces vendí la casa y continué con mi vida.
Los árboles crecieron altos y gruesos.